William y Marta Heineman Pieper, Ph.D. (tomado de la Internet) Todos los padres se enojan de vez en cuando delante de sus hijos, pero si logran mantener un ambiente razonable y agradable hasta que estén solos, le ahorrarán al niño tener que vérselas con complejidades de relaciones para las que no está preparado. De todos modos, si por mucho que se esfuercen surge un desacuerdo delante de sus hijos, cesen las hostilidades tan pronto como puedan y tranquilicen a su hijo diciéndole: «Sentimos haberte disgustado y sabemos que te duele que peleemos. Los dos nos queremos mucho aun cuando discutimos, y nunca dejamos de quererte.» Muchos tienen la noción errónea de que los malos ratos de «la vida real» fortalecen el carácter de los niños. En realidad, su inmadurez evita que se resguarden del dolor emocional que sienten cuando las cosas van mal. Por eso, las discusiones entre padres y otros sucesos dolorosos dejan a los niños más vulnerables al estrés. Por otro lado, si protege a su hijo de experiencias inquietantes en general, y sobre todo de la angustia de verlos a usted y a su cónyuge peleando, con el tiempo adquirirá un optimismo constante del mundo y tendrá la armonía y el amor que desea y necesita. Mientras crece, esta actitud positiva le dará fortaleza y resistencia para saber responder a los desafíos de la vida diaria. La próxima vez que se enfade delante de su hijo, recuerde que lo que a usted le parece una explosión de poca monta de todos los días es para su hijo una explosión nuclear. Conviene que se contenga hasta que esté fuera de su presencia. Será más fácil si se da cuenta que de esta forma nutre el bienestar emocional de su hijo del mismo modo que cuida de su salud física manteniéndolo fuera de la calle o de la cocina. “…todos deben estar siempre dispuestos a escuchar a los demás, pero no dispuestos a enojarse y hablar mucho.”
0 Comments
* Desde muy temprano debemos esforzarnos por crear una atmósfera de comunicación sincera y abierta con nuestros niños. Debemos animar al niño a comunicarnos cómo se siente. Por supuesto, es muy importante evitar reaccionar con actitud crítica, condenatoria o de superioridad ante un niño que está contando cómo se siente, confesando un error, o manifestando un temor. Si el niño ve una reacción negativa por nuestra parte, probablemente lo pensará mejor antes de venir a contarnos algo en otra ocasión. ¡Ddedicarles "momentos especiales" de charlas sinceras, combinadas con abundantes muestras de cariño, le dan al niño una sensación de seguridad acerca de nuestro amor y consideración hacia sus problemas! Esto se logra cuando nos esforzamos por escucharlos y comprenderlos. El niño jamás olvidará esos momentos especiales que pasa con nosotros. En la mayoría de los casos, esos eran los momentos que nosotros valorábamos más cuando niños: cuando nuestros padres nos manifestaban su amor dedicando parte de su tiempo a pasarlo con nosotros, simplemente charlando. Por supuesto, antes de esperar que nuestros niños sean sinceros con nosotros, nosotros debemos mostrarnos sinceros con ellos. A los niños les anima mucho saber que sus padres no son perfectos (¡Por otra parte, es seguro que ya se dieron cuenta!) ¡Al admitir sinceramente nuestros errores y debilidades, damos mejor ejemplo de sinceridad y humildad, y debido a ello nuestros hijos nos querrán más! Para cualquier tipo de comunicación sincera, es esencial saber prestar oído. Un padre o madre que sepa escuchar no se dedicará a leer el periódico o a prepararse una taza de té mientras su hijo le cuenta cómo se siente acerca de la pérdida de un buen amigo, o manifiesta sus más íntimos temores y preocupaciones. Uno de los regalos más valiosos que los padres podemos dar a nuestros niños, es interesarnos sinceramente en sus problemas, y la mejor manera de manifestarlo es prestarles toda nuestra atención y escucharlos solícitamente siempre que sea posible. Con el simple hecho de escucharle, estamos diciéndole al niño: "Quiero comprenderte y ayudarte. Considero que vale la pena escucharte y quiero que sepas que tengo fe en ti. Siempre podrás charlar conmigo porque te quiero mucho." * Debemos hacer preguntas. (¡Los niños no deberían ser los únicos!) En cualquier tipo de comunicación sincera con un niño --o para el caso, con cualquiera-- que le hagamos preguntas le ayuda a abrirse y demuestra nuestro interés. Debemos hacer que sea él quien hable. Cuando nos haga preguntas debemos evitar ponernos a filosofar o fingir ser lo que no somos. ¡Debemos mantenernos sencillos! Tampoco debemos darles ningún tipo de consejo que no estaríamos dispuestos a poner en práctica nosotros mismos. * Tenemos que aprender a dar nuestros consejos de manera que les sea fácil aceptarlos. Debemos hacer que les "resulte fácil portarse bien", presentándoles las ideas como si fueran parcialmente suyas. Por ejemplo: "Me gustó tu comentario acerca de la necesidad de cambiar un poco las cosas. Probemos tu idea"; o, "¿Qué te parece si probamos esta idea?"; o, "¿No te parece que tal cosa da mejor resultado?" * Cuando algo sale mal, es importante no juzgar el asunto demasiado pronto. Toda historia tiene por lo menos dos enfoques, y ayuda mucho escuchar todas las versiones de las personas afectadas. Casi todos hemos cometido alguna vez el error de juzgar a la ligera o actuar impulsivamente, con el resultado de que el niño fuera acusado injustamente y quedara profundamente herido. Supongamos que una madre escuchara un ruido en un cuarto, y al entrar corriendo encontrara a su hija llorando junto a un jarrón hecho pedazos. La primera reacción podría ser darle un coscorrón sin pedirle explicaciones, pero eso sólo empeoraría las cosas. ¡Preguntarle primero qué había ocurrido, le daría a la niña la oportunidad de explicarle, tal vez, que trataba de evitar que el gato se trepara a la mesa, y que al hacerlo, el gato, y no ella, había tirado el jarrón al suelo! Debemos ser justos y misericordiosos con nuestros niños como sea posible. Si constantemente estamos juzgándoles a la ligera y con severidad, ellos podrían perder fácilmente esa confianza en nosotros. ¡De esa manera, acabarían tal vez teniendo temor de confiar en nosotros y de confesar las faltas que realmente cometan, o su necesidad de ayuda! Extraído de los escritos de D.B. Berg. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
Héctor Medina Mi abuelo decía: «Cuando veas un niño que se porta bien, ten la certeza de que alguien está usando ambas manos para criarlo: la mano derecha del amor y la izquierda de la disciplina». En los 25 años que llevo de docente, esa máxima ha sido la piedra angular de mi relación con mis alumnos. Tal vez conozcas la analogía que asemeja a un jovencito con una plantita. Si bien es cierto que una planta necesita apenas agua y sol, es preciso también cuidarla, en el sentido de abonarla, podarla, fumigarla, trasplantarla a una maceta más grande, etc. Esos cuidados requieren trabajo por parte del jardinero y a veces pueden resultar algo traumáticos para la planta. Aplicado a un niño o niña, supone darle por sobre todas las cosas cariño y ternura, sin descuidar los otros componentes indispensables para formarlo como persona: brindarle un ámbito sano para su desarrollo social y emocional y para su maduración espiritual; fijarle límites; enseñarle a responsabilizarse de sus actos, y dejar que escarmiente sufriendo las consecuencias de sus decisiones erróneas si es necesario. Esos aspectos más difíciles de la labor de padres son generalmente los que más les cuesta aceptar a los chicos, sobre todo al principio. Sin embargo, se lo debemos a los niños y a Dios, a quien en última instancia tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho en la vida. Se habla mucho hoy en día de los adolescentes difíciles y del efecto exponencial que tienen en la sociedad al extenderse su influencia a sus pares, a los niños más pequeños y, a la larga, a sus propios hijos. Nos seguimos planteando los mismos interrogantes: ¿Cómo es que hemos llegado a este estado de cosas y cómo podemos cambiar la situación? ¿Todavía es posible virar la nave y tomar un curso más sano? ¿O es ya tarde? Yo estoy convencido de que siempre hay esperanza, con la ayuda de Dios, pues todo es posible para Él (Mateo 19:26). Así y todo, Dios no puede hacerlo por Su cuenta ni lo hará. Necesita que nosotros —los padres, docentes y otras personas mayores— seamos mentores y modelos de conducta para nuestros jóvenes. Nuestro papel consiste en ir contra la corriente de pasividad, permisividad y carencia generalizada de valores morales, que lamentablemente se ha convertido en lo normal en cuanto a formación y educación. En realidad basta con que cada persona ponga de su parte, con que cada uno aportemos nuestro su grano de arena, y Dios hará lo que está fuera de nuestro alcance: producirá las transformaciones interiores que nuestros hijos necesitan y les infundirá el deseo de hacer su parte, de actuar con integridad y con la debida motivación. Con el tiempo ellos mismos ejercerán una influencia importante para generar cambios positivos; pero inicialmente depende de nosotros, las personas mayores. Es preciso que tomemos las riendas, con ambas manos. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
El amor tiene poder creativo. En una familia, el amor obra su magia propiciando actos de generosidad y ayudando a cada miembro a ver a los demás con buenos ojos. Todas las personas anhelan sentirse comprendidas, aceptadas y queridas por lo que son. El hogar es un ámbito que Dios ha creado donde se puede vivir así. Naturalmente, hay cosas que en un hogar obran en contra del amor. Son los enemigos del amor, si se quiere. Por ejemplo, los desacuerdos entre padres e hijos y entre hermanos. Sin embargo, hay lacras más sutiles y, por ende, más peligrosas: el egoísmo, la pereza, la indiferencia, las críticas, los regaños, el desprecio, los pensamientos y comentarios negativos sobre los demás… Y hay otras. Los conflictos suelen iniciarse con incidentes pequeños y aparentemente inocuos: una excusa para no prestar ayuda, una discusión por una tontería, unas palabritas irónicas y denigrantes. Pero si no reconoces que el amor y la unidad de la familia están en juego, esas faltas se van arraigando hasta convertirse en malos hábitos que a la larga perjudican gravemente a todos. No basta con salir del paso enviando a las partes en conflicto cada una a su rincón, o silenciando al irónico, o presionando al haragán para que dé una mano. Eso es atacar los síntomas, no la raíz del problema, que es la falta de amor. Lo único que cura la falta de amor es el amor mismo. Por eso, pide a Dios que lleve más amor a tu hogar. Entonces cultivar ese afecto por medio de pensamientos, palabras y acciones que lo manifiesten. *** Los niños recuerdan con mucha claridad, y los afectan de forma muy directa las actitudes de los padres, la manera en que estos los perciben y lo que piensan de ellos. Por eso, si constantemente se expresa fe con las palabras y se dicen cosas positivas del hijo, tanto ante él como ante los demás, y si se piensan cosas positivas de él, el efecto será bueno y positivo porque le infundirá fe y se ajustará más al concepto que se tiene de él y lo que se espera de él. En cambio, si se piensa o habla mal de él, ya sea de forma directa o indirecta, terminará teniendo un concepto negativo de sí mismo, no podrá ser feliz, se socavará su autoestima, se dificultará su desempeño y afectará la forma en que se vea a sí mismo. La fe engendra fe; las actitudes positivas fomentan más actitudes positivas tanto en uno mismo como en quienes lo rodean. Para que se manifiesten las mejores cualidades de una persona hay que tener fe en ella. © Aurora/La Familia Internacional. Usado con permiso. Desde el comienzo de los tiempos, los seres humanos nos hemos caracterizado por nuestro hondo amor y desvelo por los hijos. Todos queremos que nuestros chicos aprendan, que crezcan bien y tengan sus necesidades cubiertas, que estén sanos, sean felices y triunfen en la vida. Desgraciadamente, suelen surgir problemas que obstaculizan o complican esta labor. En efecto, los padres tenemos que aprender a lidiar con dificultades tanto fuera como dentro del hogar -desde pérdidas y reveses devastadores hasta fracasos matrimoniales-, buscar soluciones a cada contrariedad, salir adelante y ayudar a nuestros hijos a hacer lo mismo. Con frecuencia, en las situaciones más negras e imposibles, muchos alzaron los ojos al Cielo, acudieron a Dios en busca de soluciones que no eran capaces de descubrir por sí mismos. Y Él no los decepcionó. Se hizo presente, se puso a su disposición, les tendió la mano, los estrechó en Sus amorosos brazos y les demostró que Él siempre vela por Sus hijos, los protege y está deseoso de responder a sus preguntas y prestarles auxilio.
En estos tiempos duros que vivimos, Dios todavía está con nosotros, todavía está a nuestra disposición. Muchos padres están descubriendo que pueden plantear sus preguntas más difíciles directamente a Dios; que pueden recurrir al Cielo; que es posible dar con soluciones. Tal vez algunos lo consideren sumamente descabellado, casi absurdo; ¡pero están sucediendo cosas increíbles! La gente clama a Dios y descubre que Él está cercano, siempre presto a responder a nuestros interrogantes, por el gran amor que nos tiene y Su vivo deseo de vernos felices. Si no sabes qué hacer, si te sientes agobiado y no encuentras a nadie que te ayude, ¡no te des por vencido! No pierdas la esperanza. Puedes encontrar el remedio para la situación consultando directamente al Cielo. Hay soluciones, y están a tu alcance en este preciso momento. Extraído del libro "Urgente Tengo un Adolescente" por Derek y Michelle Brookes. © Aurora Producciones. Utilizada con permiso. Un proverbio chino dice «regala un pescado a un hombre y le darás comida para un día; enséñale a pescar y le darás de comer para el resto de su vida». Este refrán se puede aplicar a enseñar a nuestros jóvenes buenas técnicas para resolver problemas. Al principio puede que tome tiempo enseñar a los hijos a resolver problemas, pero cuenta con que se cosecharán dividendos a largo plazo a medida que aprenden a solucionarlos y tomar decisiones acertadas. Con frecuencia, los padres quedan atónitos al descubrir que si les brindan a sus hijos la oportunidad de resolver sus problemas a su manera son muy capaces e ingeniosos. Inevitablemente, todos los niños encaran innumerables problemas a lo largo de la vida. Son parte de su desarrollo. A medida que enfrentan esos retos aprenden a solucionarlos, lo cual es esencial para tener éxito en la vida. Los niños tienen una capacidad increíble y en buena parte desaprovechada para resolver situaciones. Vale la pena dedicar tiempo a enseñarles a resolver los problemas que se presentan. Saber solucionar problemas es una capacidad que vale la pena que cultiven mientras son pequeños y les será de gran utilidad en la vida. Sin embargo, los padres tendemos a intentar arreglar rápidamente el problema o darle al niño la solución en el acto. Si siempre tratas de resolver todos los problemas de tus hijos, atrofiarás su capacidad para resolver problemas por sí mismos. No trates de solucionar algo a menos que no tengas más remedio. Ayuda al niño a descubrirpor sí mismo la solución. Así demuestras que confías en que es capaz de resolverlo bien. Al principio tendrás que acompañar a tu hijo paso a paso mientras resuelve el problema, y puede que te tome mucho más tiempo que si lo resolvieras tú o le dieras la solución. Pero cuando resuelves el problema por tu hijo lo privas de la oportunidad de aprender una valiosa lección. Aunque es lento, el proceso de aprendizaje forma parte del desarrollo y crecimiento del niño. Sarita le pidió prestada una muñeca a su amiga, y mientras jugaba, le rompió el vestido a la muñeca. —¡Mamá, le rompí el vestido a la muñeca! —gimoteó Sarita. —No te preocupes. Esta noche lo coso y se la devuelves más tarde. Mamá solucionó el problema y Sara está contenta. Pero, ¿qué aprende Sara con este asunto? «Cuando tengo un problema, acudo a Mamá y lo soluciona.» La próxima vez que surja un contratiempo, Sarita correrá a Mamá para que lo resuelva. En este caso en que se rompió el vestido de la muñeca, la forma de solucionar el problema podría ser así: —¡Mamá, le rompí el vestido a la muñeca de Melisa! —Ay, caramba. Es un desgarrón bastante grande. Hum, ¿qué podemos hacer? —No sé. ¿Pedirle perdón a Melisa? —Eso estaría bien. Pero, ¿cómo crees que se sentirá si le devuelves la muñeca con el vestido roto? —Se pondrá triste. —¿Podemos hacer algo para evitarlo? —A lo mejor podríamos arreglarlo. ¿Podemos coserle el vestido? —¡Buena idea! ¿Qué te parece si esta noche le cosemos juntas el vestido a la muñeca? —¡Bueno! Mamá le ha enseñado a Sara a encontrar soluciones. Y al ayudar a su mamá a coser el vestido, Sara participa en la solución. La próxima vez que Sara enfrente un problema, seguramente acudirá a mamá para que la ayude, pero sabrá que hay formas de encontrar el remedio, y que ella puede y debe ocuparse en ello. A medida que ponga en práctica cada día este método de solucionar problemas, aprenderá a descubrir las soluciones por sí misma y adquirirá una destreza muy valiosa para toda la vida. No todos los problemas se resuelven tan fácilmente en la vida, y hay que ayudar a los hijos a entenderlo mientras encaran desafíos mayores. Los pasos que des a diario para animarlos a aprender cómo resolver los problemas les brindarán un recurso mejor para capear los obstáculos y dificultades cada vez más complejos que surjan a medida que se vuelven adultos. Enseña a tus hijos a asumir el reto de descubrir la solución a sus problemas, y les enseñarás una valiosa técnica que los beneficiará a lo largo de la vida. © La Familia Internacional. Usado con permiso. Claire Nichols Me costaba mucho disfrutar realmente de mis hijos. Bregaba y bregaba con ello más de lo que estaba dispuesta a admitirlo. No podía negar que muchos incidentes inesperados desembocaban en gratos momentos que luego yo evocaba con cariño. En muchos otros casos, sin embargo, les aguaba la fiesta a los niños antes que la experiencia llegara a dejarles un lindo recuerdo. Hasta que un día eso cambió. Era un lunes por la mañana. Apenas había partido mi esposo a trabajar y me había quedado sola con los dos niños, me puse a contar las horas que faltaban para que volviera a casa. Para entonces prácticamente sería hora de que los niños se acostaran y todo se volvería más fácil con la ayuda de mi marido. La mañana transcurrió despacio. Por fin llegó la tarde. Aspiraba a dedicarle algo de tiempo a mi trabajo mientras los niños dormían la siesta; pero ese hilillo de esperanza se desvaneció. La más pequeña, Ella, se quedó despierta y quería a toda costa que le dedicara atención y jugara con ella. Cuando finalmente cedió al sueño, yo me desplomé en una silla. Pero no habían pasado más de unos minutos cuando mi hijo de dos años y medio se bajó de la cama y se me sentó en la falda. —¡Ya me desperté, mami! — me anunció como si fuera todo un logro. —Ya veo—le dije, esforzándome por conservar el optimismo, aunque por dentro no podía espantar el pensamiento de que la tarde se me había ido y no había logrado hacer nada. Miré el reloj. —Faltan dos horas para que llegue papá —dije en voz alta—. Vamos a tomarnos una colación. Evan se puso de pie sobre una silla de la cocina y se apoyó sobre la encimera mientras me ayudaba a servir un vaso de leche. Yo habría preferido prescindir de su ayuda, pero recordé algo que me había dicho hacía poco mi madre: —A esta edad quiere hacerlo todo solo. —Pero es exasperante para mí —me quejé—. Hasta las cosas más sencillas se vuelven muy complicadas y toman mucho más tiempo. —Es lo mejor— me dijo mamá.— Considera que es parte de su formación. Todas esas tareas que para nosotros son mecánicas —por ejemplo, cepillarse los dientes, lavarse las manos, vestirse, servirse un refrigerio— son totalmente novedosas para los chiquitines. Constituyen algo nuevo que aprender y experimentar. Esas cositas les enseñan independencia y cierta autosuficiencia; forjan su carácter y su estilo. Recuerda que tú eres la maestra, y tus hijos son alumnos ávidos de aprender en la escuela de la vida. Así que dejé que Evan me ayudara a servir la leche. —Ya está— le dije cuando terminamos. —¿Me das un trozo de pan con mermelada, por favor? Él sabía que si me lo pedía con buenos modos y alegría, yo no se lo negaría. Me dirigí a la nevera, pero él llegó primero y comenzó a sacar la mermelada del estante. «¡Ojalá ese frasco no se le caiga de las manos y se le rompa!», pensé, en el preciso instante en que el chico lo dejaba caer. La mermelada no se esparció mucho, pero el vidrio roto fue otra historia. Se desperdigó en mil pedazos por todo el suelo de la cocina. Me tapé la boca con las manos para que encima no se derramaran mi cansancio y exasperación. —Nunca vuelvas a hacer eso— aventuró Evan con tono de arrepentimiento y algo de preocupación. Me obligué a hacer una breve oración. De golpe recordé las palabras de mi mamá: «Algo nuevo que aprender y experimentar». Levanté a Evan para que no se cortara. —Primero, mejor que vayamos a ponerte unos zapatos. Después te voy a enseñar a limpiar un frasco de mermelada roto. Unos momentos después, mientras barría los restos y Evan aguardaba con el recogedor, le expliqué a mi pequeño alumno la dinámica del vidrio: lo fácil que se rompe y la mejor manera de recogerlo cuando eso ocurre. Los consejos de mamá fueron muy acertados. Al sacar de ese pequeño infortunio una experiencia didáctica para mi hijo, no perdí los estribos y conservé la calma. En lugar de regañarlo y prometerme a mí misma que nunca volvería a cometer el error de dejarlo sacar algo de la nevera por su cuenta, le enseñé a afrontar positivamente un accidente. Sacamos otro frasco de mermelada del armario y juntos untamos la mantequilla y la mermelada en el pan, preparamos café para mamá y lo servimos todo ordenadamente en la mesa para disfrutarlo juntos. En ese momento me di cuenta de que esta vez sí estaba disfrutando de la ocasión. —¡Eres un cocinero estupendo, Evan! Mamá está orgullosa de ti. Sus ojitos brillaban. —Evan está muy orgulloso de ti— me respondió sin vacilar. Sonreí. La verdad es que yo también estaba orgullosa de mí misma. —Creo que voy a comprar otro frasco de mermelada y lo voy a dejar permanentemente sobre la mesada de la cocina— le dije. —Nunca quiero olvidarme de este momento que estoy disfrutando contigo. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. El factor primordial para la formación de un niño es el amor. Si los padres aprenden a tratar a sus hijos con amor y consideración, éstos se sienten amados y seguros.
La mayoría de los padres no pueden estar con sus hijos todo el tiempo. A los pequeños les cuesta entender eso. Les parece que para sus padres ellos deberían ser lo más importante del mundo. Y cuando éstos no pueden prestarles atención constante a causa de sus otras obligaciones, los niños se sienten rechazados. Como es natural, cuanto más niños se tienen, menos tiempo y atención individual se puede prestar a cada uno. De ahí la importancia de que los padres se interesen por sus hijos y les dediquen amor y atención siempre que tengan ocasión de hacerlo. A cada uno se le debe demostrar mucho amor y estimularlo, pues las palabras tienen la virtud de reforzar la autoestima y contribuyen a que el niño se sienta querido. «¡Mira qué grande estás! ¡Estamos orgullosos de ti! ¡Has aprendido muchísimo!» Diles cosas que les hagan saber que ellos tienen mucha importancia para ti. Los niños pequeños, en particular, todavía no tienen una noción concreta del tiempo. Si le das algo a un niño y a los demás les dices que a ellos les tocará la próxima vez, se imaginan que será dentro de mucho tiempo, les suena muy vago, muy impreciso. Por eso, en la mayoría de los casos, cuando le das algo a uno de ellos, conviene hacer alguna cosita especial para los demás también. No se puede ni se debe tratar a todos los hijos de igual forma todo el tiempo. Cada uno tiene que saberse especial y distinto de los demás. Cuando uno necesita algo que a los demás no les hace falta, hay que enseñarles que se actúa conforme a la necesidad, no es que se quiera más a nadie. Si sales con uno a comprarle zapatos, por ejemplo, y les traes a los demás un juguetito que no te cueste más que unos pocos pesos, eso les demuestra que los quieres y que te acordaste de ellos también. Muchas personas mayores no se dan cuenta de lo importante que es ofrecer explicaciones a los niños. No podemos dar por sentado que lo entienden todo. Difícilmente entenderán algo a menos que se lo expliquemos. La mayoría de las personas mayores no aceptan las cosas sin que se les dé una explicación; los niños tienen el mismo derecho. Si te parece que pueden albergar alguna duda o que se podrían sentir heridos, explícales la situación. Aunque no logren entender todo lo que les digas, el solo hecho de haber intentado explicárselo les transmite que tienes consideración por sus sentimientos. Y eso ayuda mucho. Los sentimientos de los niños son iguales a los de los mayores. Solo que las situaciones difíciles pueden ser aún más traumáticas para ellos porque no han experimentado antes esas cosas y por ende no tienen la seguridad de que a la larga todo se va a solucionar. Eso hace que los niños sean mucho más vulnerables que los adultos: su limitada experiencia. Por ese motivo es imperativo tratarlos con más cuidado, ternura y consideración que a una persona mayor. Me rompe el alma ver a un padre darle un coscorrón en la cabeza a su hijo en público o reprenderlo con aspereza por algo que a lo mejor el pobre niño ni siquiera entendió. ¡Es lamentable! Los niños son más susceptibles que las personas mayores, se los hiere con más facilidad. Por instinto, quieren a sus padres y confían en ellos, y es muy triste que éstos socaven esos sentimientos. ¡Un poquito de amor llega muy lejos! Es inevitable que un niño tenga sus complicaciones, pero sea cual fuere el origen de las mismas, el amor es capaz de remediarlas. «El amor cubrirá todas las faltas» (Proverbios 10:12). Apenas un poco de amor y sincero interés son capaces de corregir y remediar muchos errores y fallos, sean cuales fueren las causas o los culpables de los mismos. El amor es la solución. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. Hace poco, Stephen Glenn me contó una anécdota sobre un científico que tiene en su haber muchos avances de gran importancia en el terreno de la medicina. En una ocasión en que lo estaba entrevistando un periodista, este le preguntó a qué atribuía el hecho de tener más inventiva que el ciudadano promedio. ¿Qué lo hacía tan distinto de los demás?
El científico respondió que, a su modo de ver, todo se lo debía a una experiencia que vivió con su madre cuando apenas contaba dos años, y que le dejó una profunda enseñanza. Él había intentado sacar una botella de leche del refrigerador. La botella se le escurrió de las manos y cayó, derramándose todo el contenido en el piso de la cocina, que quedó anegado en leche. Cuando su madre entró a la cocina, en vez de gritarle y soltarle un sermón o castigarlo, le dijo: «¡Qué desorden tan estupendo, es magnífico! No recuerdo haber visto nunca un charco de leche tan grande. Bueno, el daño ya está hecho. ¿Qué te parece si juegas un rato en la leche antes de que limpiemos el piso? Cómo no, el niño aceptó ponerse a jugar. Al cabo de unos minutos, su madre le dijo: «Sabes que cuando ensucias algo te toca a ti limpiarlo y dejarlo todo en orden. ¿Cómo prefieres hacerlo? Puedes hacerlo con una esponja, una toalla o un trapeador.» Escogió la esponja y, con ayuda de la madre, recogieron la leche derramada. Seguidamente, ella le explicó: «Mira, lo que ocurrió aquí es un experimento fallido. Lo que pasa es que intentaste, sin conseguirlo, llevar una botella grande de leche con unas manos muy chiquititas. Vamos al patio de atrás, llenemos la botella de agua y veamos si se te ocurre una manera de llevarla sin derramarla.» El pequeñín aprendió que si la agarraba con firmeza por el cuello con las dos manos, podía llevarla sin que se le cayera. ¡Qué enseñanza tan estupenda! Aquel célebre científico recalcó que en ese momento comprendió que no debía tener miedo de cometer errores. Al contrario, aprendió que las equivocaciones no eran sino oportunidades de aprender algo nuevo, que es al fin y al cabo lo que hace el científico con sus experimentos. Incluso cuando un experimento no sale se aprende algo valioso. ¿No sería extraordinario que todos los padres reaccionaran de la misma manera que la madre de aquel científico? - Jack Canfield Josie Clark
Me crié entre arroyos y lagos. Tenía dieciséis años cuando fui a un balneario del Atlántico y vi el mar por primera vez. La noche en que llegamos iba caminado por el paseo marítimo y me aventuré hasta la punta de un muelle de madera. Cuando las primeras olas rompieron estruendosamente justo delante de mí, me aferré aterrorizada a la baranda. Desde entonces he sentido por el mar una mezcla de cariño y respeto. No soy buena nadadora, pero me encanta mirar el mar y sentir la arena entre los dedos de los pies. Me gusta incluso la sensación de ingravidez que tengo cuando una ola pequeña me levanta, siempre y cuando haya a mi lado algún objeto flotante al que pueda asirme. Así pues, cuando fuimos a pasar un verano junto al mar y mis dos hijos adolescentes se interesaron en una modalidad de surf llamada bodyboard, entendí su entusiasmo. Me parecía bien que se fueran a unos 100 metros de la playa, bien sujetos a sus tablas, a esperar la ola perfecta. Pero con el transcurso del tiempo se volvieron más audaces y empezaron a insistir en que la ola perfecta se hallaba cada vez más lejos. Yo me quedaba sentada en la playa observando aquellos puntitos —mis hijos— en medio de la inmensidad del mar, y pugnaba por controlar mi ansiedad. A veces los padres permitimos que nuestra inquietud dicte lo que les dejamos hacer a nuestros hijos. Si algo nos causa preocupación, automáticamente les prohibimos hacerlo, lo cual es un error. Pero en realidad la ansiedad tiene su lugar. Es señal de amor e interés. Es como una luz roja que nos indica que es necesario orar. A mí me parece que la preocupación puede ser beneficiosa cuando nos lleva a convertir nuestros pensamientos negativos, nuestra ansiedad, en una oración que puede generar un resultado positivo en determinada situación. Si bien es nuestro deber instruir a nuestros hijos y encaminarlos bien, en cierto momento conviene que nos retiremos y confiemos en que el Señor evitará que les pase algo grave. A medida que los niños crecen, necesitan verse expuestos a una gama cada vez más amplia de experiencias. Es preciso que aprendan a responsabilizarse de sus actos y a orar por sí solos cuando estén en medio de la inmensidad del mar. De todos modos, se sienten más seguros si saben que sus padres están en la orilla, que velan por ellos y no cejan de orar por su bienestar. Uno de mis hijos vivió un momento de pánico cuando una ola lo tomó por sorpresa y lo revolcó, y se le soltó la cuerda que lo sujetaba a la tabla. Temió que se fuera a ahogar, pero recordó que yo estaba en la playa orando por él, y él también rogó a Dios. En ese instante, tuvo la certeza de que se salvaría; y así fue. A medida que mis hijos van haciéndose mayores e independizándose, pienso en lo importante que es que sepan que tienen una madre que ora por ellos. Eso les recuerda que deben acudir a Dios en los momentos de angustia. Yo no puedo estar con ellos y sostenerlos, pero Él sí. No puedo satisfacer todas sus necesidades ni resolver todos sus problemas, pero Él puede obrar milagros por ellos si ponen su fe en acción y oran. Publicado originalmente en la revista Conectate. Usado con permiso. |
Categories
All
LinksCuentos bilingües para niños Archives
March 2024
|