Hoy en día el uso generalizado de Internet forma parte de nuestra vida diaria, permitiéndonos acceder a información que en otros tiempos habría sido difícil o costosa de obtener. Esta red mundial de intercambio y comunicación ha aumentado y mejorado las oportunidades de aprendizaje. Ahora se puede fácilmente desde estudiar hasta hacer juegos educativos, mirar obras de consulta, buscar datos e información de todo tipo, encontrar consejos para hacer casi cualquier cosa, ver videos y cantidad de cosas más, en línea. Además nos permite estar en contacto con nuestros familiares y amigos.
Sería irracional descartar los numerosos beneficios que ofrece Internet; no obstante, puede ser también puerta abierta para toda clase de influencias malsanas y hay que cuidarse de eso, y además nos conviene tomar medidas prácticas de seguridad y protección. Inculcar Valores Como los niños carecen de experiencia, necesitan que les enseñemos gradualmente los valores por los que uno se debe guiar cuando se mueve por la red mundial. A la larga, esos principios morales que les hayan inculcado serán su mayor protección; es mucho más eficaz hacer eso que imponerles una serie de reglas. Porque llegará el día en que no podremos continuar supervisándolos; dentro de poco se convertirán en adolescentes y adultos y van a tener que tomar decisiones acertadas por su cuenta y escoger alejarse del peligro por convicción personal; ya no servirá el temor al castigo. Mientras nuestros hijos son chicos tenemos el honor de formar sus valores y principios; hagámoslo sabiamente. Riesgos de Carácter Social Desde un punto de vista social, la Internet puede volverse un mundo aparte ya que ofrece todo un caudal de posibilidades y descubrimientos a los niños y jóvenes. A veces los que son tímidos, a los que les cuesta expresarse en la vida real, pueden hacerlo con mayor facilidad en un mundo virtual; y en otros casos la Internet promueve mayor timidez, inseguridad y baja autoestima, puesto que no los motiva a esforzarse por mejorar su comunicación verbal y su forma de expresarse. Por otra parte está el peligro de la adicción a la Internet, y además la necesidad de que los menores tengan otro tipo de experiencias y realicen actividades variadas para desarrollarse óptimamente en todos los sentidos. Es importantísimo para los niños vivir experiencias de la vida real, que no impliquen el uso de una computadora y que les permitan cultivar sus habilidades prácticas y sociales, disfrutar del deporte y los juegos al aire libre, y mucho más. Las computadoras y la Internet jamás deberían reemplazar esos elementos que son fundamentales para los niños porque suponen vivir la vida plenamente y les aportan experiencia y perspectiva. ¿Cuánto Tiempo es Suficiente? Otro aspecto del uso de la Internet que los padres debemos tener en cuenta es la cantidad de tiempo que los chicos pasan frente al monitor. El contacto desmedido o innecesario con los computadores a una temprana edad puede inducir en los niños un apetito por estimulación visual constante que les quita las ganas de llevar un estilo de vida físicamente activo y entorpece su desarrollo social. Brindar a los hijos una amplia gama de actividades en la vida real es una de las estrategias más importantes para no sólo reducir los peligros de que hablábamos, sino también promover un buen desarrollo armonioso de todas las facetas de su mente, cuerpo y espíritu. La infancia debería ser una etapa llena de actividad, diversión, emociones, aventuras, y desafíos; no de la influencia aletargante que ejercen en los niños las computadoras. Cuando los niños todavía son pequeños, su personalidad está en formación; están viendo cómo encarar la vida y qué hacer con ella. Es muy triste que se pasen horas y horas ante un monitor. Los mayores deben inculcarles una forma de vida activa realizando actividades con ellos que los mantengan espabilados. Los chicos se quejarán y querrán volver a sentarse ante el computador, pero de ustedes depende descubrir formas de hacer más dinámica la vida de ellos, de motivarlos a salir a divertirse al aire libre en lugar de pasarse el día sentados en casa perdiendo el tiempo. Supervisión de los Padres Una de las mejores formas de proteger a los niños de las malas influencias de la Internet es simplemente supervisarlos. Los padres sabemos lo que es apropiado para los niños y lo que no lo es. Hay numerosos programas disponibles para controlar el uso de la Internet por parte de los hijos. Son programas diseñados para llevar a cabo distintas funciones, desde filtrar los portales que no son aptos para menores hasta poner un límite a la cantidad de tiempo que los niños pasan en línea. Los propios buscadores (Google, Firefox, Yahoo, etc.) tienen filtros opcionales incorporados. Pero cualquier medida de seguridad que se emplee no debería ser sino un complemento a la supervisión personal de los padres y a las pautas que se hayan establecido en cuanto al tiempo que pueden dedicar a la Internet, el uso que le van a dar, etc. La Internet puede ser una herramienta educativa fenomenal, por lo que emplear algún medio de filtrar las páginas inapropiadas incrementará la calidad de los resultados de sus búsquedas virtuales. Si optan por instalar un programa de seguridad en el computador que emplean sus hijos, aprovechen la oportunidad para enseñarles por qué lo hacen. Existe el riesgo de pensar que tras la instalación de esos programas sus hijos ya están a salvo y no necesitarán más supervisión ni instrucción de su parte. Pero los programas sólo protegen hasta cierto punto; aunque alivien ciertas inquietudes, sigue recayendo sobre nosotros la principal responsabilidad, que es asegurarnos de que aprendan ellos mismos a defenderse de las influencias nocivas. Cuando sus hijos crezcan no tendrán esos filtros ni otras restricciones externas, y para entonces lo único que funcionará es que tengan convicciones personales y entiendan por qué se deben evitar ciertos portales y páginas de Internet.
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Catherine Neve
Créase o no, a los niños pequeños les gusta ayudar. ¡Es cierto! A los niños en realidad les encanta ser serviciales y se enorgullecen de ello hasta que se les enseña lo contrario. Colaborar se convierte en una tarea cuando escuchan a sus padres o hermanos quejarse de tener que hacer esto o lo otro en la casa. Planteándolo de forma positiva, ayudar en la casa puede volverse un juego. Además contribuye mucho a la autoestima y a inculcar otras cualidades que les resultarán muy útiles en el colegio y a lo largo de toda la vida, tales como la autodisciplina, la iniciativa, la diligencia, la perseverancia, la autosuficiencia y el sentido de la responsabilidad. La cocina es un sitio estupendo para que el niño colabore. Los pequeños de edad preescolar pueden ayudar con labores sencillas. Por ejemplo, pueden lavar las verduras, untar la mantequilla en los panes o mezclar masa de galletitas o de panqueques. Hay que poner la mesa y retirarla después de comer, además de limpiar lo que se haya caído. A los niños pequeños les gustan las escobas y las palitas de basura. Además les encanta meterse debajo de la mesa y en rincones de difícil acceso para los mayores. También se les puede encargar que clasifiquen y guarden los cubiertos (o platos y tazas irrompibles) después de lavar y secar la vajilla. Si se les presenta de un modo divertido y se los recompensa con elogios y reconocimiento, el día que se gradúen y empiecen a lavar la vajilla a tu lado —y más tarde, por su cuenta— no cabrán en sí de emoción. Y no tiene por qué circunscribirse a la cocina. Hasta los niños de uno y dos años son capaces de ayudar a ordenar su cuarto, guardar sus cosas y doblar sus pijamas o la ropa limpia. Tampoco tiene por qué interrumpirse cuando llegan a la edad escolar. Para los míos fue todo un hito el día que se les dijo que ya eran mayorcitos y que les podíamos confiar el empleo de la aspiradora. A algunos niños les gusta limpiar el lavabo del baño y cambiar las toallas de mano. Otros prefieren rastrillar las hojas del jardín o la hierba cortada, o ayudar a lavar el auto. A algunas niñas más mayores les fascina coser botones o hacer remiendos sencillos. La lista es interminable. Basta echar un vistazo a nuestro alrededor. Una buena estrategia de marketing consiste en poner nombres de juegos a los quehaceres domésticos. El primer juego que enseñé a mis hijos cuando eran pequeños fue el hormiguero. Hacían de cuenta que eran hormiguitas y correteaban de aquí para allá llevando todos los juguetes, bloques y peluches al hormiguero (lugar donde se guardaban). Hasta un bebé es capaz de aprender ese juego. Lo puedes sentar en tu falda o a tu lado y enseñarle a poner cubos u otros juguetes pequeños en una caja. Luego basta con elogiarlo profusamente. A continuación algunos escollos que pueden presentarse y formas de evitarlos:
Extraído de la revista Conectate. Utilizado con permiso. Michelle Lynch
Observé desde mi ventana a un grupo de niños del vecindario que se esforzaban por desatascar una pelota que se les había caído en un desagüe. Uno de ellos metió la mano para sacarla y en cambio extrajo un montón de hojas y tierra. Después de ese puñado sacó otro y otro más. Enseguida él y sus amigos se olvidaron del partido y se pusieron a limpiar entusiastamente el desagüe. Trabajaron incansablemente cuatro horas con la orientación de algunos de sus padres. El ver a aquel grupo de niños de cinco a doce años de edad trabajar juntos alegremente me indujo a reflexionar acerca de mi hijo mayor —hoy adolescente— y la confianza que depositaba en él cuando tenía esa edad. En comparación, mis hijos de seis y ocho años eran mucho menos responsables. Me convencí entonces de que no les exigía lo suficiente. La diferencia radicaba en mí. Al igual que muchos chicos de su edad, los dos menores míos a veces eran unos pillos, pero también mostraban inclinación por colaborar y cumplir ciertas obligaciones. Tenía que aprender a canalizar debidamente su energía motivándolos, sin forzarlos. Decidí ponerme a trabajar con ellos cada fin de semana. Emprendimos tareas muy necesarias, tales como desmalezar el jardín, barrer la entrada del auto, rastrillar las hojas, limpiar la alacena y hacer mermelada. La mayoría de esas tareas requerían ejercicio físico, con lo cual quemaban energías. Huelga decir que les encantó. Para mí la ayuda que me prestaban era muy necesaria y la agradecía mucho. Además esas tareas domésticas mantenían a los chicos ocupados y evitaban que se metieran en líos. Pero lo mejor de todo es que descubrimos que trabajar juntos puede ser una experiencia divertida y unificadora. Al cabo de poco tiempo, me preguntaban: «¿Podemos hacer alguna de esas tareas divertidas para no aburrirnos el fin de semana?» Cosas que aprendí y que conviene recordar: - Ser realista a la hora de escoger tareas y fijarse metas. No embarcarse en faenas de tanta envergadura que, en caso de quedarse sin tiempo o sin fuerzas, uno deje un desorden o cause incomodidades o complicaciones. - Pasar juntos un tiempo provechoso es más importante que terminar la tarea. Si emprendo una actividad con el objetivo primordial de dedicar atención a los chicos y fortalecer nuestros vínculos familiares, sin contar con hacer mucho, al final logro más, y la tarea no resulta pesada. - Prodigar elogios y manifestar aprecio. Cuando les agradezco a los chicos su ayuda, procuro ser efusiva y concreta. Les señalo, además, que toda la familia notará las labores que realizan. - Premiar a los niños por las tareas bien hechas. Si ellos saben que al final los padres les daremos algún gusto, harán la tarea con más ganas, aunque el premio no sea más que una colación o un rico bocado que se preparen ellos mismos. Naturalmente, mi meta a largo plazo es que los chicos aprendan a tomar la iniciativa y adquieran un sentido de la responsabilidad, de modo que cumplan con sus deberes cuando yo no esté presente para recordárselo o para trabajar codo a codo con ellos. A medida que se fueron volviendo más responsables, aprendieron a hacer solitos algunas de las cosas que yo hacía por ellos y luego con ellos, como lavar los platos. Podía exigirles más, pero todavía necesitaban mis elogios. Hay una sutil pero importante distinción entre hacer las cosas por sentido de la responsabilidad y por puro sentido del deber. Pronto me di cuenta de que si no los mantenía motivados elogiándolos por ser responsables y trabajar con ahínco, las tareas que inicialmente habían sido divertidas y gratificantes se volvían una pesadez. Era importante no llegar a considerar la ayuda que me prestaban como una simple obligación que tenían conmigo. Otra situación de cuidado se producía cuando los chicos no cumplían con sus nuevas tareas. Por un lado no quería ser dura e inflexible, pero por el otro no podía ser tan blanda que dejaran de tomarse en serio sus obligaciones. En realidad fue mi hijo menor el que me ayudó a resolver ese dilema. Cierta noche me dio un buen motivo por el que no podía colaborar en el lavado de la vajilla, pero me dijo que, si lo dispensaba, al día siguiente haría por mí una tarea sencilla. La forma tan linda en que lo presentó puso todas nuestras tareas domésticas en el contexto de un esfuerzo de conjunto. No pretendía hacer un trueque de tareas con un móvil egoísta, sino compartir la responsabilidad. Naturalmente, estuve más que dispuesta a acceder, y al día siguiente, cuando el chico cumplió con su parte del trato sin que yo se lo recordara, se lo agradecí profusamente. A juzgar por lo que aprendí aquel día observando a unos niños limpiar el desagüe y que desde entonces vengo aplicando con los míos, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la mayoría de los niños anhelan que se les confíen tareas de cierta importancia. Están deseosos de colaborar; solo esperan que nosotros, los padres, aportemos la chispa que haga divertida y gratificante la misión. Si aprenden a disfrutar del trabajo y a hacerlo a conciencia cuando pequeños, asumirán con esa misma actitud las obligaciones que tendrán de adultos. Pienso que ello contribuye a nuestra felicidad y bienestar general. Al fin y al cabo, es lo que todos queremos para nuestros hijos. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. Josie Clark
Creo que con mis hijos he cometido demasiadas veces el error de expresar mi empatía de formas que ellos interpretaron como asunción de responsabilidad. Por ejemplo, cuando mi hijo tenía cinco años sufrió una vez un accidente. Acabábamos de conseguirle una bicicleta usada, y yo le había dicho claramente que no subiera a cierta loma hasta que su padre revisara los frenos y le enseñara a manejarlos. Pero desobedeció y lo hizo de todos modos. Los frenos funcionaban, pero él se asustó y no supo reaccionar. Bajó la cuesta a gran velocidad, se desvió hacia un maizal, volvió a meterse en la carretera y se cayó. No recuerda nada de lo que sucedió después. Lo encontraron con el mentón contra el asfalto y hubo que darle unos puntos. Yo luego quise mostrarme comprensiva y le dije: «Lo siento, hijo». Claro que lo sentía. Me sentía culpable por no haberlo vigilado más de cerca. Sentí su dolor cuando lo llevamos a toda prisa al hospital. Hasta el día de hoy me apena ver la cicatriz que le quedó. Pero de algún modo, el decirle: «Lo siento» ocasionó un malentendido. Hace unas semanas hablamos de ese accidente, que se produjo años atrás. Él todavía pensaba que por alguna razón había sido culpa mía. No recordaba la clara advertencia que yo le había hecho. No recordaba haber desobedecido. Solo recuerda que le dije: «Lo siento», y en aquel momento pensó que eso significaba que yo tenía la culpa, no él. Es fácil caer en el hábito de echarnos la culpa de cosas que en realidad no son culpa nuestra. Con el tiempo, eso puede llevar a los adolescentes a responsabilizar a sus padres de las malas consecuencias de las decisiones que ellos mismos tomaron. En realidad, si los padres se han encargado de enseñar a sus hijos a tomar decisiones atinadas y prudentes, cuando se producen accidentes o algo sale mal, normalmente la culpa es de los hijos por no haber hecho caso. Siento mucho que mi hijo desobedeciera. Siento mucho que se lastimara. Y siento mucho que se produjera ese malentendido. Siento mucho haberle dado la impresión de que era culpa mía cuando no lo era. Lo que debí haberle dicho es: «Lamento mucho que hayas desobedecido. Me apena mucho que no me escucharas. Me entristece mucho que haya sucedido esto; pero estoy segura de que has escarmentado y de que no volverás a cometer el mismo error». El final feliz de este episodio es que pude aclarar el malentendido con mi hijo, que hoy es un joven que se enfrenta a decisiones mucho más importantes que dónde andar en bicicleta. Sabe que siempre podrá contar con mi ayuda, mi amor y mi comprensión, pero también entiende que en última instancia es el responsable de las decisiones que tome. Tomado del Conectate. |
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