Abbie Blair era asistente social en la década de los sesenta. En una ocasión hizo las diligencias para una adopción que no olvidará jamás. Dejemos que ella misma la cuente.
Recuerdo la primera vez que vi a Freddie. Su madre sustituta lo había llevado a la oficina del organismo de adopción donde trabajo, a fin de que lo conociera y ayudara a encontrarle padres adoptivos. Estaba de pie en el corralito, y me sonrió mostrando los dientes. «¡Qué nene tan lindo!», pensé. Su madre sustituta lo tomó en brazos, y preguntó: -¿Podrá encontrarle una familia a Freddie? Entonces reparé en que Freddie había nacido sin brazos. Le dio un beso, y agregó: -Es muy inteligente, solo tiene diez meses y ya camina y habla. Dile algo a la señora Blair. Freddie me sonrió y escondió la cabeza en los hombros de la señora. -Freddie, no te portes así -le dijo y luego añadió-: En realidad es muy amistoso y muy bueno. Freddie me recordaba a mi propio hijo cuando tenía su edad. Tenía los mismos rizos gruesos y oscuros y los mismos ojos marrones. -No lo olvidará, ¿verdad, señora Blair? ¿Lo intentará? -No lo olvidaré. Subí y saqué mi última lista de niños a los que resultaría difícil encontrar padres adoptivos. Freddie tiene diez meses y es de origen anglofrancés. Tiene ojos pardos, cabello castaño oscuro y piel blanca. Nació sin brazos, pero aparte de eso goza de buena salud. A su madre sustituta le parece que da señales de gran inteligencia. Ya camina y sabe decir algunas palabras. Es cariñoso. Su madre biológica lo entregó, y está listo para que lo adopten. Pensé: «Él está listo. Pero, ¿quién está listo para él?» Eran las diez de la mañana de un radiante día de fin de verano. Mi oficina estaba llena de matrimonios: unos habían ido para someterse a una entrevista, otros para conocer a bebés, y se iban formando familias. Esas parejas casi siempre tenían el mismo sueño: querían un niño que se les pareciera lo más posible, lo más pequeño posible y, sobre todo, saludable. -Si se enferma después de que lo llevemos a casa -decían- es un riesgo que corremos, como todos los padres. Pero acoger a un niño que ya padece algo sería demasiado. Es muy comprensible. Yo no era la única que le buscaba padres a Freddie. Cada vez que una de las asistentas sociales conocía a otro matrimonio empezaba con una esperanza: tal vez esos serían los papás de Freddie. Pero pasó el verano y llegó el otoño. Freddie seguía con nosotros cuando cumplió un año. -¡Freddie es grande! -decía Freddie riéndose- ¡Grande! Entonces los encontré. Empezó como siempre, con una ficha impersonal en mi cajón, otro caso, un nuevo estudio de hogar, dos personas que querían un hijo. Se llamaban Frances y Edwin Pearson. Ella tenía 41 años. Él, 45. Ella era ama de casa. Él conducía un camión. Fui a verlos. Vivían en una casita blanca de madera con un amplio y soleado jardín lleno de árboles añosos. Me recibieron juntos en la puerta, ansiosos y muertos de miedo. La señora Pearson sirvió un café humeante y galletas recién salidas del horno. Se sentaron conmigo en el sofá, tomados de la mano. Al cabo de unos instantes, la señora Pearson dijo: -Hoy cumplimos dieciocho años de casados. -Han sido buenos años -añadió el señor Pearson- Excepto que… Sí. Siempre está esa excepción -agregó ella. Luego, mirando la impecable sala, comentó: -Está demasiado ordenada, ¿no le parece? Pensé en la sala de mi casa y en mis tres hijos, ya adolescentes. -Sí -asentí-. Comprendo. -¿Será que somos demasiado mayores? Sonreí antes de responder: -No creo. -Nosotros tampoco lo creemos. -Uno siempre piensa que será este mes, y luego el siguiente -explicó el señor Pearson-. Análisis, exámenes. De todo. Una y otra vez. Y nunca pasa nada. Espera que te espera, y el tiempo sigue pasando. Ya habíamos tratado de adoptar. En una agencia nos dijeron que nuestro apartamento era muy pequeño, y nos conseguimos esta casa. En otra decían que no gano lo suficiente. Habíamos resuelto no seguir intentando, pero un amigo nos habló de ustedes, y decidimos probar por última vez. -Me alegro -contesté. La señora Pearson miró a su marido con orgullo, y preguntó: -¿Tenemos posibilidad de elegir? ¿Un varón para mi marido? -Veremos si encontramos un varón. ¿Cómo lo quiere? La señora Pearson se rió, y dijo: -¿De cuántas clases hay? Simplemente un chico. Mi marido es muy aficionado al deporte. En secundaria jugó baloncesto y practicó atletismo. Sería buen padre de un varón. El señor Pearson me miró y dijo: -Comprendo que no podrá decirlo con exactitud pero, ¿puede darnos una idea de qué tan pronto sería? Llevamos mucho tiempo esperando. Vacilé. Siempre preguntan eso. -Tal vez para el verano -añadió la señora Pearson-. Podríamos llevarlo a la playa. -¿Tanto tiempo? ¿No tiene a nadie? Habrá algún chico -dijo el señor Pearson, y tras una pausa, añadió-: Claro que no podemos darle tanto como otros. No hemos ahorrado mucho. -Tenemos mucho amor -agregó su esposa-. De eso sí hemos ahorrado bastante. -Bueno -dije con cautela-, hay un niño de13 meses. -Es una edad encantadora -comentó la señora Pearson. -Tengo una foto de él -comenté mientras alargaba la mano hasta mi bolso, y les pasaba la fotografía; añadí-: Es un muchachito estupendo, pero nació sin brazos. Estudiaron la foto en silencio. El señor Pearson miró a su esposa. -¿Qué te parece, Fran? -Fútbol -dijo la señora Pearson-; podrías enseñarle a jugar fútbol. -El deporte no es tan importante -dijo el señor Pearson-. Puede aprender a utilizar la cabeza. Sin brazos puede vivir. Sin cabeza, no. Puede ir a la universidad. Ahorraremos. -Es un chico -insistió la señora Pearson-. Necesita jugar. Le puedes enseñar. -Le enseñaré. Los brazos no lo son todo. Quizá alguna vez podamos conseguirle unos. Se habían olvidado de mí. Pero pensé que quizá el señor Pearson tenía razón. Tal vez le podrían poner brazos artificiales a Freddie. Tenía unos pequeños muñones en el lugar de las extremidades superiores. -¿Les gustaría conocerlo? Levantaron la vista. -¿Cuándo nos lo podrían dar? -¿Creen que lo querrían? La señora Pearson me miró y preguntó: -¿Que si lo querríamos? -Lo queremos -anunció el señor Pearson. La señora Pearson miró de nuevo la foto y dijo: -Nos estabas esperando, ¿verdad? -Se llama Freddie -les informé- pero pueden cambiarle el nombre. -No -dijo el señor Pearson-. Frederick Pearson; suena bien. Eso fue todo. Lógicamente, hubo que hacer trámites, y para cuando fijamos la fecha, ya se estaban engalanando las calles con luces navideñas y había adornos por todas partes. Encontré a los Pearson en la sala de espera. Los dos tenían un poco de nieve encima. -Ya está aquí su hijo -anuncié-. Subamos y se lo presentaré. -Estoy nerviosa -dijo la señora Pearson-. ¿Y si no le gustamos? Poniéndole una mano en un brazo, le dije: -Ya se lo traigo. La madre sustituta de Freddie le había puesto un flamante traje blanco, con un ramito de acebo verde y bayas rojas bordado en el cuello. El pelo le brillaba como una masa de rizos oscuros. -A casa -me dijo Freddie, sonriendo, mientras su madre sustituta lo ponía en mis brazos. -Le dije eso -explicó ella-, que iba a ir a su nueva casa. Se despidió de él dándole un beso, con lágrimas en los ojos. -Adiós, mi amor. Pórtate bien. -Bien -repitió Freddie alegremente-. Voy a casa. Lo llevé a la sala donde esperaban los Pearson. Cuando llegué, lo puse en el suelo para que caminara y abrí la puerta. -Feliz Navidad -les dije. Freddie se quedó vacilante, agitando un poco la cabeza mientras miraba fijamente a las dos personas que tenía ante sí y lo contemplaban absortas. El señor Pearson se agachó poniendo una rodilla en el suelo, y le dijo: -Freddie, ven. Ven con papá. Freddie me miró por un momento. Luego, se dio vuelta, y caminó con lentitud hacia ellos, que lo recibieron con los brazos abiertos. * * * Todos queremos que nos quieran, ocupar un lugar, que se nos reciba con los brazos abiertos. Una de las mayores dificultades es que depende mucho del atractivo. Si tenemos buena presencia, hacemos nuestra parte, nos ajustamos a las expectativas de los demás y cumplimos muchas otras condiciones, a lo mejor nos querrán. Pero hay una clase extraordinaria de amor. Un amor que acepta incondicionalmente y no pide belleza. No tenemos que decir nada. No tenemos que estar en un determinado lugar. No tenemos que tener cierta cantidad de dinero ni ocupar un cargo. O sea, que se nos puede amar tal como somos. El artículo de Abbie Blair es gentileza del Reader’s Digest. Image courtesy of David Castillo Dominici at FreeDigitalPhotos.net
0 Comments
Los niños deben obedecer y honrar a sus padres.
Pídele a Dios que te oriente en la educación de tus hijos.
Tratar a tus hijos con benevolencia y amor.
La paciencia, la misericordia y la verdad son lo más eficaz.
Los padres tienen la obligación de educar a sus hijos y darles buen ejemplo.
Se debe castigar a los hijos cuando lo precisen.
Una formación cristiana les servirá de guía toda la vida.
Basado en un articulo en la revista Conéctate. Foto gentileza de photostock/freedigitalphotos.net Maria Fontaine Es posible que la maternidad tenga sus altibajos, pero cuando prestamos atención a lo que de verdad es grande e importante, a lo que en este mundo es auténticamente genial, hay algo que la mayoría de las personas ponen en primer lugar, o que casi encabeza la lista de sus prioridades: que las madres son una maravilla. ¿Cómo se las arreglan las madres? ¿Cuál es el secreto de la aparentemente inacabable paciencia, fortaleza y amor que dan la impresión de resurgir una y otra vez, a pesar de lo que sea que les ocurra en la vida? Estas son cavilaciones acerca de las madres: lo que hacen las madres, lo que son y lo que las hace únicas.
¿Y si nunca has dado a luz un hijo? Eres partícipe de la maternidad si has cuidado a un niño que te necesitaba. Has dejado impreso un poco de ti en esa persona.
El amor de madre es tan sobrenatural que no se puede explicar. Un poeta lo expresó así: Está por encima de lo definible, desafía toda explicación; y no deja de ser un secreto como los misterios de la creación. Un milagro que el hombre no puede entender en la tierra; otra prueba magnífica de la mano de Dios, guiadora y tierna.
a. Amor incondicional por ellos y el prójimo. b. Equilibrar las normas de carácter moral con la compasión y la misericordia les enseña a perdonar y a ser tolerantes, unido a tener convicción cuando se trata de algo que es verdad y correcto. c. La oración, la fe y la confianza como parte integral de la relación que tenemos con nuestros hijos. d. El ejemplo que damos de manifestar confianza y fe en la manera en que reaccionamos a las cruces y penas, tanto nuestras como de otras personas. e. La capacidad de recuperación que demostramos cuando cometemos errores o fallamos, y la búsqueda de crecer debido a la experiencia, de modo que cuando nuestros hijos cometan errores puedan descubrir el propósito en esas equivocaciones, sin que tengan remordimientos excesivos. Cuando pensabas que yo no observaba, te vi que alimentabas a un gato perdido, y quise tratar bien a los animales. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que me preparabas mi pastel favorito, y supe que los detalles son importantes. Cuando pensabas que yo no observaba, escuché que te desahogabas con Jesús, y supe que hay un Dios con el que podría hablar. Cuando pensabas que yo no observaba, sentí que me dabas un beso de buenas noches, y sentí que alguien me amaba. Cuando pensabas que yo no observaba, vi las lágrimas que derramabas, y aprendí que a veces hay cosas que duelen, pero que está bien llorar. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que te interesabas, y quise ser todo lo que pudiera llegar a ser. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que reaccionabas con gentileza ante las dificultades de la vida, y vi que podía hacer lo mismo y tener alegría de todos modos. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que perdonabas una y otra vez, y aprendí el valor que tiene el perdón. Cuando pensabas que yo no observaba, oí que orabas por mí, y aprendí a orar. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que te sacrificabas a fin de dar a los demás, y aprendí que, en efecto, al dar uno se beneficia. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que curabas heridas y contribuías a que atenuaran temores, y ahora sé cómo hacer eso mismo a los demás. Cuando pensabas que yo no observaba, aprendí mucho sobre cómo amar y brindar generosidad, y ahora esas enseñanzas me traen bendiciones a diario. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que en muchas ocasiones diste amor y te sacrificaste, y me di cuenta de que eres una prueba de la existencia de Dios. Cuando pensabas que yo no observaba, sí miraba… y quiero darte gracias por todo lo que vi, cuando pensabas que yo no observaba. Casi todo el mundo cuenta a un maestro entre las personas que más han influido en su vida. ¿Qué clase de maestros? Los que emplean sus talentos en cultivar los de los alumnos; los que no solo se preocupan por moldear la mente, sino también el corazón. En mi caso, fue una profesora a la que los alumnos llamábamos con afecto tía Marina. Era sensata y más estricta que la mayoría de nuestros demás maestros y cuidadores, firme en su sentido del bien y el mal, y al principio los niños nos quejábamos de eso. Sin embargo, no tardamos en aprender a confiar en ella porque nos parecía que le importaba qué clase de personas llegáramos a ser. Nos sentíamos seguros con la tía Marina porque definía claramente los límites. Aunque tía Marina fijaba límites y hacía respetar las reglas, demostraba igual medida de actitud positiva y amor. Y también tenía un buen sentido de la diversión. No limitaba las clases a los cuadernos y los libros de texto. Nos llevaba a excursiones y a paseos por el parque, y nos hacía partícipes de su talento artístico a fin de interesarnos en las manualidades. Tenía talento para hacernos sentir muy apreciados a todos. Siempre hablaba positivamente de nosotros a los demás en nuestra presencia. Todavía recuerdo el orgullo que sentí al oírla por casualidad decir a otra profesora que yo tenía muy buena ortografía. Era grato saber que mis esfuerzos no pasaban desapercibidos. El cariño e interés de tía Marina se prolongó más allá de nuestros años escolares. Durante bastante tiempo después de que nuestra familia se fue de Taiwán, siguió enviándome notas y tarjetas. Diez años después, aún conservo algunas. Hace poco releí una y quedé maravillada con el gran interés que había manifestado al escribir a una niña de ocho años: «Ayer vi tu foto mientras preparaba un álbum con las de los niños a los que he cuidado y enseñado durante años, y recordé cuánto te quiero, amiguita». Cuando cumplí nueve años, me escribió: «Te deseo un cumpleaños muy feliz. Pido a Dios que sea un día inolvidable para ti y este nuevo año de tu vida esté lleno de sorpresas agradables y tiernas experiencias. ¡Cómo me alegra conocerte!» El 9 de junio de 2005, tras una larga batalla con el cáncer, Marina pasó a mejor vida. Soy solo una entre las muchas personas en las que influyó positivamente su amor, amor que Marina siempre nos recordó que era el de Dios manifestado a través de ella. - E.S. Gentileza de la revista Conéctate. Jessica Roberts Es el final de una larga jornada de cuidar de niños enfermos. No son hijos míos. Son de un matrimonio que, por razones de trabajo, tienen muchas veces que atender a necesidades ajenas y sacrificar algo del tiempo en que podrían estar con sus hijos. Soy la maestra de los niños. Por lo general, me encanta sustituir a los padres, pero esta semana no me hizo mucha gracia. —Estoy agotada, estresada —me quejé—. Me he atrasado en el lavado de los platos y la ropa. Para colmo, me perdí un paseo por la playa con mis amigos para hacerme cargo de un montón de niños que tosen, se sorben los mocos y lloriquean. Ellos duermen la siesta al mediodía, mientras que yo tengo todavía un día trabajo por delante. Hace varios días que no duermo lo suficiente. No tengo que hacer esto. No soy su madre. Las madres tienen paciencia, abnegación y un amor incondicional por sus hijos para aguantar tanto. Yo no. ¡Estos niños están volviéndome loca! Un crujido en los escalones me avisó que alguien se había despertado. Era Susi, de dos años. —¿Qué necesitas, Susana? Se quedó callada por medio segundo. Luego, corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello. —¡Te quiero! —dijo bajito. Acto seguido se dio la vuelta y corrió de nuevo a acostarse. Oigo a Martín, de cuatro años. Voy a verlo. Abre un ojo y me dice entre dientes y medio dormido: —¡Eres la más mejor de las profesoras! Tiene una sonrisa tan angelical cuando lo dice… Pienso en esas criaturas sinceras que me han adoptado. Recuerdo las risas, los abrazos, los descubrimientos que hemos hecho juntos. De repente, ya no me siento tan cansada. Recuerdo lo que dijo Jesús de amar a la gente menuda: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis» (Mateo 25:40). ¡Va a ser un día inolvidable! Seguro que encuentro una forma de llevar la alegría a un cuarto lleno de enfermos. Y cuando llegue esa hora antes de la cena en que están cansados y de mal humor, pediré al Señor más de Su amor incondicional y le daré gracias por la bendición que es cuidar de estos niños. © La Familia Internacional Tomoko Matsuoka Jamás se me habría ocurrido una combinación más estrafalaria de colores: un amarillo estridente que tira a verdoso cuando la luz le da de cierta manera. Pero así es, y contrasta marcadamente con el rojo de mi diario: una calcomanía de una rosa amarilla brillante, de esas que utilizan los niños. De todos los regalos que me han hecho, este es al que guardo más aprecio. No recuerdo qué había dicho mi hermanita que me había puesto nerviosa. Todo lo que recuerdo es que estaba quejándose y le solté un buen sermón. No llegué al extremo de enumerarle los pesares que pasaría en ese momento el más desafortunado de los niños, pero poco me faltó. Tras exigirle que pidiera perdón, retomé la lectura de mi libro. Transcurrieron unos momentos de silencio cuando oí un crujido, pero no levanté la vista. Quise que mi hermanita sintiera todo el efecto de mi justa exasperación. «Que se aguante», pensé. El murmullo continuó. Me propuse seguir firme, pero no pude menos que preguntarme qué la absorbía hasta ese extremo. Pasaron unos momentos más, y oí unos pasos a mis espaldas. Los pasos cesaron. Después, silencio. Me negué a levantar la vista del libro. Alcancé a mirar de reojo la mano que colocaba un sobre encima del escritorio que tenía a un costado. Se dio media vuelta y salió corriendo. Sentí curiosidad y abrí el sobre. Algo de una amarillez indecible me cayó en el regazo. Era una calcomanía de una rosa. Le di la vuelta, y vi que por detrás una niña de cinco años había escrito: «Perdóname. Te quiero.» En la economía de trueque de los niños en edad preescolar, las calcomanías son muy valiosas. Y no era una calcomanía cualquiera. Si tenemos en cuenta que para la mentalidad de un niño, cuanto más grande mejor, cuanto más brillante mejor, y mejor aún si es un color chillón, esa calcomanía de una rosa que me había caído en el regazo era sin duda la mejor de su colección. Me quedé atónita por un momento ante su capacidad ilimitada de quererme a pesar de mi egocentrismo y mal genio. La fui a buscar, la abracé y le pedí perdón. © La Familia Internacional Akio Matsuoka
--He vivido tan ajetreada que no he tenido tiempo de pensar --me comentó una mujer de cuarenta años que padecía una enfermedad terminal cuando visité una residencia para pacientes desahuciados—. Tendida en esta cama me he dado cuenta de que casi no conozco a mi marido, a mis hijos y a mi suegra, que vive con nosotros. He estado pendiente de atenderlos —haciendo las compras, cocinando, lavando la ropa, limpiando, ayudándolos con las tareas escolares— y, sin embargo, no puedo afirmar que sepa lo que piensan o lo que los preocupa. No sabría decirte cuándo fue la última vez que tuve una conversación profunda con uno de ellos. Escuché un lamento parecido hace poco cuando asistí a un seminario. El conferencista terminó su presentación y hubo una sesión de preguntas y respuestas. Un hombre mayor ya jubilado, que había sido presidente de una gran empresa, se levantó y se dirigió a los más de 100 asistentes. —Tengo 70 años. De momento gozo de buena salud y hace poco me jubilé con una buena pensión. Tenía expectativas de poder distenderme por fin y pasar tiempo con mi familia. Sin embargo, ayer mi señora me pidió el divorcio. Trabajé arduamente toda la vida, siempre pensando en el bienestar de mi familia, a la que quiero mucho. ¿En qué me equivoqué? ¿Por qué ha tenido mi vida este desenlace? Oigo a muchos decir que desean que sus seres queridos sean felices y que ese es el motivo por el que trabajan con tanto ahínco. Lamentablemente, cuanto más se acercan esas personas al éxito, más ocupadas están y menos tiempo pasan con su familia; por ende, menos disfrutan de los beneficios que esperaban que les reportara su inversión. Si bien las intenciones de aquella mujer moribunda y de aquel jubilado pueden haber sido nobles en su momento, la vida que llevaron no logró satisfacer las necesidades afectivas de sus seres queridos. La Biblia dice: «No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque esos son los sacrificios que agradan Dios»[1]. El término griego traducido en este pasaje comocompartir es koinónia, que significa participación, comunión, fraternidad[2]. Sacrifique algunas cosas a fin de que dispongas de tiempo para ayudar a los demás, participar en su vida, compartir sus triunfos y dificultades, mantener una relación afectiva con ellos… En resumidas cuentas, haga tiempo para amar. Akio Matsuoka ha sido misionero y voluntario durante 35 años, tanto en el Japón —su país natal— como en el extranjero. Vive en Tokio. [1] Hebreos 13:16 (NVI) [2] Concordancia Strong Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. En mi niñez conocí a una familia de seis hermanos. Su despreocupación a la hora de tratar de encajar en un grupo o de vestirse a la moda me impresionaba. Parecían muy seguros de sí mismos y sin temor al fracaso. Si bien cada uno poseía una personalidad definida, todos compartían la misma cualidad, la cual llegué a admirar muchísimo. Emanaban una paz especial, una seguridad o naturalidad auténticas. En pocas palabras: tenían confianza. Pero no provenía de su intelecto, capacidades atléticas o belleza; a decir verdad, no sobresalían en ninguno de esos aspectos. Y ello sólo aumentaba mi interés en conocer el motivo de su confianza. Cierto día, sin esperarlo, tuve la ocasión de descubrir la fuente de su serenidad. La familia en cuestión se mudó a una cuadra de mi casa. Desde entonces, no sólo los veía en la escuela, sino también en mi vecindario. ¡Entonces descubrí su secreto! Los integrantes de su familia —padres, hijos, todos— transmitían generosamente su aceptación y confianza. Ese era el secreto que inspiraba tanta confianza en ellos. No es de sorprender que la confianza florezca en un ambiente de seguridad y aceptación. Vale la pena notar que la raíz de la palabra confianza es confiar. Y una de las claves para confiar en alguien es fiarse de esa persona. La intimidad y aceptación mutua que puede llegar a existir entre dos personas genera confianza. La confianza es recíproca: aumenta tanto en la otra persona como en uno mismo. — Deepa Daniels La mejor red de seguridad Muchos chicos no necesitan sino que sus padres les proporcionen una base firme de amor y aceptación. Esa base de amor puede guardarlos de peligros y malas influencias, como la droga y el alcohol, e incluso del sufrimiento que pudiera causarles el rechazo de sus amigos. En tales ocasiones, el amor y la aceptación son como la red de seguridad de los trapecistas. Si tus hijos saben que no los rechazarás aunque metan la pata o hagan alguna estupidez, acudirán a ti, y así se formará ese vínculo que deseas. Tus hijos deben saber que, hagan lo que hagan, siempre los amarás, y nada podrá alterar ese amor. Tienen que saber que siempre pueden conversar contigo; que aunque no estés de acuerdo con ellos, aunque no coincidas con su punto de vista, aunque pienses incluso que han hecho algo muy malo o dañino, nunca dejarás de considerarlos tus hijos. Tienen que saber que siempre los amarás, que siempre podrán recurrir a ti, que aunque ocurra la peor calamidad, siempre podrán contar con tu amor. — Tomado del libro, “Urgente, tengo un Adolescente”, escrito por Derek y Michelle Brookes - "Esta es la confianza" extraído del sitio web http://just1thing.com/podcast/2011/6/15/this-is-the-confidence.html
- "Urgente: tengo un Adolescente" © Aurora Productions Los padres miran profundamente a los ojos de su primer hijo recién nacido y juran que jamás le harán daño ni lo decepcionarán. ¿Qué hace que los padres regañen machaconamente a sus hijos, los denigren y pierdan la paciencia con ellos? En muchos casos se debe a la excesiva familiaridad. Con el paso del tiempo llegamos a acostumbrarnos tanto a los seres a quienes más queremos que dejamos de valorarlos y tratarlos como debiéramos. El ajetreo y las vicisitudes de la vida cotidiana tienen un efecto erosionante. Así, el lustre de aquellas relaciones que una vez tuvimos por sublimes se va perdiendo. Al vernos continuamente la cara empezamos a percibir defectos e imperfecciones. Lo habitual y corriente se convierte en rutinario y tedioso. Las bendiciones que apreciábamos comienzan a pesarnos. ¿Te ha pasado algo semejante? En ese caso, es hora de revertir la tendencia. Demandará un esfuerzo de tu parte y puede que no resulte fácil, sobre todo si ese exceso de confianza en el trato es ya una costumbre arraigada, pero es posible. Aprecia más lo que tienes. Considérate afortunado. La forma más rápida y segura de devolver el brillo a una relación opacada es lustrar tu mitad. Empéñate en convertirte en la persona que te propusiste ser en un comienzo, y seguro que la otra hará lo propio sin que se lo señales directamente. * Todo el mundo tiene sus buenas cualidades. Hay características concretas de tus niños por las cuales podemos elogiarlos con prodigalidad. Si no descubrimos una enseguida, conviene mirar más detenidamente. Cuanto más difícil te resulte descubrir esa cualidad singular, probablemente mayor será la recompensa que ese niño y tú reciban cuando des con ella. Si encuentras aunque solo sea una pequeña veta en alguien y la alumbras con un poco de amor en forma de elogios, te conducirá directamente al filón principal. Tu niño se te abrirá, y hallarás que posee numerosas cualidades dignas de admiración. - Shannon Shayler * Los elogios de una sola persona tienen grandes repercusiones. - Samuel Johnson * El elogio tiene el mismo efecto en los niños que el agua en las plantas: basta con regarlas para verlas crecer. - Shannon Shayler * Los motivadores, terapeutas y sicopedagogos han descubierto que los elogios nos alientan a esforzarnos más. Esa oleada de cariño que nos envuelve al saber que hemos complacido a alguien nos incentiva a complacerlo aún más. Oír a una persona decir que nos hemos desempeñado bien nos motiva a esmerarnos más todavía. - Shannon Shayler * La mayor fuente de dicha que hay en la vida es saber que alguien nos ama, que nos ama por lo que somos, o más bien, a pesar de lo que somos. - Víctor Hugo * Amar a los demás tal como son es el mayor halago que les podemos hacer. - Shannon Shalyer Extraído del libro "Las Muchas Caras del Amor", © Aurora Productions
Para un niño no hay en todo el mundo nadie más hermoso que su madre. Los niños pequeños no conceptúan a su mamá según su apego a la moda, su buen gusto por las joyas, su cabello o sus uñas perfectas. Tampoco notan las estrías ni las canas. Su mentecita no advierte ninguna de esas cosas que suelen afectar la percepción y las expectativas de las personas mayores con relación a la belleza física. Por eso son en realidad mejores jueces de lo que hace verdaderamente bella a una mujer. ¿Dónde encuentran los niños la belleza? En los ojos que se enorgullecen de lo que ellos logran, en los labios que los instruyen y les infunden ánimo, en los besos que hacen soportables los pequeños dolores, en la voz tranquilizadora que los vuelve a dormir después de una pesadilla, en el amor que los envuelve en un cálido y tierno abrazo. ¿De dónde proviene esa belleza? La maternidad conlleva sacrificios, pero esos sacrificios conducen a la humildad, la humildad se adorna de gracia, y la gracia otorga verdadera belleza. Una madre que se entrega a sus hijos encarna la vida, el amor y la pureza. De esa manera llega a ser un reflejo del amor que tiene Dios por Sus hijos. Por eso estoy convencida que nada hace más bella a una mujer que la maternidad. – Saskia Smith En la mano que mece la cuna está el destino del mundo ¡Qué tarea tan importante la de una madre! Las madres de la siguiente generación son las que moldean el futuro. Puede decirse que la maternidad es la vocación más sublime del mundo. Aunque cuidar de un bebé no siempre parezca muy importante, no lo tengas en poco. Sabe Dios la influencia que puede ejercer ese niño algún día en la vida de muchas personas. Ese espíritu abnegado que lleva a las madres a sacrificar su tiempo, sus fuerzas y hasta su propia salud por el bien de sus hijos es lo que las hace maravillosas. Cualquier mujer puede tener un hijo, pero hay que ser una madre de verdad para «instruir al niño en su camino» (Proverbios 22:6). – D.B. Berg Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
|
Categories
All
LinksCuentos bilingües para niños Archives
February 2024
|