Jay Phillips Hoy fui a caminar con los niños de unos amigos. Paseamos por el campo en los alrededores del pueblo donde vivimos. Es una zona agrícola con senderos de tierra y bosquecillos. El tiempo era estupendo; así que fue una buena oportunidad de que los niños respiraran aire puro e hicieran ejercicio, mientras corrían por allí buscando insectos y otros animalitos que abundan en la primavera y el verano. En medio de la naturaleza da la impresión de que el tiempo se detuviera; por lo menos hasta que los niños gritan entusiasmados: «¡Una mariquita!» o: «¡Una araña!» Pero hasta esas alertas repentinas están bien, porque por lo general me bastan unos minutos de tranquilidad para despejarme la cabeza. Entonces no me importa correr a fotografiar el último bicho interesante que han descubierto y vivir ese instante con unos chiquillos tan curiosos. Cuando Jesús dijo que si no nos volvemos como niños no podremos entrar al Reino de los Cielos (Mateo 18:3), tal vez no se refería solamente al Cielo venidero, sino también a la tranquilidad y el adelanto de cielo que sentimos en el corazón en esta vida durante un rato en que dejamos las preocupaciones de lado y nos sintonizamos con la voz de Dios, que nos habla por medio de Su creación. Los niños que estaban conmigo lo hacían con naturalidad. No estaban preocupados por tareas que hubiera que hacer al volver a casa ni por cuentas que hubiera que pagar. Sencillamente rebosaban de energía y estaban ilusionados y contentos de que una persona mayor los acompañara y tomara fotos de lo que hacían. Con mayor razón deberíamos tener la gran tranquilidad de saber que el de Arriba nos cuida y que, sin duda, también toma fotos de nuestra vida.
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