Jeanette Doyle Parr
En los días previos a aquella Navidad me parecía bastante a Scrooge, el personaje gruñón del célebre cuento de Navidad de Dickens. Desde la primera semana de diciembre empecé a refunfuñar como aquel viejo amargado. Física y mentalmente estaba agotada, además de débil porque acababa de tener gripe. Por primera vez en la vida las navidades no me levantaban el ánimo. Me había percatado de las miradas que se intercambiaban mis hijos cada vez que los regañaba por lo que ensuciaban al preparar las galletas de Navidad, o les metía prisa mientras trataban de envolver regalos con sus torpes manecitas. Mi marido empezó a retirarse cada vez que me quejaba del elevado costo de los regalos y de lo comercial que se había vuelto la Navidad. Al poco tiempo, hasta el perro evitaba mi áspera lengua. Cada mañana tomaba la resolución de que ese día sería mejor. Me prometía que sería más paciente. Pero al caer la noche casi siempre me quejaba de alguien. El 22 de diciembre me las vi con otro problema. Por mucho que me esforzaba, no lograba enderezar las alas del traje de ángel de mi hijita. -Kris, ponte otra vez el traje. Mamá está viendo cómo arreglarlo. Muy alegre, Kris se lo puso y se colocó la aureola sobre su rubia cabellera. El ala izquierda se inclinaba hacia el piso. Le dije que se quedara quietecita, y mientras se lo arreglaba, se puso a cantar con su aguda voz infantil: Venid, crueles todos, a Belén marchemos… …en lugar del habitual «Venid, fieles todos…» Las manos se me quedaron inmóviles. No podía contener las lágrimas, que empezaron a rodarme por las mejillas y caer sobre las alas de papel brillante. «Venid, crueles…» La verdad era que sin proponérmelo yo había estado actuando con crueldad. Con razón que aquella Navidad no era como las anteriores. No había ido a Belén. Ni una sola vez en toda la temporada había hecho una pausa para reflexionar en el milagro del portal. Los ratos de meditación que dedicaba normalmente en las mañanas a leer la Biblia y a la oración habían sido sustituidos por actividades como hornear, envolver regalos y coser. Kris se dio la vuelta y me miró a la cara. -¿Lloras pohque canto bonito? -Sí, nena, porque cantas tan lindo como tú… y como la Navidad. Le di un fuerte abrazo y, en silencio, me prometí que el resto de la temporada navideña sería verdaderamente una experiencia excepcional, porque me desharía de mi odiosa actitud yendo a Belén. Sonreí de nuevo. Todos iríamos a Belén en busca del regalo eterno. ***** En Navidad, ¿te parece que fueras una diminuta embarcación flotando en un mar inmenso? Hay fuerte oleaje, marejada, corrientes, mareas y, muchas veces, viento y tempestades. Eres como un bote pequeño que intenta navegar por esa mar de dificultades. Unas veces tienes que disponer las velas de modo que recojan el viento; otras, tienes que plegarlas. En ocasiones tienes que navegar en medio de una tormenta; en otras oportunidades debes dejarte ir a la deriva hasta que pase la tempestad. Lo importante es que te des cuenta de que Jesús te acompañará en tanto que se lo pidas. Él puede calmar las tormentas y sosegar el mar. Si fuera preciso, hasta puede caminar hasta ti sobre el agua. Y si la situación se pone demasiado difícil, puedes invocarlo y pedirle que calme los elementos y haga que los vientos soplen a tu favor. En este momento está contigo y no quiere otra cosa que ayudarte a salir adelante. Y hará lo mismo que cuando caminó sobre el agua: «La barca […] llegó en seguida a la tierra adonde iban» (Juan 6:21). Jesús hará lo mismo por ti si se lo pides. Lo ha hecho otras veces y lo puede hacer de nuevo. - Robert Rider
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