Misty Kay Informe de investigación Hace poco connotados científicos hicieron un descubrimiento fascinante: un parásito invisible del que no se sabe mucho. Se llama negapillo, por el efecto negativo que tiene en el estado mental y emocional del huésped. Aunque es muy pequeño para reconocerlo a simple vista, los síntomas de infección son evidentes. Vive adherido a la suave membrana del oído interno. Sus diminutas alas vibran a una frecuencia indetectable para el ser humano, pero que interfiere con las ondas cerebrales y deja a la víctima confusa y sumida en la depresión. Esas vibraciones negativas pueden ser difíciles de distinguir de los propios pensamientos. Si no se procede con sumo cuidado, es fácil que la persona termine dando crédito al murmullo negativo de sus conversaciones internas. En los casos más graves, la infección puede trasladarse al cerebro del huésped, donde el parásito se reproduce y tiene miles de crías que al poco tiempo se propagan a otras personas por el aire, por medio de las palabras negativas que pronuncia el huésped. El negapillo es una plaga que puede causar graves daños. De ahí que el tratamiento deba administrarse al primer síntoma. Mediante un sacudón, hay que desalojarlo del oído de la víctima. En la mayoría de los casos el propio paciente puede aplicarse el tratamiento, inclinando la cabeza hacia el lado donde está el negapillo y realizando varios saltos enérgicos mientras se golpea el lado opuesto de la cabeza. Si el afectado no sabe con certeza en qué oído se esconde el negapillo, deberá darse golpes en los dos lados de la cabeza para mayor seguridad. De haber más de un negapillo alojado en la cabeza, tal vez sea necesario repetir el proceso. En casos difíciles o extremos, se aconseja tomar una almohada y asestarle un buen golpe a la víctima en la cabeza, por el lado opuesto a donde se encuentre el negapillo. Si esa estrategia no da el resultado deseado y no se consigue eliminar el parásito, tal vez sea necesario propinarle un susto para que el bicho salga de su escondite. El agua helada aplicada en la cabeza de la víctima casi siempre proporciona buenos resultados. Para evitar la reinfección, colóquele al paciente unos auriculares y póngalo a escuchar música alegre y lecturas alentadoras. Se recomienda además hacer con él ejercicios de mentalización positiva. (Advertencia: Los golpes con almohada y los tratamientos con agua helada solo deben aplicarlos adultos capacitados. Si un niño intenta esas maniobras, puede causar lesiones a la víctima o daños y perjuicios materiales.) Estudio clínico Un estudio clínico realizado con mis hijos de corta edad y mi hija adolescente arrojó resultados muy alentadores. El tratamiento prescrito demostró ser muy eficaz para ayudarlos a superar crisis de autocompasión y otros cuadros emocionales negativos. Por ejemplo, un día entré a la cocina y encontré a mi hija de trece años sollozando frente a una pila llena de platos sucios. Me apiadé de ella y le dije: «Siento mucho que no estés contenta. No te quepa duda de que te quiero mucho. Es más, te quiero tanto que tengo que hacer esto…» Saqué una almohada que traía escondida y me puse manos a la obra. Mi hija no paraba de reírse y pedirme misericordia. Después del tratamiento, la paciente se recuperó milagrosamente. Enseguida reanudó el lavado de platos, pero me desconcertó que al cabo de unos instantes sufriera una recaída. Era hora de pasar a la segunda fase. Fui a buscar agua helada. Me vio venir, pero no me creyó capaz de hacerlo. Tras una breve persecución por la casa, la acorralé y… ¡chof! Hasta le pareció gracioso. Unas carcajadas más y los platos ya casi estaban listos. Soy madre de una adolescente muy sensible a las emociones. Como tal, he pasado largas horas explicándole cosas, animándola, consolándola y orando a fin de ayudarla a reponerse de sus arrebatos hormonales y cuadros de desaliento. Sin embargo, he comprobado que el tratamiento contra los negapillos es de lo más eficaz. Una vez que las pobres víctimas del negapillo toman conciencia del peligro, aprenden a reconocerlo y evitan a toda costa. Gentileza de la revista Conéctate. Foto: David Castillo Dominici at FreeDigitalPhotos.net
0 Comments
Tendría unos seis años y era la viva imagen de la inocencia, con un precioso cabello castaño y el rostro cubierto de pecas. La madre vestía unos pantalones cortos color marrón claro, una blusa tejida de color azul y zapatos deportivos. Se notaba a la legua que era madre.
Llovía a cántaros. El agua salía a borbotones por las canaletas de los tejados, con tal rapidez que casi ni tenía tiempo de bajar por los caños. Los sumideros del estacionamiento estaban llenos hasta el borde u obstruidos. Enormes charcos formaban lagos en torno a los vehículos. Un grupo de personas nos habíamos guarecido bajo el toldo o al interior de la tienda. Unos esperaban con paciencia; otros, estaban exasperados porque los elementos les habían complicado su ajetreado día. Siempre me ha fascinado la lluvia. Me extasío con el sonido de las gotas y viendo cómo las nubes lavan el polvo y la suciedad del mundo. Me acuden a la memoria los años de mi niñez, cuando corría y chapoteaba despreocupadamente. La ráfaga de recuerdos me hace olvidar por unos instantes las preocupaciones del día. Con su encantadora voz, la niña nos despertó del ensueño en que estábamos absortos: —Mamá, vamos a correr en la lluvia. —¿Cómo? —¡Vamos a correr en la lluvia! —repitió la chiquita. —No, mi cielo. Espera a que no llueva tan fuerte —contestó la madre. La niña esperó un momento y repitió: —Mamá, vamos a correr en la lluvia. —Quedaríamos empapadas —replicó la madre. —Pero, mamá, eso no fue lo que dijiste esta mañana —arguyó la chiquilla mientras le tiraba del brazo. —¿Esta mañana? ¿Cuándo dije que podríamos correr bajo la lluvia sin mojarnos? —¿No te acuerdas? Hablabas con papá del cáncer que tiene, ¡y le dijiste que si Dios puede hacer el milagro de curarlo puede hacer cualquier cosa! Sobre los presentes se hizo un silencio sepulcral. Solo se oía la lluvia. Nadie llegó ni se fue durante unos minutos mientras la madre reflexionaba para ver cómo responder a su hija. Algunos se habrían reído de la niña y le habrían regañado por decir algo tan tonto. Otros, quizá, no habrían hecho caso de lo que dijo. Pero aquel era un momento de afirmación en la vida de la niña. Era un momento en que la confianza inocente puede aumentar hasta convertirse en fe. —Tienes toda la razón, mi cielo —dijo por fin la madre—. Corramos bajo la lluvia. Si Dios permite que nos mojemos… será que necesitamos lavarnos. Y salieron disparadas hacia la lluvia. Todos nos quedamos observando, sonriendo y riendo mientras corrían entre los vehículos y los charcos con las bolsas de la compra sobre la cabeza. Quedaron empapadas. Pero las siguieron unos pocos riendo y gritando como niños en dirección a sus autos. Tal vez los inspiró la fe y confianza de la madre y la hija. Quiero creer que en algún momento de la vida la madre evocará aquellos instantes que pasaron juntas, y que las imágenes de las dos corriendo bajo la lluvia, como fotos de un álbum, quedaron grabadas como un grato recuerdo, convencidas de que Dios las protegería. Yo también corrí y me mojé. Me hacía falta lavarme. Autor anónimo. Imagen gentileza de Clare Bloomfield/FreeDigitalPhotos.net Les Brown
En mis tiempos de estudiante fui en una ocasión al aula de un amigo a esperarlo. Entré al aula, y el profesor, un tal Washington, me pidió de pronto que me dirigiera a la pizarra a resolver un problema. Le respondí que no podía, y me preguntó: -¿Por qué no? -Porque no soy de su clase -contesté. -Eso no importa; ve a la pizarra. -No puedo -insistí. -¿Por qué? -preguntó nuevamente. Hice una pausa, pues para entonces ya estaba un tanto avergonzado, antes de añadir: -Porque soy de la clase para alumnos con dificultades de aprendizaje. El profesor se levantó de su escritorio, se acercó a mí y, mirándome, sentenció: -Jamás se te ocurra repetir lo que acabas de decir; eso no es más que la opinión de alguien. No tiene por qué convertirse en tu realidad. Aquel comentario fue muy liberador para mí. Por una parte, me sentía humillado, porque los otros alumnos se burlaban de mí. Sabían que estaba en la clase de educación especial. Por otra, me liberó, pues empecé a reparar en que no tenía por qué vivir conforme al contexto de la opinión que otros tuvieran de mí. El profesor Washington se convirtió en mi mentor. Antes de aquella experiencia, yo había repetido curso en dos ocasiones. Cuando estaba en quinto grado me calificaron de niño que requería atención diferenciada. En octavo grado tuve que repetir otra vez. Por eso, el profesor Washington marcó un hito en mi vida. Afirmo y sostengo que el profesor Washington se guía por lo que aconsejaba Goethe: «Mirad al hombre tal cual es y únicamente empeorará. Miradlo como lo que puede llegar a ser y se convertirá en el hombre que debe ser.» El señor Washington creía que nadie se esfuerza cuando las expectativas son pocas. Por eso siempre daba a los alumnos la impresión de esperar mucho de ellos. Y nos esforzamos. Todos sus alumnos nos esforzamos por estar a la altura de lo que él esperaba de nosotros. En una oportunidad, cuando yo todavía cursaba la enseñanza media, lo escuché dar un discurso de despedida de curso a unos alumnos que se graduaban. Les dijo: «Ustedes llevan la grandeza dentro. Poseen algo excepcional. Si uno solo de ustedes vislumbra un poco más allá de sí mismo y alcanza a ver lo que es en realidad, lo que puede aportar a este planeta, ese algo que hace a cada ser humano tan singular, en un contexto histórico el mundo jamás volverá a ser el mismo. Sus padres, su colegio y su vecindario estarán orgullosos de ustedes. Pueden ejercer influencia en millones de personas.» Aunque estas palabras las decía dirigiéndose a los alumnos de último grado, me daba la impresión de que me las dijera a mí. Recuerdo que todos lo ovacionaron de pie. Cuando terminó el acto, lo alcancé en el estacionamiento y le pregunté: -Profesor, ¿se acuerda de mí? Estaba entre el auditorio cuando dio la charla a los alumnos que se graduaron. -¿Y qué hacías allí? Tú estás en un curso anterior. -Es cierto -respondí-, pero oí su voz desde afuera del auditorio, y me di por aludido. Habló de la grandeza interior que tienen los alumnos. ¿Usted cree, profesor, que yo también la tengo? -Por supuesto, Brown -fue su respuesta. -¿Y qué me dice del hecho de que no aprobé gramática, matemáticas ni historia, y voy a tener que asistir a clases de recuperación durante las vacaciones? ¿Qué piensa de eso, profesor? Soy más lento para aprender que la mayoría. No soy tan inteligente como mi hermano, ni como mi hermana, que va a la Universidad. -Eso no tiene nada que ver. Lo único que significa es que tienes que esforzarte más que ellos. Lo que seas o lo que vayas a hacer en la vida no depende de tus calificaciones. -Me gustaría comprarle una casa a mi madre. -Es posible, Brown, puedes hacerlo. Seguidamente, se dio vuelta y siguió caminando. -¿Profesor…? -¿Qué se te ofrece? -…Este… Tenga la seguridad de que lo conseguiré. Recuérdelo. No olvide mi nombre. Algún día se enterará y estará orgulloso de mí. Saldré adelante, profesor. Los estudios fueron una experiencia sumamente difícil para mí. Aprobaba porque los profesores veían que no tenía mala conducta. Era un chico agradable y simpático. Hacía reír a la gente. También era educado y respetuoso. Así que los profesores me aprobaban, y eso redundó en una desventaja para mí. El profesor Washington, por el contrario, me exigía. Me pedía cuentas. Y además me hizo creer que yo era capaz, que podía salir adelante. Fue mi instructor en el último año de secundaria, a pesar de que yo era un alumno de educación especial. No es habitual que los alumnos de educación especial sigan cursos de oratoria y arte dramático, pero me dejaron asistir a las clases de él. El director se dio cuenta del lazo que nos unía y de la gran influencia que él ejercía en mí, pues empecé a mejorar en los estudios. Por primera vez figuró mi nombre en el cuadro de honor. Quería hacer giras fuera de la ciudad con la compañía de teatro, y para ello había que estar en el cuadro de honor. ¡Aquello fue un milagro para mí! El profesor Washington me cambió todo el panorama referente a mi identidad. Me amplió las miras de lo que soy, por encima de mi capacidad mental y mis circunstancias. Años después, produje cinco programas para la televisión. Pedí a varios amigos que lo llamaran cuando emitieron mi programa Usted se lo merece en un canal educativo de Miami. Estaba sentado junto al teléfono, esperando, cuando él me llamó a Detroit. -¿Puedo hablar con el señor Brown? -preguntó. -¿Quién le llama? -Ya sabes quién llama. -¿Es usted, profesor Washington? -Lo conseguiste, ¿no? -Sí, profesor, lo conseguí. Jessica Roberts Es el final de una larga jornada de cuidar de niños enfermos. No son hijos míos. Son de un matrimonio que, por razones de trabajo, tienen muchas veces que atender a necesidades ajenas y sacrificar algo del tiempo en que podrían estar con sus hijos. Soy la maestra de los niños. Por lo general, me encanta sustituir a los padres, pero esta semana no me hizo mucha gracia. —Estoy agotada, estresada —me quejé—. Me he atrasado en el lavado de los platos y la ropa. Para colmo, me perdí un paseo por la playa con mis amigos para hacerme cargo de un montón de niños que tosen, se sorben los mocos y lloriquean. Ellos duermen la siesta al mediodía, mientras que yo tengo todavía un día trabajo por delante. Hace varios días que no duermo lo suficiente. No tengo que hacer esto. No soy su madre. Las madres tienen paciencia, abnegación y un amor incondicional por sus hijos para aguantar tanto. Yo no. ¡Estos niños están volviéndome loca! Un crujido en los escalones me avisó que alguien se había despertado. Era Susi, de dos años. —¿Qué necesitas, Susana? Se quedó callada por medio segundo. Luego, corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello. —¡Te quiero! —dijo bajito. Acto seguido se dio la vuelta y corrió de nuevo a acostarse. Oigo a Martín, de cuatro años. Voy a verlo. Abre un ojo y me dice entre dientes y medio dormido: —¡Eres la más mejor de las profesoras! Tiene una sonrisa tan angelical cuando lo dice… Pienso en esas criaturas sinceras que me han adoptado. Recuerdo las risas, los abrazos, los descubrimientos que hemos hecho juntos. De repente, ya no me siento tan cansada. Recuerdo lo que dijo Jesús de amar a la gente menuda: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis» (Mateo 25:40). ¡Va a ser un día inolvidable! Seguro que encuentro una forma de llevar la alegría a un cuarto lleno de enfermos. Y cuando llegue esa hora antes de la cena en que están cansados y de mal humor, pediré al Señor más de Su amor incondicional y le daré gracias por la bendición que es cuidar de estos niños. © La Familia Internacional Angela Koltes
En un día de invierno deprimente y gris, nos fuimos con unos amigos a pasar la tarde en una escuela para ciegos que había cerca. Era uno de esos típicos domingos en que estaba exhausta del apretado horario de la semana y anhelaba la comodidad de mi cama calentita y la agradable idea de quedarme en la casa. No tenía el menor deseo de salir ya que casi todos se iban a tomar el día libre para hacer sus cosas. Pero nos vimos obligados a ir pues habíamos prometido ir a la escuela a pasar unos momentos animados y divertidos con los niños en aquel solitario domingo por la tarde. Los fines de semana, la mayoría de los familiares de los estudiantes los van a recoger, ya que los niños están internados durante el resto de la semana. Así que el domingo había pocos niños, no obstante, todos se mostraron felices de vernos, dándonos la bienvenida con alegres expresiones. No teníamos nada muy bien planeado, pero llevamos una guitarra, unas maracas y unos bongos, con la esperanza de llevarles algo de felicidad a su mundo aparentemente sin color. Los niños se juntaron a nuestro alrededor, escuchando la música y tratando de entender de dónde habíamos salido y cómo éramos. Algunos tenían sus propios instrumentos, pues la mayoría de ellos tiene talento musical y tocaron con nosotros, mostrándonos con entusiasmo lo que sabían. En medio de toda la actividad y el bullicio, noté a una niñita de cabello corto que estaba sentada tímidamente alejada de los otros niños. Me pregunté quiénes serían sus padres y por qué no habían venido a visitar a una niñita tan preciosa. Sentí enojo, preguntándome por qué esta pequeña merecería estar privada de la vista y tener que vivir como una discapacitada. Al observarla, lo primero que me llamó la atención fue su radiante sonrisa. ¿Cómo puede esta niñita ciega estar feliz en su triste condición?, me pregunté. La profesora, que me había seguido la mirada, me empezó a contar su historia. Seda tenía siete años y hacía dos le habían practicado una operación al cerebro. —Yo podía ver árboles, pájaros, la cara del doctor, todo —añadió, al escuchar a su profesora—. Pero cuando desperté, ya no volví a ver. ¡Fue como si una roca me hubiera caído en el corazón desde lo alto de una cornisa! Solo pude continuar observando en silencio a la pequeña. —¡Pero estoy muy feliz! —exclamó, sonriendo y jugando con las manos. —Seda, ¿por qué estás feliz? —le preguntó por nosotros la profesora. —Bueno —empezó diciendo suavemente—, aunque ahora en la tierra ya no puedo ver, en el cielo podré volver a ver y espero con ilusión que llegue ese día. Los ojos se me llenaron de lágrimas y supe de solo mirarlos, que mis compañeros sentían igual. Seda permaneció a mi lado por el resto de la tarde. Me tomó de la mano y me llevó por la escuela. Se sentó en mi regazo y me habló de todas las comidas que le gustaban, de cada verdura y fruta que le gustaban y por qué. Hallaba tal deleite en los sabores y sonidos que había a su alrededor, que era como si hubiera olvidado que no podía emplear su sentido de la vista. Aquella noche, mientras conducía de regreso a casa, tenía fijo en mi mente el rostro de Seda. ¿Qué era lo que esa niña veía en su mundo oscuro que la hacía tan feliz? Posteriormente, cuando sentía la carga de un día de trabajo complicado, sea lo que sea que estuviera pasando en el momento, cuando pensaba en Seda, sabía que no podía quejarme. En ocasiones los días sombríos que nos vemos forzados a pasar parecen insoportables y no vemos los rayos brillantes del amanecer. Bregamos cada día al tiempo que menospreciamos lo que vemos a nuestro alrededor. Pero yo sé que si me esfuerzo por pensar como ese angelito a quien se le había privado de la vista y pienso en el cielo como lo hacía ella, puedo dar gracias por cada día que me ha sido dado en esta tierra. Cada vez que me siento tentada a maldecir la oscuridad y a criticar lo que veo a mi alrededor, me viene a la mente la sonrisa de aquella pequeñita. Pienso en su fe y pienso en los ojos que ha recibido para que pueda ver la luz del día de mañana, y sé que si ella puede, yo también puedo sin duda. Jasmine St. Clair Estoy sentada mirando el costado de la pantalla de mi ordenador, donde coloqué uno de los señaladores más bonitos que haya tenido. Presenta un dibujo de una madre con su hijo en brazos, y debajo hay una frase de Charles Dickens, que dice: «No es ninguna insignificancia que nos amen quienes hace tan poco estaban con Dios». Cuando leí esa frase, me emocioné profundamente. Decidí emplear ese señalador para mi próxima lectura. Por desgracia, se me olvidó guardarlo en un lugar seguro. Quedó sobre mi escritorio, a mitad de camino de la grandeza, justo al alcance y a la vista de una personita muy simpática —mi hija de tres años—, que al descubrirlo, ¡le echó mano! Este señalador es uno de esos que tienen, en la parte superior, un corte en forma de u, para engancharlo en la página y evitar que se caiga. Cuando pillé a mi hija, ya le había dado un tironcito al señalador y lo había roto. Yo, claro está, sabía que la niña no tenía intenciones de romperlo: lo agarró por pura curiosidad. Sin embargo, me alteré un poco dado el valor sentimental que había adquirido para mí aquel señalador. Le arrebaté los trozos de la mano y los puse a un lado. Más tarde, cuando la nena estaba ya acostada, tomé los dos trozos y volví a leer aquella frase. De pronto, reviví toda la experiencia bajo un nuevo prisma. ¿Tenía que ser perfecto aquel señalador para conservar su profundo significado? Podía pegarlo con cinta adhesiva y quedaría como nuevo. Hasta era posible que quedara mejor que antes, pues presentaría una nueva característica: la huella de esas manitos que tanto quiero. El señalador tiene ahora doble valor para mí, aun con cinta adhesiva y todo. *** Esforcémonos por ver las cosas como deberían ser; y siendo que vivimos en un mundo imperfecto, gloriémonos sin mayores exigencias en esa imperfección. Que cada uno de los ladrillos con que edificamos nuestra jornada descanse sobre otro, hasta dar forma a una vida rica y plena, no basada en la lúcida belleza de la perfección, sino en la riqueza del amor. Artículo gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. J. Dias Aquel día no me podía haber sentido más deprimida. Mi marido había tenido que viajar nuevamente, y por enésima vez me había quedado sola con nuestros cuatro hijos. Andábamos mal de dinero, y mi salud flaqueaba. Una de nuestras hijas estaba pasando por una crisis de la adolescencia. Oré, ¡cuánto oré!, para que Dios me lo hiciera todo un poco más soportable. Me puse a mirar por la ventana el bosquecillo que hay frente a nuestra casa. Los árboles se mecían con la suave brisa veraniega. En ese momento observé una ardillita que subía y bajaba chillando por los troncos y las ramas. La envidié, pues parecía contenta y despreocupada. De pronto el animalito decidió cambiar de táctica. En vez de subir y bajar por los troncos, se puso a saltar de árbol en árbol. Al llegar al último del bosquecillo, se fijó en otro que quedaba un poco más lejos, separado de la arboleda. Me dio la impresión de que estaba ponderando si saltar o no. Medí mentalmente la distancia que tendría que salvar. Era como dos o tres veces lo que había estado saltando hasta entonces. Se trataba de un enorme desafío. En voz baja mascullé: -¡No me digas que estás considerando hacerlo, chiquitita! En cualquier caso el animalito no pensaba pedirme consejo. Corrió varias veces de un extremo a otro de la rama chillando frenéticamente. Luego se detuvo, estudió la distancia, se agazapó y pegó el salto. Quise apartar la vista para no ser testigo de una dolorosa tragedia. Pero no. La ardilla no solo recorrió volando tan tremenda distancia, sino que aterrizó en el otro árbol con la gracia y la satisfacción del que sabe que ha sido creado para tales proezas. Chilló victoriosa y se fue correteando hacia arriba, como si fuera en busca de su premio. Entonces me percaté de lo que me faltaba. Había estado tan preocupada con mis problemas, midiendo la distancia entre los árboles, que no me atrevía a relajarme y dar el salto. Había perdido la confianza en mi creador, salvador y mejor amigo. Levanté la vista y observé a la ardilla parloteando alegremente en la parte superior del árbol. Comprendí que el Señor había respondido a mi oración. No fue un milagro espectacular, pero las cabriolas de aquella ardillita me convencieron de que el mismo Dios que velaba por ella velaría también por mí. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Greg Lucas
La tragedia de la discapacidad no es la discapacidad en sí, sino el aislamiento que a menudo conlleva. Es una de las mayores lecciones que tuvimos que aprender como familia. Desafortunadamente, tuvimos que aprenderla a las malas. Pero las enseñanzas más difíciles por lo general conducen a una mayor comprensión y en los últimos años tuvimos la maravillosa oportunidad de crecer en sabiduría al aprender de diversas familias de varias comunidades. Si bien aún queda mucho por descubrir al respecto, a continuación enumeramos 7 premisas útiles extraídas de la comunidad de los discapacitados, las cuales han tenido un profundo impacto en nuestra familia. 1. Dios es soberano y bueno a la vez. Cuando se nos entrega un niño con una grave discapacidad, es imprescindible que podamos ver en él la mano y obra de un Dios soberano en el seno de nuestra familia. Las Escrituras establecen que ese niño no es producto de un accidente ni es una tragedia, sino que fue maravillosamente formado a propósito y conforme a un diseño del plan de Dios desde la fundación de la tierra (Salmos 139:13–17; Efesios 1:3–12). La discapacidad no es una maldición; es la bondad y la gracia de Dios ampliadas de formas que muchas familias convencionales nunca llegan a conocer. 2. Hay una razón por la cual uno forma parte de una comunidad así. Hasta que empecé a compartir nuestras experiencias, me resultó muy difícil darme cuenta del propósito y posibilidades del sufrimiento y tribulaciones de nuestra familia. 2 Corintios 1:3–7 cobró vida para nosotros durante esa época. El sufrimiento nos conduce a la íntima presencia de Dios donde tiene lugar el más dulce de los consuelos. Pero no se nos consuela para estar cómodos; se nos consuela para que seamos consoladores. Cada episodio de nuestra experiencia como familia en torno a la discapacidad fue una muestra de la gracia de Dios para que la compartiéramos con aquellos que necesitan con urgencia Su consolación. 3. La discapacidad amplía nuestra perspectiva del gozo por las cosas insignificantes. La mayoría de las familias que conviven con la discapacidad les dirán que algunas de sus mayores victorias fueron momentos que la mayoría de las familias comunes y corrientes dan por sentado. Recuerdo la primera vez que nuestro hijo pudo utilizar el baño en un establecimiento público (tenía 17 años). Acabábamos de entrar a Walmart y Jake me tomó de la mano y me llevó a los baños para hombres. Se bajó los pantalones y trató de orinar en el inodoro. La dirección le falló por completo; se orinó sobre la tapa, el piso, la pared y el cubículo. ¡Pero no se orinó en los pantalones! Nos pusimos a reír, aplaudir, gritar y a alabar a Dios en un cubículo todo orinado de un baño de un Walmart. La mayoría de las personas no llega a entender la enormidad de aquella victoria, pero la discapacidad a menudo nos permite ver cosas que los demás no pueden ver. Es un don maravilloso. 4. La comunidad nos aporta una muy necesaria objetividad. Como mencioné anteriormente, el peligro de la discapacidad es el aislamiento. El peligro del aislamiento es la idolatría (así es, nuestros hijos discapacitados pueden convertirse en ídolos). La bendición de la comunidad es que nos aporta objetividad. Todos necesitamos ser objetivos para no caer en la autocompasión y el egocentrismo. Justo cuando uno empieza a pensar que nadie sufre mayores penurias que las de la familia de uno, se topa con una madre soltera con un par de mellizos con grave autismo. Y justo cuando la madre soltera piensa que no puede seguir adelante, se encuentra con una abuela que trata de criar a una niña de 10 años que tiene síndrome de alcohol fetal. La abuela de pronto ve una pareja joven que trata de alimentar en medio de episodios compulsivos con un tubo a un niño que no responde. Estas familias están aprendiendo de las demás algo tremendamente valioso: La objetividad redirecciona nuestro enfoque introspectivo hacia la comunidad externa. Y al interior de la comunidad, la discapacidad se convierte en un ministerio. 5. Los hombres que son abiertamente francos por lo general son minoría. Aunque no siempre es así, a menudo en lo que respecta al liderazgo de la familia, las mujeres son las defensoras más prominentes de sus hijos discapacitados. La tenacidad de una madre parece ser la reacción más natural ante dicha condición en un hijo (más les vale no meterse con «Mamá oso»), pero cuando dicha tenacidad proviene de un padre indiferente o desilusionado, puede dar lugar a una debilidad desigual dentro de la estructura familiar. Una familia que convive con la discapacidad necesita de un padre que sea confiable. Dicha confiabilidad a menudo se cultiva y fortalece a través de otros hombres masculinos dentro de la comunidad de personas discapacitadas. 6. Cuando el matrimonio le cede la prioridad a la discapacidad, termina en el último lugar. Como reza el dicho: «La mejor manera de amar a tus hijos es amando a tu mujer». Aunque muy pocas parejas admiten que niegan esta verdad en principio, muchos lo hacen en la práctica. Las buenas intenciones, a menos que exista una inquebrantable voluntad para aplicar este principio, deterioran el matrimonio. El incesante cuidado de un niño con discapacidad, sumado al cuidado de otros niños del hogar que no las tienen, además de las horas extras que hay que trabajar para atender el pago de cuentas médicas y terapéuticas, sumado al estrés, la depresión y la fatiga, no contribuyen al mantenimiento del matrimonio. Un matrimonio al que no se le hace mantenimiento es como un carro que tiene una fuga de aceite. Tarde o temprano los cilindros ceden, el motor se funde y el daño causado es irreversible. Hagan todo lo que puedan para encontrar espacios en medio de su apretada agenda para pasar ratos de calidad con el cónyuge. Esposos: no esperen a que sus esposas se lo soliciten; tomen la iniciativa. Puede ser algo tan complejo como planificar un momento de respiro mediante una cita cada dos semanas, o tan sencillo como finalizar cada jornada sentados en el sofá riéndose (o llorando) mientras pasan revista a los acontecimientos del día. Aparte de los momentos de intimidad con el Señor y Su Palabra, es lo más eficaz que pueden hacer para evitar que la familia se convierta en la lamentable estadística alternativa. 7. Los niños que tienen un hermano discapacitado de ninguna forma son comunes y corrientes. Cuanto más tiempo paso con niños que tienen hermanos discapacitados, más me doy cuenta de que no son comunes y corrientes. He podido observar con asombro a hermanos y hermanas de niños discapacitados afrontando situaciones difíciles con un heroísmo que rivaliza con el de soldados, bomberos y policías. He visto a adolescentes torpes y retrasados descubrir el don y vocación maravillosos de estos chicos como cuidadores compasivos. Y muchas veces cuando empecé a sentir lástima por uno de esos niños sin discapacidad pude sentir el suave regaño del Señor que me decía: «Presta atención. Estoy haciendo algo increíble en la vida de este chico al convertirlo en la imagen de Mi Hijo.» No hay colegio —público o privado— que pueda impartir las lecciones de vida que se aprenden en la escuela de la discapacidad. Puedo afirmar sin lugar a dudas que mis hijos llegarán a ser mejores hombres gracias a su relación con su hermano discapacitado. La convivencia con Jake no solo los ha preparado para las más duras pruebas, sino que les ha permitido adquirir una profunda sensibilidad para reconocer la mano intencional de Dios en los detalles más pequeños de la vida. ¡Qué don más extraordinario ha sido su hermano! Estas enseñanzas están lejos de ser exhaustivas. Se siguen dando y desarrollando a nuestro alrededor. La apremiante búsqueda y el lozano descubrimiento de cada perla de sabiduría fortalecen nuestra familia y nos permiten verterla sobre la vida de los demás. Si están leyendo este artículo y son nuevos en la comunidad de los discapacitados, ¡bienvenidos a la familia! Es una jornada maravillosa, gloriosa, impresionante, que les abrirá los ojos a las cosas más preciadas de la vida a medida que se acercan cada vez más a la verdad más preciada durante la eternidad. Tomado de http://sheepdogger.blogspot.com/2012/02/7-lessons-from-community-of-disability.html. ![]() Megan Dale Eran las seis y media de la mañana. Me había levantado para ir al baño, solo para encontrarme con el panorama lluvioso de un día en que nuestro clan familiar había planeado una salida. La lluvia era lo de menos. El cielo sabía que la lluvia era necesaria en nuestro pequeño lugar en el sur de California. Al volver a la cama hice una pausa y miré el jardín. Un pajarillo regordete de color marrón observaba el suelo húmedo con la esperanza de darse un suculento festín con un gusano desventurado a punto de ahogarse. En aquel momento me sentía como ese pobre gusano. Durante los últimos meses había visto negros nubarrones que lentamente se acumulaban sobre mi pequeña familia. Nuestro hijo pequeño tenía demoras de desarrollo que afectaban su felicidad a diario, y a veces cada hora, manifestándose con rabietas que evidenciaban dolor y frustración. Solía despertar gritando en mitad de la noche. Normalmente era un chiquillo tierno, sensible, cariñoso y encantador. No obstante, teníamos que saber más de los obstáculos que afrontaba para poder proporcionarle mejor lo que necesitaba en su etapa de crecimiento, mientras era todavía pequeño y dócil, antes de que llegaran a su vida los efectos secundarios -y a veces trágicos- de la poca autoestima y depresión a raíz de esos desafíos. Para colmo de males, hacía cuatro días que a mi esposo y a mí nos habían comunicado que en poco tiempo él se quedaría sin trabajo; en consecuencia, tendría que buscarse otro empleo y deberíamos buscarnos otra casa. Hasta entonces siempre había acogido con ilusión las sorpresas que me depararía el futuro. Recorría el mundo buscando mi destino por dondequiera que me llevara la vida. Pero ahora me acobardaba al afrontar una novedad importante que surgió en un momento decisivo de la vida de mi hijo. Durante cuatro días que me parecieron como cuatro años me aferré hora tras hora a una pequeña esperanza, por lo general en forma de un pasaje de las Escrituras o una frase que me sirviera de tabla de salvación. Tantos grandes personajes a lo largo de la historia atravesaron épocas difíciles y a raíz de ello escribieron anécdotas, poemas e himnos; cómo me aferraba entonces a esas citas y pasajes. A veces repetía un versículo como si fuera un mantra para no perder el aplomo mientras me ocupaba de mis hijos y los quehaceres domésticos. Y me daba buenos resultados. Desde la puerta, observaba al pajarillo. Entonces oí la voz de consuelo que he llegado a reconocer como la de mi Salvador: «No eres el gusano, Mi amor; eres el pajarillo. Las lluvias y tormentas que he permitido que lleguen a tu mundo te han dado un festín; si no, habrías tenido que escarbar para conseguirlo.» De repente, mi perspectiva cambió. Tesoros que normalmente habríamos tenido que desenterrar afloraban a la superficie. Esos tesoros eran los regalos extraordinarios de una relación estrecha entre nosotros, un aprecio y amor más grande hacia nuestros amigos y familiares. Y, por medio de la oración, un deseo ferviente de encomendar a Jesús mis necesidades y temores de cada día. ¿Ha dejado de llover? Todavía no. Aún debemos enfrentar desafíos en muchos sentidos. Pero seguiremos alegres, felices como pajarillos aun en medio de la lluvia, porque aunque suene raro, ¡tenemos un festín de gusanos! P.D.: Justo un día después de aquella revelación en un día lluvioso, el hijo del vecino -un niño de ocho años-, se me acercó y me mostró un montón de gusanitos que se revolvían, y me dijo: «Si quiere gusanos, los hay a montones en esa pila de hojas». No importa; me quedo con la metáfora. ***** Lo nuevo me desestabiliza Las dificultades que tienen nuestros hijos en su etapa de desarrollo influyen en nosotros casi tanto como en ellos. Como es imposible eludir los cambios, conviene que aprendamos a sacarles el máximo provecho. He aquí algunas propuestas: Haz una distinción. Separa aquello sobre lo que tienes una medida de control de lo que no puedes controlar, y encomiéndaselo todo a Dios, que en última instancia es señor de todo. Razona. Discrimina entre los aspectos prácticos y los emocionales, y aborda cada uno como corresponda. Juntos pueden parecer abrumadores, pero por separado suelen ser más abordables. No te cierres. Puede que lo que haces y tu forma de actuar te hayan dado resultados bastante buenos hasta ahora; pero también es posible que haya alternativas mejores. Recaba la ayuda de Dios. Las circunstancias lo pueden rebasar a uno, pero no a Él. «Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible». Aprovecha el factor Dios. Sé optimista. Concéntrate en las oportunidades en vez de fijarte en los obstáculos. Busca y brinda apoyo. Comunícate e investiga soluciones que terminen por beneficiar a todos. Ten paciencia. El progreso suele constar de tres fases: un paso para atrás y dos para adelante. Piensa a largo plazo. «[Dios] que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo». Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. El obsequio más exquisito que se puede entregar a alguien son unas palabras de aliento. Sin embargo, casi nadie recibe el aliento que necesita para desarrollar plenamente su potencial. Si todos recibieran el aliento que necesitan para crecer, la inventiva de casi cada persona se agudizaría a tal punto que el mundo produciría una abundancia nunca antes imaginada. - Sidney Madwed
* Muy a menudo subestimamos el poder de una caricia, una sonrisa, una palabra bondadosa, de un rato en el que prestamos oído a alguien, de un elogio sincero o de un pequeño acto que manifieste interés por los demás, todo lo cual puede transformar una vida. - Dr. Leo Buscaglia * Charles Schwab, un exitoso empresario, dijo en cierta ocasión: «Aún no encuentro a un hombre, por elevada que sea su posición, que no haga un trabajo todavía mejor y ponga mayor empeño cuando se encuentra en un ambiente de aprobación que bajo una nube de críticas.» Todo el mundo quiere y necesita que se lo elogie por sus logros. Un niño que jugaba a los dardos con su padre le dijo: «Juguemos a los dardos. Yo los lanzo y tú dices “¡buen tiro!”» Eso hace por los demás una persona motivadora. Tendemos a convertirnos en lo que la persona más importante de nuestra vida cree que seremos. Piensa lo mejor, cree lo mejor y expresa lo mejor de tus niños. Tus afirmaciones no solo te harán más atractivo para ellos, sino que cumplirás un importante papel en su desarrollo personal. - John C. Maxwell (Tomado de Be a People Person: Effective Leadership Through Effective Relationships) * La película Con ganas de triunfar (Stand and Deliver) trata sobre la vida de Jaime Escalante, un inmigrante boliviano que enseñaba en un colegio para alumnos de escasos recursos de Los Ángeles. Logró resultados muy destacados con alumnos que eran conocidos por ser particularmente difíciles. Un relato que no aparece en la película es el del «otro Juanito». Escalante tenía a dos alumnos llamados Juanito. Uno siempre obtenía las máximas notas; el otro siempre sacaba malas notas. El estudiante del promedio elevado se llevaba bien con los demás, cooperaba con los maestros, ponía empeño y era querido por todos. El Juanito que sacaba malas notas era hosco, gruñón, no cooperaba, alteraba el orden y en general no gozaba de las simpatías de los demás. Cierta noche, durante una reunión de padres y profesores, una madre se acercó emocionada a Escalante y le preguntó: —¿Cómo le va a mi Juanito? Escalante supuso que la madre del alumno de las malas notas no haría una pregunta así, por lo que describió con grandes elogios al Juanito de las buenas notas, diciendo que era un estupendo alumno, gozaba de muchas simpatías en la clase, cooperaba y trabajaba con empeño y que seguramente llegaría muy lejos en la vida. A la mañana siguiente, Juanito —el de las malas notas— se le acercó a Escalante y le dijo: —Agradezco mucho lo que le dijo a mi madre sobre mí y quiero que sepa que me voy a esforzar para que todo lo que dijo sea cierto. Para fines del periodo el Juanito desaplicado había subido claramente sus notas. Al final del año escolar se encontraba ya entre los alumnos más destacados. Si tratamos a nuestros niños como si fueran el otro Juanito las posibilidades de que mejoren su desempeño aumentarán visiblemente. Alguien dijo con mucha razón que son más las personas que han logrado el éxito gracias a los elogios que las que lo han conseguido merced a los continuos regaños. Nos resta preguntarnos qué ocurriría con todos los demás juanitos del mundo si alguien los encomiara y los ponderara. - Zig Ziglar |
Categories
All
LinksCuentos bilingües para niños Archives
November 2023
|