De Jesús, con Cariño
Gentileza de la revista Conéctate. Foto por 123rf.com
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Gabriel V. Ahora que mi hija se apresta a tener su primer hijo, se me ha confirmado algo que he sabido desde hace años: la maternidad —y la paternidad— hacen aflorar nuestras mejoras cualidades. Los nuevos padres sienten enseguida el impacto emocional y físico de la llegada del nene: los lazos de amor que se establecen nada más nacer la criatura y que se consolidan día a día; el sueño interrumpido y otros reajustes de horarios y prioridades. Se dan también, sin embargo, otros cambios más sutiles que los demás suelen ser los primeros en advertir: ese halo que rodea a los nuevos padres y que Dios reserva para ellos; y esa madurez que se alcanza a consecuencia de los sacrificios y esfuerzos realizados para satisfacer las necesidades del recién nacido. Es difícil determinar qué produce en un hombre mayor satisfacción, si llegar a ser padre o alcanzar la casta de abuelo. Ambas son experiencias cumbre. Sin embargo, un amigo que ha alcanzado ya la nada desdeñable suma de 11 nietos me cuenta que se siente doblemente honrado a la llegada de cada uno: orgulloso de su nieto y orgulloso de los padres de la criatura. Ya que se enteraron de que voy a ser abuelo, los jóvenes padres quizá me pidan que los agracie con algún consejo sapiencial. Además de los tres de rigor —amen incondicionalmente a sus hijos; exprésenles ese cariño con frecuencia; prioricen los momentos provechosos con ellos—, yo diría: dejen que desarrollen libremente su personalidad. La mayoría de los padres desean que sus herederos se destaquen. Y es cierto que conviene ayudarlos a alcanzar su máximo potencial. Sin embargo, a veces es fácil caer en el error de exigirles o exigirse demasiado. Ni ellos ni nosotros alcanzaremos jamás la perfección. Aprendamos, por tanto, a celebrar sus triunfos y despreocuparnos de lo demás. Cultivemos el amor y la confianza mutua y olvidémonos de la perfección. Esa actitud contribuirá a crear con nuestros hijos lazos perdurables que resistan las veleidades de la vida. Les deseo muchas satisfacciones en su labor de padres. Y para los doblemente favorecidos, ¡muchos gratos momentos con sus nietos! Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Dorcas Dios me ha bendecido con 12 hermosos hijos. Son ocho niñas y cuatro muchachos. Su crianza acaparó todo mi tiempo. Apenas tenía ocasión de un respiro. Pero ahora que todos han crecido —el menor tiene 14 años—, dependo enteramente de su apoyo y ayuda. Cierta mañana pasé un buen rato reflexionando en ello y sintiendo una enorme gratitud hacia mis queridos hijos. En esas recibí una llamada de mi tercera hija mayor. Le comenté aquella sensación de agradecimiento. Ella me contesto: «Mamá, tienes que hablarle de esto a tus hijos. Les haría muy feliz saber lo mucho que significan para ti». La misma idea me había cruzado la mente y coincidí con ella. Mis 12 hijos han crecido de un momento a otro en el curso de 34 años. Sé que suena contradictorio, pero es cierto. El paso de los años me ha inculcado la enorme valía de mis hijos. Todo lo que puedo decirles es gracias. Gracias. Gracias. Les agradezco: Las numerosas lecciones de vida que me han enseñado. Que algunos aún vivan conmigo. Que otros hayan alzado vuelo y ya no residan en mi casa. Las ocasiones en que se acordaron de llamarme. Las ocasiones en que me llamaron para hablarme de un problema. Las visitas de mis hijos mayores durante mi recuperación en el hospital. Las lágrimas que derramaron cuando enfermé. Las risas que me produjeron cuando necesitaba unas palabras de aliento. El pastel que una de mis hijas hornea para celebrar mi cumpleaños y el delicioso almuerzo conmemorativo que preparan. Las llamadas telefónicas los días previos a mi cumpleaños para preguntarme qué deseo de regalo. La impresión de un álbum familiar de fotos que mi hija mayor recopila y me envía al término de cada año. La fidelidad con que cortan la madera para la estufa principal de la casa. La apreciación de una amplia variedad de personalidades y características. A mis nietos por llamarme abuela y a mis hijos por cuidar tan bien de ellos. El tiempo que mis hijos me han dedicado cuando he pasado una temporada difícil. Deseo decirle a cada uno de mis hijos: «Eres necesario. Te doy las gracias. Eres maravilloso». Nuestra mayor fortuna es saber que otros nos necesitan. Pero de no expresarlo en palabras, puede que nunca se llegue a conocer la manera que complementamos la vida de los demás. Ese es el motivo por el que he puesto en palabras lo que siento por mis hijos. Mientras ponía mi agradecimiento por escrito, empecé a pensar en Jesús: el mayor acreedor de nuestra gratitud. Me pregunté si le he manifestado mi gratitud. Últimamente no lo he alabado mucho y me pregunto si ello le entristece. Mi agradecimiento hacia Él supera al de todos los demás componentes de mi vida. Su amor me permite extender mi cariño a los demás. El amor que me propicia me motiva a amar a otros. Se dice que la alabanza invoca el poder de Dios. Estoy segura que es cierto. En los momentos de agotamiento se vuelve incluso más importante alabarle. La verdad es que al momento de escribir estas líneas me encontraba un poco debilitada. Pero mis fuerzas se renovaron cuando empecé a alabar a Dios. El motivo central del artículo es la gratitud, por lo que resulta natural que termine en alabanzas. Articulo © La Familia Internacional. Foto gentileza de photostock/FreeDigitalPhotos.net Bonita Hele
Bendice a las madres, Jesús, que anoche -de nuevo- se quedaron sentadas y calmaron a los bebés que lloraban debido a los cólicos. Bendice a las madres que leen el mismo cuento noche tras noche, el favorito de los niños, incluso cuando podrían recitarlo mientras duermen. Bendice a las madres que guardan como un tesoro la colección de los dibujos de sus niños, desde los primeros garabatos hasta el último y esmerado dibujo. Bendice a las madres que ayudan a sustentar a sus familias, incluso cuando significa que van al trabajo con la blusa manchada de un poco de flema del bebé, o con pañales en el bolso y chupadores en los llaveros. Bendije a las madres que animan al hijo que logró llegar a una meta, y bendice a las madres que animan al hijo que nunca ha alcanzado un objetivo. Bendice a las madres que atienden a sus hijos enfermos, que atesoran el tiempo adicional que pasan juntos en vez de quejarse porque tienen más trabajo. Bendice a las madres que a diario enseñan a sus hijos a tener amor, paz, perdón, tolerancia y humildad, y que lo hacen al darles un ejemplo. Bendice a las madres que enseñan a sus hijos a unir las manos para orar, incluso antes de que los niñitos aprendan a hablar. Bendice a las madres que reconocen sus errores y te piden, Jesús, que compenses por lo que les falta. Bendice a las madres que nunca se cansan de orar por sus hijos. Bendice a las madres que no son un modelo de perfección, sino una personificación del amor. Gracias, Señor, por las madres -las que son madres desde hace mucho tiempo, las que acaban de ser madres, o las que pronto lo serán, las ricas y las pobres, las madres de sus propios hijos o las madres de los niños que han perdido a su progenitora- porque sin ellas, no conoceríamos ese algo bellísimo: el amor de madre. Beth Jordan No sé si a todas las primerizas les sucede lo mismo, pero no hay nada que cautive más mi atención que mi pequeñita. Sus expresiones faciales, la vivacidad que se dibuja en sus ojos, su curiosidad... Casi cualquier cosa que hace la nena despierta mi amor maternal. Un día tomé conciencia de que Jesús abriga ese mismo amor incondicional por mí. Observando a Ashley sentadita en la cama, que me miraba con sus brillantes ojos azules y una sonrisa de oreja a oreja, me puse a pensar: «¿Cómo no voy a quererla? Claro, a los seis meses es más activa que un cachorrito. A veces arma un lío, se queja, se despierta en la noche pidiendo que le dé de comer cuando yo quiero dormir. Pero haga lo que haga, no hay nada que me pueda disuadir de amarla o de velar por ella». Entonces me acordé de que el día anterior me había sentido muy deprimida y lejos del Señor. Cometí tantos errores que me dio la sensación de que Jesús había dejado de amarme. Pero al mirar a los ojos a mi pequeñita, Él me habló. «¿Cómo podría dejar de amarte? ¿Por qué querría dejar de velar por ti? Eres la alegría de Mi corazón. Te amo. Eres mi pequeñita. Naturalmente, no eres perfecta, y a veces lo lías todo; pero esas cosas contribuyen a que aprendas y madures. Te quiero más y más cada día. No te preocupes: ¡siempre serás Mi pequeñita!» Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Robert Peterson
La niña tenía seis años cuando la conocí. Sucedió un día en el que paseaba por la playa que queda a unos cinco kilómetros de donde vivo. Voy a esa playa cada vez que el mundo comienza a abrumarme. La niña estaba construyendo un castillo de arena o algo así cuando miró hacia arriba. Sus ojos eran azules como el mar. —Hola —me dijo. Yo le respondí haciendo una señal con la cabeza. No estaba de humor para tratar con un niño. —Estoy construyendo —añadió. —Eso veo. ¿Qué es? —le pregunté sin interés. —No lo sé, es solo que me gusta sentir la arena. Buena idea, pensé, y me saqué los zapatos. Un andarríos pasó volando cerca. —Es una alegría —dijo la niña. —¿Una qué? —Una alegría. Mi mamá dice que los andarríos vienen a traernos alegría. El ave se alejó volando. —Adiós, alegría —dije entre dientes—. Hola, dolor. Me di la vuelta para seguir caminando. Estaba completamente deprimido. Mi vida parecía estar totalmente trastornada. —¿Cómo se llama? —la niña no se daba por vencida. —Robert —respondí—. Me llamo Robert Peterson. —Yo me llamo Wendy; tengo seis años. —Hola, Wendy. La niña se rió. —Usted es gracioso —dijo. A pesar de mi pesimismo, yo también me reí y seguí caminando. Su risita musical me siguió. —Venga otra vez, Sr. P. —dijo—. Tendremos otro día feliz. Los días y semanas que siguieron le pertenecieron a otros: un revoltoso grupo de boy scouts, las reuniones de padres y profesores, una mujer enferma. El sol brillaba cierta mañana mientras sacaba las manos del fregadero. —Necesito un andarríos —me dije a mí mismo, mientras echaba mano de mi abrigo. El bálsamo siempre variado de la orilla del mar me esperaba. Soplaba una brisa fría, pero yo seguí caminando, tratando de recuperar la serenidad que necesitaba. Me había olvidado de la niña y cuando apareció me sobresalté. —Hola, Sr. P. —dijo—, ¿quiere jugar? —¿Qué tenías pensado? —pregunté, algo molesto. —No lo sé. Lo que usted diga. —¿Qué te parece jugar a las charadas? —pregunté sarcásticamente. Volvió a escucharse su risa cristalina. —No sé lo que es eso. —Entonces caminemos —le dije mirándola. Noté la delicada belleza de su rostro. —¿Dónde vives? —le pregunté. —Allá —me respondió, apuntando con el dedo hacia una fila de casitas de veraneo. Qué curioso, pensé, en pleno invierno. —¿A qué escuela vas? —No voy a la escuela. Mamá dice que estamos de vacaciones. Seguimos paseando por la playa y ella se entretuvo hablando de cosas de niñas, pero mi mente estaba ocupada con otras cosas. Cuando partí hacia mi casa, Wendy dijo que había sido otro día feliz. Sintiéndome sorprendentemente mejor, le devolví la sonrisa y asentí con ella. Tres semanas después, me fui a mi playa en un estado casi de pánico. No estaba de humor para siquiera saludar a Wendy. Me pareció ver a su madre en el porche de su casa y me entraron ganas de exigirle que mantuviera a su niña en casa. —Mira, si no te importa —le dije con algo de enojo a Wendy cuando se me acercó—, hoy preferiría estar solo. Me dio la impresión de que se la veía inusualmente pálida y sin aliento. —¿Por qué quiere estar solo? —preguntó. Me di vuelta y grité: —¡Porque se murió mi madre! Dios mío, pensé, ¿por qué le estaré diciendo esto a una niña tan pequeña? —Ah —dijo en voz baja—, entonces hoy es un mal día. —Sí —le dije—, igual que ayer y anteayer. Ay… ¡vete! —¿Le dolió? —preguntó. —¿Si me dolió qué? —estaba exasperado con ella y conmigo mismo. —Cuando ella murió? —¡Claro que dolió! —exclamé, sin entender a qué se refería. Metido en mí mismo, me alejé de ella. Aproximadamente un mes más tarde, volví a la playa y ella no estaba allí. Me entró un sentimiento de culpabilidad. Me sentí avergonzado y reconocí que la echaba de menos. Al final de mi caminata me acerqué a la casita y golpeé la puerta. Una mujer de rostro demacrado y cabello color miel abrió la puerta. —Hola —dije—, soy Robert Peterson. Hoy eché de menos a su hijita y me preguntaba dónde estaría. —Ah, sí, señor Peterson. Pase, por favor. Wendy habló mucho de usted. Me temo que permití que lo molestara. Le ruego que acepte mis disculpas si lo fastidió. —En absoluto. Es una niña encantadora —repliqué, dándome cuenta en ese instante de que lo decía en serio. —¿Donde está? —Wendy falleció la semana pasada, Sr. Peterson. Padecía leucemia. Quizás no se lo dijo. Me quedé mudo y busqué un asiento. Estaba estupefacto. —Le encantaba esta playa, y cuando pidió venir para acá, no podíamos negárselo. Parecía estar mucho mejor acá y tenía muchos «días felices», como los llamaba ella. Sin embargo, durante las últimas semanas su salud se deterioró rápidamente… La voz se le entrecortó y añadió: —Dejó algo para usted. …Voy a buscarlo. ¿Aguardaría unos instantes? Asentí sin decir palabra. Mil cosas me pasaban por la cabeza mientras buscaba algo que decirle a esa encantadora y joven madre. Ella me entregó un sobre ajado, que decía con letras gruesas e infantiles: «Sr. P». Dentro del mismo había un dibujo de vivos colores hecho con crayones; era una playa amarilla, un cielo azul y un pájaro marrón. Debajo estaban escritas con mucho esmero las siguientes palabras: UN ANDARRÍOS QUE TE DA ALEGRÍA. Los ojos se me llenaron de lágrimas y un corazón que prácticamente había olvidado cómo amar se abrió de par en par. Estreché a la madre de Wendy entre mis brazos. —Cuánto lo siento, cuánto lo siento, cuánto lo siento —repetí una y otra vez. Los dos lloramos juntos. Enmarqué el valioso cuadro y ahora cuelga en una de las paredes de mi estudio. Son seis palabras, una por cada año de la vida de Wendy, que me hablan de armonía, coraje y un amor que no espera nada a cambio. Era el regalo de aquella niña de ojos azules como el mar y cabello color de arena que me enseñó el don de amor. Una presentación de PowerPoint para las madres. (Para descargar la presentación, haz clic derecho sobre el archivo y seleccionar "guardar" o "guardar archivo como..."
Samuel Keating Para el primer cumpleaños de nuestra hija Audrey, mi mujer y yo teníamos pensada una pequeña celebración en casa con unos pocos amigos y familiares. Terminó siendo una fiesta impresionante con magdalenas a granel en el restaurante que administran sus abuelos. Probablemente los invitados disfrutaron más que mi hija; eso no lo niego. Audrey se pasó gran parte del tiempo observando cautelosamente lo que sucedía desde la seguridad de los brazos de alguien y se negó de plano a posar para una foto junto a su solitaria velita, por mucho que intenté convencerla de que lo hiciera (o tal vez justamente por eso). La gente habla de lo rápido que pasa el tiempo. Lo mismo siento yo, quizá porque me estoy haciendo mayor. Cuando niño me parecía que los días, semanas y meses —sin hablar ya de los años— transcurrían muy lentamente; ahora tengo la impresión de que conocí a Audrey hace apenas unas semanas. Recuerdo patentemente el día en que nació, y las primeras impresiones y emociones que me embargaron mientras observaba a la enfermera darle su primer baño y cuando la nena después se durmió por primera vez en mis brazos. Ya antes de su nacimiento había oído hablar de la alegría de criar hijos, pero no estaba muy convencido. Veía que los padres que hablaban de eso se consideraban realmente felices, pero no entendía por qué. ¿No era acaso su vida más ajetreada, tensa y agotadora que antes? ¿No les quedaba menos tiempo libre? ¿No les daba vergüenza que su hijo volteara el plato de comida? ¿No se hartaban de su lloriqueo cuando estaban cansados? ¿No les molestaba que se pusieran pegajosos y cometieran reiteradas desobediencias? Yo estaba seguro de que sí. Aunque disfrutaba de la compañía de los niños de otras personas, valoraba mucho mi tiempo y mi comodidad como para tener hijos propios. Ahora, sin embargo, no puedo imaginar mi vida sin Audrey. Cada sonrisa, cada carcajada, cada invento que hace, cada juguete que llega a dominar, cada sonido característico de algún animal que se aprende, me llena de profunda alegría y gratitud por su presencia en mi vida. Su último descubrimiento es que un medio muy eficaz de llamar mi atención cuando quiere que juegue con ella o le lea un libro es soltar un chillido. Pero ni eso merma el amor que siento por ella ni la felicidad que me trae. Artículo y foto gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
Linda Salazar —Mamá, me parece que a ti te gustan esos juguetes más que a nosotros —le decía yo a mi madre cuando íbamos de compras a las tiendas de saldos. Por la escrupulosidad con que inspeccionaba cada libro, contaba las piezas de los rompecabezas y se fijaba en que todos los juegos estuvieran completos —a veces a los artículos de saldo les faltan piezas—, yo hubiera jurado que a ella le fascinaban esas cosas tanto como a nosotros. Siempre estaba pendiente de las liquidaciones, pues así ella y mi esforzado padre lograban ponernos regalitos al pie del árbol de Navidad. Sin embargo, mis padres no se limitaban a hacernos regalos materiales. A veces nos obsequiaban su compañía, como cuando nos llevaban a un parque para jugar juntos a uno de nuestros juegos preferidos, o cuando salíamos a pasear por el bosque, o cuando nos llevaban a visitar un sitio de interés histórico. Ahora que lo pienso, no es que a mis padres les gustaran los juguetes y demás tanto como a mí me parecía. Lo que les gustaba en realidad era ser dadivosos. Se caracterizaban por su generosidad. Nos entregaban su tiempo y atención, nos prestaban ayuda con las tareas escolares y las actividades manuales, se tomaban el tiempo para escucharnos… lo que dieran, lo daban siempre de corazón. Ahora que se acerca la Navidad, no puedo menos que recordar y maravillarme de aquellos obsequios sencillos y llenos de amor. Los regalos en sí casi no los recuerdo, pero nunca olvidaré el entusiasmo con que mis padres nos los entregaban. Hoy son tantos los días festivos que, por instigación de los señores del marketing, celebramos con regalos, que todos terminamos un poco aturdidos sin saber qué día es cuál y a santo de qué damos tal y cual obsequio. Pero detengámonos un momento a pensar en los regalos más memorables que hemos recibido y por qué razón perduran hoy en nuestro afecto. ¿Recordamos sobre todo las cosas visibles y tangibles, o más bien el amor en que venían envueltas? Gentileza de la revista Conéctate Horace Edwards
En Brooklyn hay un colegio llamado Shush para niños con dificultades de aprendizaje. Algunos asisten a Shush durante todos sus años escolares, mientras que otros se pueden integrar en algún momento a las clases de colegios normales. En una cena de recaudación de fondos para Shush, el padre de un alumno de ese colegio pronunció una charla que jamás olvidarán los asistentes. Tras ensalzar al colegio y a su dedicado personal docente, preguntó a voces: «Dónde está la perfección de mi hijo Shaya? Todo lo que Dios hace lo hace a la perfección. Pero mi hijo no entiende como los otros niños. No recuerda datos y cifras como otros. ¿Dónde está la perfección de Dios?» El público quedó estremecido por estas palabras, apenado por la angustia de aquel padre, apabullado por la desgarradora pregunta. Y añadió: «Yo creo que cuando Dios trae al mundo a un niño así, la perfección que Él busca se manifiesta en la manera en que los demás reaccionan ante ese niño». Seguidamente relató la siguiente anécdota sobre su hijo: Una tarde Shaya caminaba con su padre por un parque donde unos niños que Shaya conocía jugaban béisbol. Este preguntó: «¿Crees que me dejarán jugar?» El padre sabía que su hijo no tenía dotes algunas de deportista y que la mayoría de los niños no querrían que jugara en su equipo. Pero comprendió que quería jugar, y que al hacerlo se sentiría aceptado. Se acercó a uno de los chiquillos que jugaban, y le preguntó si Shaya podía jugar. El niño miró a su alrededor, buscando orientación de sus compañeros de equipo. Como ninguno respondió, tomó la decisión y contestó: «Estamos perdiendo por seis carreras y la partida está en la octava entrada. Creo que puede estar en nuestro equipo; y trataremos de ponerlo a batear en la novena entrada.» El padre quedó encantado, y Shaya sonrió de oreja a oreja. Pidieron a Shaya que se pusiera un guante y se colocara en la segunda base. En la segunda de la octava entrada, el equipo de Shaya anotó unas cuantas carreras, pero todavía le faltaban tres. En la segunda de la novena entrada, el equipo de Shaya anotó de nuevo, y ahora con dos fueras y con la oportunidad de ganar por bases, le tocaba el turno a Shaya. En esta coyuntura, ¿dejaría el equipo que Shaya bateara y renunciaría a su oportunidad de ganar el partido? Sorpresivamente, le dieron el bate. Todos sabían que era una situación del todo imposible, porque Shaya ni sabía empuñar el bate, no digamos dar un buen golpe con él. Sin embargo, se colocó en la base. El lanzador se acercó un poco más a la base y le lanzó la pelota con suavidad de modo que Shaya pudiese por lo menos llegar a tocarla. Llegó el primer lanzamiento, y Shaya se movió torpemente y no acertó. Uno de sus compañeros de equipo se le acercó y sostuvieron juntos el bate y miraron al lanzador, esperando el siguiente lanzamiento. El lanzador dio unos pasos para acercarse más y lanzó la pelota suavemente a Shaya. Cuando llegó el lanzamiento, este y su compañero dieron el batazo juntos lanzaron un roletazo lento al lanzador. Este lo recogió, y fácilmente podría haber lanzado la pelota al jugador de primera base. Shaya habría quedado eliminado y el partido habría terminado. En cambio, el lanzador tomó la pelota y la arrojó trazando un arco alto en el campo derecho, muy lejos del alcance del jugador de primera base. Todos gritaron: «Shaya, corre a la primera base! ¡Corre a la primera!» En su vida había corrido Shaya a la primera base. Se fue correteando a la línea de base boquiabierto y asustado. Cuando llegó, el exterior derecho había arrojado la pelota al jugador de la segunda base, que habría tocado a Shaya eliminándolo. Pero había comprendido las intenciones del lanzador, y arrojó la pelota muy alto y lejos de la cabeza del jugador de la tercera base. Todos gritaron: «¡Corre a la segunda, corre a la segunda!» Shaya corrió a la segunda base mientras los corredores que iban delante de él rodearon como locos las bases hacia la meta. Cuando Shaya llegó a segunda base, el parador en corto corrió hacia él, lo encaminó hacia la tercera base y gritó: «¡Corre a la tercera!» Mientras Shaya llegaba a la tercera, los niños de los dos equipos corrieron detrás de él, gritando: «¡Shaya, corre a la base!» Shaya corrió, puso el pie en la base del bateador y los dieciocho niños lo levantaron en hombros. Shaya era el héroe. Había hecho el jonrón y ganado el partido para su equipo. El padre añadió en voz baja y con el rostro bañado en lágrimas: «Aquel día, los dieciocho niños alcanzaron el nivel de la perfección de Dios». |
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