Robert Peterson
La niña tenía seis años cuando la conocí. Sucedió un día en el que paseaba por la playa que queda a unos cinco kilómetros de donde vivo. Voy a esa playa cada vez que el mundo comienza a abrumarme. La niña estaba construyendo un castillo de arena o algo así cuando miró hacia arriba. Sus ojos eran azules como el mar. —Hola —me dijo. Yo le respondí haciendo una señal con la cabeza. No estaba de humor para tratar con un niño. —Estoy construyendo —añadió. —Eso veo. ¿Qué es? —le pregunté sin interés. —No lo sé, es solo que me gusta sentir la arena. Buena idea, pensé, y me saqué los zapatos. Un andarríos pasó volando cerca. —Es una alegría —dijo la niña. —¿Una qué? —Una alegría. Mi mamá dice que los andarríos vienen a traernos alegría. El ave se alejó volando. —Adiós, alegría —dije entre dientes—. Hola, dolor. Me di la vuelta para seguir caminando. Estaba completamente deprimido. Mi vida parecía estar totalmente trastornada. —¿Cómo se llama? —la niña no se daba por vencida. —Robert —respondí—. Me llamo Robert Peterson. —Yo me llamo Wendy; tengo seis años. —Hola, Wendy. La niña se rió. —Usted es gracioso —dijo. A pesar de mi pesimismo, yo también me reí y seguí caminando. Su risita musical me siguió. —Venga otra vez, Sr. P. —dijo—. Tendremos otro día feliz. Los días y semanas que siguieron le pertenecieron a otros: un revoltoso grupo de boy scouts, las reuniones de padres y profesores, una mujer enferma. El sol brillaba cierta mañana mientras sacaba las manos del fregadero. —Necesito un andarríos —me dije a mí mismo, mientras echaba mano de mi abrigo. El bálsamo siempre variado de la orilla del mar me esperaba. Soplaba una brisa fría, pero yo seguí caminando, tratando de recuperar la serenidad que necesitaba. Me había olvidado de la niña y cuando apareció me sobresalté. —Hola, Sr. P. —dijo—, ¿quiere jugar? —¿Qué tenías pensado? —pregunté, algo molesto. —No lo sé. Lo que usted diga. —¿Qué te parece jugar a las charadas? —pregunté sarcásticamente. Volvió a escucharse su risa cristalina. —No sé lo que es eso. —Entonces caminemos —le dije mirándola. Noté la delicada belleza de su rostro. —¿Dónde vives? —le pregunté. —Allá —me respondió, apuntando con el dedo hacia una fila de casitas de veraneo. Qué curioso, pensé, en pleno invierno. —¿A qué escuela vas? —No voy a la escuela. Mamá dice que estamos de vacaciones. Seguimos paseando por la playa y ella se entretuvo hablando de cosas de niñas, pero mi mente estaba ocupada con otras cosas. Cuando partí hacia mi casa, Wendy dijo que había sido otro día feliz. Sintiéndome sorprendentemente mejor, le devolví la sonrisa y asentí con ella. Tres semanas después, me fui a mi playa en un estado casi de pánico. No estaba de humor para siquiera saludar a Wendy. Me pareció ver a su madre en el porche de su casa y me entraron ganas de exigirle que mantuviera a su niña en casa. —Mira, si no te importa —le dije con algo de enojo a Wendy cuando se me acercó—, hoy preferiría estar solo. Me dio la impresión de que se la veía inusualmente pálida y sin aliento. —¿Por qué quiere estar solo? —preguntó. Me di vuelta y grité: —¡Porque se murió mi madre! Dios mío, pensé, ¿por qué le estaré diciendo esto a una niña tan pequeña? —Ah —dijo en voz baja—, entonces hoy es un mal día. —Sí —le dije—, igual que ayer y anteayer. Ay… ¡vete! —¿Le dolió? —preguntó. —¿Si me dolió qué? —estaba exasperado con ella y conmigo mismo. —Cuando ella murió? —¡Claro que dolió! —exclamé, sin entender a qué se refería. Metido en mí mismo, me alejé de ella. Aproximadamente un mes más tarde, volví a la playa y ella no estaba allí. Me entró un sentimiento de culpabilidad. Me sentí avergonzado y reconocí que la echaba de menos. Al final de mi caminata me acerqué a la casita y golpeé la puerta. Una mujer de rostro demacrado y cabello color miel abrió la puerta. —Hola —dije—, soy Robert Peterson. Hoy eché de menos a su hijita y me preguntaba dónde estaría. —Ah, sí, señor Peterson. Pase, por favor. Wendy habló mucho de usted. Me temo que permití que lo molestara. Le ruego que acepte mis disculpas si lo fastidió. —En absoluto. Es una niña encantadora —repliqué, dándome cuenta en ese instante de que lo decía en serio. —¿Donde está? —Wendy falleció la semana pasada, Sr. Peterson. Padecía leucemia. Quizás no se lo dijo. Me quedé mudo y busqué un asiento. Estaba estupefacto. —Le encantaba esta playa, y cuando pidió venir para acá, no podíamos negárselo. Parecía estar mucho mejor acá y tenía muchos «días felices», como los llamaba ella. Sin embargo, durante las últimas semanas su salud se deterioró rápidamente… La voz se le entrecortó y añadió: —Dejó algo para usted. …Voy a buscarlo. ¿Aguardaría unos instantes? Asentí sin decir palabra. Mil cosas me pasaban por la cabeza mientras buscaba algo que decirle a esa encantadora y joven madre. Ella me entregó un sobre ajado, que decía con letras gruesas e infantiles: «Sr. P». Dentro del mismo había un dibujo de vivos colores hecho con crayones; era una playa amarilla, un cielo azul y un pájaro marrón. Debajo estaban escritas con mucho esmero las siguientes palabras: UN ANDARRÍOS QUE TE DA ALEGRÍA. Los ojos se me llenaron de lágrimas y un corazón que prácticamente había olvidado cómo amar se abrió de par en par. Estreché a la madre de Wendy entre mis brazos. —Cuánto lo siento, cuánto lo siento, cuánto lo siento —repetí una y otra vez. Los dos lloramos juntos. Enmarqué el valioso cuadro y ahora cuelga en una de las paredes de mi estudio. Son seis palabras, una por cada año de la vida de Wendy, que me hablan de armonía, coraje y un amor que no espera nada a cambio. Era el regalo de aquella niña de ojos azules como el mar y cabello color de arena que me enseñó el don de amor.
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