Sharmini Odhav Antes de que naciera mi nena, traté de imaginarme cómo sería. Cuando no estuviera durmiendo -como esperaba que hiciera la mayor parte del tiempo- la imaginaba sentada pensando con serenidad en el sentido de la vida o contenta observándome cocinar, limpiar o realizar algún otro quehacer, mientras ella aprendía los rudimentos de la feminidad. No tenía la menor idea de que dormir sería lo último que se le ocurriría. Ella no estaba ni con mucho interesada en averiguar mis planes, pero sí en darme a conocer los suyos. Quería que le dedicara cada momento, y no mantenía la atención en nada por más de tres minutos. Cuando se ponía a lloriquear, no paraba en horas, por mucho que yo hiciera de todo menos volar en un trapecio para entretenerla. A veces andaba de cabeza tratando de limpiar, lavar y doblar la ropa y mantenerme al tanto de mis otros quehaceres mientras cuidaba de mi hiperactiva nena. Hubo ocasiones en que no aguantaba más, alzaba los brazos al cielo y me preguntaba por qué me estaría castigando Dios. ¿Cómo lo aguantaban otras madres? ¿Sería yo la única que no era sobrehumana? Mi primera reacción fue tratar de hacer el doble en todo, a fin de poder realizar todos mis quehaceres en las veinticuatro horas que de la noche a la mañana se me habían quedado cortísimas. Parecía que daba más resultado, y me aceleraba para hacer más que antes. Pero el caso es que a los bebés no se les puede meter prisa como al resto de la gente. Debe ser esa la manera en que Dios inculca la paciencia a los padres. Intentar que un bebé duerma a toda prisa, ordenarle que esté contento o esperar que se entretenga por algo más de unos minutos para que yo pudiera hacer otra cosa no resultaba. La consecuencia más corriente era que ella quedaba confundida, contrariada y descontenta, y hasta tomaba más tiempo dormirla o ayudarla a estar contenta otra vez. Tardé un tiempo en comprender que cuanto menos caso le hacía, más irritada se ponía. Con demasiada frecuencia me daba cuenta de que le espetaba órdenes, o, si ella lloriqueaba, le contestaba igual de quejumbrosa. Terminé preguntándome por qué sería así la situación. ¿En qué me había convertido? No quería que mi hijita pasara de esa manera sus primeros años, ¡y desde luego tampoco quería ser una madre así! Un día, mi madre me dijo: «¡Tienes que aprovechar al máximo el tiempo que pases con tu hijita, porque antes de que te des cuenta ya habrá crecido!» Oré por un cambio de actitud, y cambié. Aprendí a disfrutar cada momento con mi bebé, cada sonrisa con la que me indica que está contenta de que la trajera al mundo, cada vez que me recuesta la cabeza en el hombro en confiado reposo, cada vez que sus deditos envuelven los míos o me acaricia la mejilla, cada vez que siento su suave piel o aroma, cada milagro del que soy testigo en su niñez y me estremece de emoción. Hasta aprecio las veces en que llora para pedir algo, porque me recuerda que tengo la bendición de una gran responsabilidad, que se me ha confiado la vida de mi pequeña. Y cuando descubro qué necesita o la arrullo en mis brazos y deja de llorar o de estar inquieta, me queda una sensación asombrosa de satisfacción; me doy cuenta de que para ella soy la persona más importante, amada y apreciada. También me imagino que la manera en que le respondo ahora influirá en cómo me responda más adelante en la vida. Tan pronto dejé de ver a mi nena como una tarea más, mejoró mi calidad de vida. Me doy cuenta de cuánto la quiero y de que ser madre es una experiencia increíble. Ahora, casi sin darme cuenta, estudio formas de pasar más tiempo con ella, porque no quiero perderme un segundo de su vida antes de que se esfume. Agradezco esta oportunidad de transmitirle más enseñanzas. He aprendido que si dejo todo lo demás de lado y atiendo a sus necesidades, me recompensa siendo una niña feliz, satisfecha y atenta. Cuando por fin se queda dormida, tengo tiempo para hacer algo de lo que quiero. Pero hasta entonces, todo lo demás puede esperar. Ella es el tesorito más lindo que podría tener, ¡aunque me lleve tanto tiempo atenderla! Cuando estoy más atareada de lo normal y no encuentro tiempo para dedicarle más atención, me recuerdo que el tiempo que pasamos con nuestros hijos nunca es tiempo perdido. El amor que guardamos en el corazón durará toda la vida y aún después. Si invertimos tiempo y amor en nuestros hijos, pasaremos el resto de la vida recogiendo los beneficios. ***
¿Te gustaría imprimir tu nombre entre las estrellas? Escríbelo con grandes letras en el corazón de los niños. ¡Ellos lo recordarán! ¿Sueñas con un mundo más noble y feliz? ¡Díselo a los niños! Ellos te lo construirán. Anónimo
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