Aquella calurosa mañana de julio perdí la noción del tiempo. Me apoyé en el mango del azadón y dejé que la imaginación me llevara a actividades más emocionantes que arrancar malas hierbas. Entonces, de pronto vi al abuelo -hasta ese momento mi modelo de bondad y compasión- que se acercaba rápidamente entre las plantas de maíz zarandeando una fina y larga vara. Pensé: «¡En menudo lío me he metido!», dándome cuenta de que había colmado su paciencia. Me puse a darle a la azada tan rápido como me lo permitían los brazos. No me atrevía a levantar la vista al oír sus pasos por los surcos y los tallos de maíz que le rozaban las piernas. Atónito ante la inminencia de lo que iba a ocurrir, recordé la vez en que me dijo: «A veces Jesús lloró, pero sabía ser duro cuando hacía falta». Por primera vez el abuelo iba a tratarme con dureza. Aquel verano yo tenía once años. Todavía se dejaban sentir en Tennessee las consecuencias de la Gran Depresión. La mayoría de los montañeses dependían principalmente de lo que cultivaban y criaban en sus pequeñas parcelas. Aquella mañana estaba roturando la tierra con la azada para que el abuelo pudiera terminar de arar. Papá le había dicho: «No dejes que pierda el tiempo. Si hace falta, dale unas nalgadas; no dejes que se ponga a jugar o pierda el tiempo apoyado en el mango del azadón. Últimamente está muy perezoso.» Mi padre temía que el abuelo fuera demasiado blando conmigo, porque oí que le decía a la abuela: «A veces, papá es más bueno de lo que le conviene». Uno de los mejores momentos de mi niñez fue un día del verano anterior en que había oído a mi abuelo decirle a un predicador que estaba de visita que tal vez yo llegaría a ser su mejor nieto «porque tenía actitud para las cosas de la mente». Pero aquella mañana «las cosas de la mente» se habían apoderado de mí. Apoyado en el mango de la azada, espantando de vez en cuando las abejas y los escarabajos del maíz, mis pensamientos volaban al arroyo donde planeaba construir un dique con barro, hojas y piedras. Luego, construiría barcos con tapas de baldes y cajas usadas de puros, y tendría una flota en alta mar. Absorto en mis proyectos de ingeniería, ni noté que el abuelo había dejado de arrear a la mula en el campo colindante. De pronto lo vi acercarse caminando rápidamente entre dos filas de plantas de maíz con una vara en una mano, y empecé a azadonar. —Espera un momento —dijo con prisa—. Necesito encargarme de algo. ¿Cómo anda el azadón esta mañana? —Está bien, abuelo. —A mí me parece que no. A ver. Le pasé el azadón de mango corto que él había arreglado especialmente para mí, y se puso a hablarle con el brazo extendido: —Azadón, esta mañana te mandé con mi nieto a roturar este campo. Sabes que necesitaremos mazorcas este otoño. Él tendrá que llevarlas al colegio con su almuerzo. Pero como no quieres trabajar, voy a tener que ajustarte un poco para que lo ayudes. Seguidamente, azotó el mango del azadón hasta que la vara se rompió y quedó lacia. Tiró lo que quedaba de la vara, y me devolvió la azada. -Creo que ahora trabajará mejor. —Yo creo que sí, abuelo —le aseguré mientras arrancaba las malas hierbas con una energía hasta entonces desconocida para mí—. Creo que sí. El abuelo se dio la vuelta y se alejó. Tras avanzar unos metros se detuvo y se volvió, con sus grandes ojos verdeazulados llenos de lágrimas, y me dijo: «Le dije a tu madre que hoy comerías con nosotros, así que no te tardes. Tu abuela nos prepara pastel de duraznos y se va a enojar si no estamos a la hora a la mesa.» - Ernest Shubird, gentileza de Guideposts ******
El mejor método es el amor Eso es lo que Dios trata de enseñarnos desde siempre con mucha paciencia y amor: a portarnos bien con la debida motivación, por amor. Y poniendo a Dios como ejemplo, también debemos persuadir a los demás a obrar bien por amor. Él desde luego nos trata con mucha paciencia y amor, así que nosotros también debemos tratar con amor y paciencia a los demás.
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Era el inicio del año escolar y la Sra. Thompson, una profesora de primaria, se puso de pie ante sus alumnos de quinto grado y dijo una mentira. Como la mayoría de los profesores, miró a sus estudiantes y les dijo que los quería a todos por igual. No obstante, eso era imposible, pues en la primera fila, hundido en su asiento, se encontraba un muchachito llamado Teddy Stoddard. La Sra. Thompson había observado a Teddy el año anterior y se había percatado de que no jugaba bien con los demás niños, se vestía mal y siempre parecía necesitar un baño. Además, Teddy podía ser a veces desagradable. Llegó a tal punto que la Sra. Thompson disfrutaba tachando el trabajo de Teddy con un marcador rojo de punta ancha, y luego poniéndole en la parte de arriba del papel la palabra «suspendido» con grandes letras. En la escuela en la que enseñaba la Sra. Thompson, se le exigía que repasara los registros académicos de cada niño. Ella dejó el de Teddy para el final. No obstante, cuando lo repasó se quedó sorprendida. La maestra de primer grado había escrito: «Teddy es un niño inteligente que se ríe con facilidad. Trabaja ordenadamente y tiene buenos modales. Es un placer estar con él.» La maestra de segundo grado escribió: «Teddy es un excelente estudiante y le cae bien a sus compañeros, pero está preocupado porque su madre tiene una enfermedad terminal. La vida en su hogar debe de ser una lucha.» Su maestra de tercer grado escribió: «La muerte de su madre ha sido un duro golpe para él. Se esfuerza por hacer todo lo que puede, pero su padre no manifiesta mucho interés. La vida en su hogar comenzará a afectarlo pronto si no se toman algunas medidas.» La maestra de cuarto grado de Teddy escribió: «Teddy es retraído y no se interesa mucho por los estudios. No tiene muchos amigos y a veces se duerme en la clase.» A estas alturas, la Sra. Thompson se había dado cuenta del problema y se sentía avergonzada de sí misma. Se sintió aún peor cuando sus alumnos le trajeron regalos de Navidad y todos venían con lazos y estaban envueltos en papel brillante, a excepción del de Teddy. Su regalo estaba envuelto toscamente en una bolsa de papel marrón. La Sra. Thompson se obligó a sí misma a abrirlo en medio de los demás regalos. Algunos de los niños comenzaron a reírse cuando sacó un brazalete de fantasía al que le faltaban algunas piedrecillas y una botella de perfume que solo estaba llena hasta un cuarto. Sin embargo, la Sra. Thompson acalló a los niños exclamando que el brazalete era muy bonito, tras lo cual se lo colocó y se puso un poco de perfume en la muñeca. Ese día al terminar las clases Teddy Stoddard se quedó en la escuela justo el tiempo suficiente para decir: —Sra. Thompson, hoy usted olía igual que mi mamá. Cuando se fueron los niños ella lloró por lo menos una hora. Ese mismo día decidió que dejaría de enseñar lectura, escritura y matemáticas, y que se dedicaría a educar niños. La Sra. Thompson comenzó a prestarle una atención especial a Teddy. Cuando se puso a trabajar con él, su mente pareció cobrar vida. Cuanto más lo alentaba, mejor respondía. Hacia el final del año, Teddy se había convertido en uno de los niños más inteligentes de la clase, y a pesar de la mentira que había dicho de que amaba a todos los niños por igual, Teddy se convirtió en uno de sus niños preferidos. Un año después Teddy le dejó una nota debajo de su puerta en la que le decía que era la mejor maestra que había tenido en su vida. Pasaron otros seis años antes de que recibiera otra nota de Teddy. Esta le llegó cuando terminó la secundaria como el tercer alumno más destacado de su clase. En su nota le dijo que ella seguía siendo la mejor maestra que había tenido. Cuatro años después recibió otra carta de Teddy. En ella le decía que si bien las cosas habían sido difíciles a veces, el había persistido y pronto se graduaría de la universidad con honores. Le aseguró a la Sra. Thompson que ella seguía siendo la mejor profesora que había tenido en toda su vida y la que más le había gustado. Al cabo de otros cuatro años llegó otra carta. En esta ocasión le contó que luego de obtener su licenciatura había decidido proseguir con sus estudios. En su carta le explicaba que ella seguía siendo su profesora favorita y la mejor que había tenido. No obstante, ahora su firma era más larga; decía: Dr. Theodore F. Stoddard. El relato no termina ahí. Verán, la Sra. Thompson recibió otra carta esa primavera. En ella Teddy le decía que había conocido a una chica con la que se iba a casar. Le explicó que su padre había muerto hacía un par de años y le preguntó si accedería a ocupar el lugar que se suele reservar para la madre del novio. Naturalmente, la Sra. Thompson accedió. ¿Y saben qué? Se puso el brazalete de fantasía, aquel al que le faltaban varias piedrecillas. También se aseguró de ponerse el perfume que Teddy recordaba que llevaba puesto su madre durante la última Navidad que pasaron juntos. Se abrazaron y el Dr. Stoddard le susurró al oído: —Gracias, Sra. Thompson, por creer en mí. Gracias por hacerme sentir importante y por hacerme ver que podía influir en el mundo. La Sra. Thompson, con lágrimas en los ojos, respondió: —Teddy, te equivocas. Fuiste tú el que me enseñó que podía influir en el mundo. No sabía enseñar hasta que te conocí. - Autor anónimo Nos encontramos en la atestada sala del tribunal de una ciudad del nordeste de los EE.UU. Un muchacho de unos dieciséis años acusado de robar un automóvil está de pie ante el juez, esperando que este dicte sentencia. En una silla cercana, una madre solloza histérica. Un rato antes, el fiscal declaró que el joven delincuente ha sido una molestia constante para la gente de la localidad. Antes que él, el jefe de policía había dicho que lo habían detenido en numerosas ocasiones por hurtar fruta, romper ventanas y cometer actos de vandalismo.
El juez de mirada severa lo observa fijamente por encima del borde de sus anteojos, y lanza una diatriba contra el joven, recordándole el riguroso castigo a su desordenada conducta. Las palabras salen como trallazos de la boca del magistrado mientras reprocha implacable al acusado su irresponsable comportamiento. Diríase que busca en su vocabulario las palabras más inclementes con que pueda humillar al chico que tiene ante sí. Pero el joven no se acobarda ante tan áspero regaño. Su actitud es de desfachatada provocación. Ni una sola vez baja la vista. Con los labios apretados y echando fuego por los ojos, mira fijamente a su interlocutor. El togado hace una pausa de un momento para dejar que sus palabras surtan efecto. El chico lo mira directamente a los ojos y de entre sus apretados dientes brotan estas palabras: «Usted no me da miedo». El juez se pone rojo de ira, mientras se apoya sobre la mesa y dice con brusquedad: «Por lo visto, el único lenguaje que entiendes es una condena de seis meses en un reformatorio». El chico contesta con un gruñido: -Mándeme al reformatorio. Ya verá lo que me importa. El ambiente se pone tenso en la sala. Los asistentes se miran unos a otros y menean la cabeza. Un ujier exclama: -¡Este chico no tiene remedio! Los improperios lanzados al muchacho no consiguen otra cosa que suscitar en él más resentimiento y odio. La escena recordaba a la del domador que se acerca con un palo puntiagudo a un león enjaulado y cada vez que lanza un golpe para aguijonear a su víctima, esta responde con renovada furia. En ese momento el juez advierte que entre los presentes se encuentra un caballero de un pueblo cercano. Es el director de una granja educativa para jóvenes delincuentes. Le pregunta con tono de resignación y cansancio: -¿Qué opina de este muchacho?, Sr. Weston El aludido caballero se acerca. Tiene un aire de seguridad que al momento impone respeto. Su mirada amable hace pensar que de verdad comprende a los muchachos. -Señor juez -responde tranquilamente-, en el fondo este joven no es tan insensible. Tras esa fachada de fanfarronería se oculta un hondo temor y profundas heridas. Yo diría que lo que pasa es que nunca se le ha dado una oportunidad. La vida lo ha defraudado. No ha conocido el amor de un padre. No ha contado con la mano de un amigo que lo guíe. Me gustaría que se le diera una oportunidad de demostrar lo que vale en realidad. Por un momento se hace el silencio en la sala, para romperse repentinamente al oírse un sollozo. No es la madre la que llora, ¡sino el muchacho! Las palabras amables y comprensivas del Sr. Weston le han llegado al corazón. Se queda de pie, con los hombros caídos y la cabeza gacha, mientras le ruedan lentas unas lágrimas por las mejillas. Unas palabras de comprensión le han llegado al alma, mientras que media hora de acusaciones no lograron otra cosa que aumentar su resentimiento. El juez tose para disimular su vergüenza, y se ajusta nervioso los anteojos. El jefe de policía, que ha testificado contra el muchacho, sale rápidamente de la sala, seguido del fiscal. Tras deliberar por un momento, el magistrado se dirige al Sr. Weston: -Si le parece que puede hacer algo por el chico, suspenderé la sentencia y lo pondré en sus manos. El muchacho queda a cargo del Sr. Weston, y desde ese momento no causó más problemas. El gesto amable de aquel hombre que había salido en su defensa lo motivó a emprender un nuevo rumbo y puso de relieve sus mejores cualidades, cualidades que hasta entonces ni había pensado que tenía. - Clarence Westphall (adaptado) Manifiéstales cariño Lo más valioso que puedes dar a tus hijos es amor. Sé cariñosa con ellos, para que no les quepa duda de tu amor. Tus hijos deben tener la certeza de que los amas. Es necesario que sientan y vean tus expresiones de cariño. Ven tu amor manifestado en el hecho de que les proporcionas vivienda y comida; pero están tan acostumbrados a ello que muchas veces no lo aprecian. No son conscientes de los sacrificios que haces para ello, ni comprenden que has organizado tu vida para poder atender a sus necesidades físicas. Por consiguiente, lo que les hace falta es ver y sentir la faceta espiritual de ese amor, el afecto y cariño que sientes por ellos. Así se establecerá un vínculo de amor y confianza. Crea oportunidades de estar juntos Amor anhela expresarse, busca oportunidades de evidenciarse. Si sientes un profundo amor por tus hijos, ellos lo notarán, y las ocasiones de conversar y hacer cosas juntos surgirán espontáneamente. Ellos dirán: «Papá, ¿quieres que te enseñe este juego?», «Mamá, te voy a mostrar lo que hicimos hoy en el colegio», «Mamá, ¿qué crees que debo ponerme para la fiesta?», «Papá, ¿me ayudas a arreglar esto?» Busca oportunidades. Puede que no sean tal como te las imaginabas. Tal vez tengas que reajustar tu horario. Cuando tus hijos vean que quieres participar más en su vida, se alegrarán de poder contar contigo. Te verán como una amiga que desea ayudarlos. Todo puede empezar con algo tan simple como mirar juntos la televisión; pero no dejes que la cosa termine ahí. Procura que haya oportunidades de conversar. Por ejemplo, acompáñalos a sitios a los que quieran ir y luego comenta con ellos la experiencia. Averigua qué les gustó y qué impresión se llevaron. Si su punto de vista difiere del tuyo, no insistas para que vean las cosas como tú. Que puedan contar contigo cuando te necesiten Ponte a pensar en cómo son ahora las cosas: ¿A qué te dedicas por las noches? ¿Qué hacen ellos en esas horas? ¿Y los fines de semana? ¿Es posible hacer que tu vida se entrecruce más con la de ellos? ¿Puedes cambiar algo para que así sea? Busca puntos en común, actividades que puedas realizar con ellos. Hazte presente con amor. No les hagas pensar que buscas oportunidades de fisgar en su vida, de sermonearlos o reprobar lo que hacen, de imponerles más reglas o darles más instrucción. Se trata de que estés a su lado como una amiga, de que te puedan expresar libremente sus ideas, de que te vean como alguien a quien recurrir, alguien que los apoya. ¿Hay algún deporte en el que se interese tu hijo? ¿Alguna manualidad que le guste a tu hija? ¿Puedes participar de alguna forma en esas actividades? Observa qué les atrae. Averigua qué aficiones y experiencias puedes compartir con ellos. Descubre el arte de escuchar Una de las principales formas de ayudar a tus hijos es escucharlos. Aprende a escuchar de verdad. Cuando les preguntes cómo les fue en el colegio, deja lo que estés haciendo y presta atención a lo que te cuenten. Cuando te presenten problemas, no siempre tienes que dar tu opinión en el momento. En vez de emitir un juicio, tómate tiempo para meditar en el asunto, o reza para encontrar una solución. Lo principal es escuchar, prestar atención, aparte de brindar amor, ánimo y apoyo. La mejor red de seguridad Muchos chicos no necesitan sino que sus padres les proporcionen una base firme de amor y aceptación. Esa base de amor puede guardarlos de peligros y malas influencias e incluso del sufrimiento que pudiera causarles el rechazo de sus amigos. En tales ocasiones, el amor y la aceptación son como la red de seguridad de los trapecistas. Si tus hijos saben que no los rechazarás aunque metan la pata o hagan alguna estupidez, acudirán a ti, y así se formará ese vínculo que deseas. Deben saber que, hagan lo que hagan, siempre los amarás, y nada podrá alterar ese amor. Tienen que saber que siempre pueden conversar contigo; que aunque no estés de acuerdo con ellos, aunque no coincidas con su punto de vista, aunque pienses incluso que han hecho algo muy malo o dañino, nunca dejarás de considerarlos tus hijos. Tienen que saber que siempre los amarás, que siempre podrán recurrir a ti, que aunque ocurra la peor calamidad, siempre podrán contar con tu amor. Extraído del libro "Urgente Tengo un Adolescente" por Derek y Michelle Brookes. © Aurora Producciones. Utilizada con permiso. Ser madre es muchísimo más que tener un bebé. Para criar un niño y realizar todo el trabajo que ello implica hay que ser una madre de verdad. Es una labor que exige plena dedicación. La maternidad es lisa y llanamente trabajo arduo. Sin embargo, nunca se aprecia a las mamás como se debe. Quienes nunca se han puesto en su pellejo simplemente no se dan cuenta del trabajo que cuesta. Exige gran fe y, como se dice, arrimar el hombro. Aun con las comodidades de la vida moderna, que alivian mucho el trabajo de llevar un hogar, criar niños es una tarea de jornada completa. La labor de una madre exige la fuerza de Sansón, la sabiduría de Salomón, la paciencia de Job, la fe de Abraham, la perspicacia de Daniel, y el valor y la habilidad administrativa del rey David. David era un luchador, y para ser madre hay que tener espíritu de lucha. Por si fuera poco, también se necesita el amor de Dios, de eso no cabe duda. El trabajo de una madre es prácticamente el más importante del mundo. Las madres de la próxima generación labran el futuro. El mundo del mañana lo modelan las madres de hoy, según la educación que brinden a sus hijos. Los niños nos llevan a tomarnos las cosas en serio y nos estimulan a conducirnos bien y a hacer el bien, a darles buen ejemplo y a instruirlos en el camino en que deben andar. Nos damos cuenta de la gran responsabilidad de tener la vida de un niñito en nuestras manos y del hecho de que se va a convertir en lo que nosotros hagamos de él. Por eso es posible que la última y mayor influencia que recibamos en la vida provenga de nuestros hijos. Los psicólogos dicen que los niños aprenden más en los cinco primeros años de vida que en todo el resto. Esos primeros años son, pues, importantísimos. No podemos esperar hasta que hayan cumplido esa edad para iniciar nuestra labor educadora. Todos y cada uno de los días que van pasando son importantes. Los padres no solo tenemos la obligación de velar por que nuestros hijos coman y duerman bien, gocen de buena salud, tengan ropa y estén protegidos, sino también por que reciban formación y enseñanza, estímulo mental e inspiración espiritual. Vuelvo a insistir en lo importantes que son los niños para el futuro, y en lo primordial que es la labor de una madre. Dios bendice a toda madre que se entregue por entero a esos preciosos obsequios que Él le ha dado por la eternidad: sus hijos. Es más, sin duda la bendice a diario por medios que los demás ni siquiera pueden imaginarse. Instruye al niño en el camino correcto y aun en su vejez no lo abandonará (Proverbios 22:6). Cuando hayan crecido, tus hijos se sentirán agradecidos de haber tenido una madre de verdad. Escrito por David B. Berg; publicado originalmente en la revista Conectate. Usado con permiso.
Encamina a tus hijos hacia Jesús Para dar a los niños un buen fundamento y prepararlos para la vida es de suma importancia ayudarlos a entablar una relación personal con Dios por medio de Jesús. Desde chicos los niños pueden rezar para aceptar la salvación eterna que Dios les ofrece y abrirle a Jesús la puerta de su corazón. Es tan sencillo que hasta muchos pequeños de dos años pueden hacerlo. Cuando le hayas enseñado quién es Jesús -para ello es ideal una biblia infantil ilustrada-, explícale: «Jesús quiere vivir en tu corazón. Él te quiere mucho. Quiere ser tu mejor amigo y estar siempre contigo. Si le pides que entre en tu corazón, entrará. ¡Y ya nunca te dejará! ¿Quieres que entre en tu corazón?» Luego haz una pequeña oración para que el niño la repita. La oración puede ser algo así como: «Jesús, entra en mi corazón. Perdóname por portarme mal a veces. Ayúdame a amarte y a portarme bien». Con eso, Jesús entrará en el corazón de tu hijo, y será salvo para siempre. Dios lo promete1. ¡Es así de sencillo! A los niños mayorcitos conviene darles una explicación más completa de lo que es la salvación. Veamos un ejemplo de lo que se les puede decir. También puede ser algo más resumido: Nadie es perfecto. Todos tenemos nuestros puntos flacos, y a veces hacemos cosas que no están bien. Pero Dios nos quiere tanto que desea perdonarnos y ayudarnos a cambiar. Para ello hizo un gran milagro: ideó un plan muy sencillo a fin de que cualquiera pueda salvarse. Lo único que tenemos que hacer es creer en Jesús y aceptarlo. Cuando él entra en nuestra vida, aparte de ayudarnos en la Tierra, también nos da vida eterna en el Cielo. La salvación es un regalo sensacional que Dios hace a todos los que aman a Jesús y creen en Él. La salvación es así de sencilla. Una vez que tu hijo acepta a Jesús, ya la tiene. Para los padres es una experiencia maravillosa estar junto a sus hijos cuando estos descubren a Jesús y Su salvación. Importancia de apacentar a los hijos con la Palabra de Dios A nadie se le ocurriría decirle a un niño que se ha perdido en el bosque que busque por su cuenta el camino de regreso a casa. Nunca se nos pasaría por la cabeza no dar de comer a nuestros hijos, no vestirlos o no dejarlos salir a jugar, respirar aire puro y hacer ejercicio. Y tampoco debemos privarlos de las Palabras de vida, que imparten el poder, la luz y la vida de Dios. Jesús dijo: «Las Palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida» Con la Palabra de Dios los niños aprenden lo que está bien y lo que está mal y adquieren sólidos principios que los capacitan para hacer frente a las numerosas dificultades que se les presentarán en la vida. Y a medida que crezcan, sin duda tendrán que encarar muchas, porque la vida es un terreno de pruebas en el que aprendemos a tomar decisiones en consonancia con los preceptos del bien, en vez de escoger lo que es malo y perjudicial. Desde muy pequeños, los niños libran esta batalla espiritual y toman decisiones que pueden afectar en gran manera su vida y la de los que los rodean. Los padres podemos preparar a nuestros hijos para hacer frente a esas difíciles decisiones proporcionándoles una base de fe y un buen conocimiento de la Palabra de Dios. Relatos de la Biblia para niños Es muy beneficioso leer la historia sagrada a los hijos desde temprana edad; cuanto antes se empiece, mejor. Hasta los bebés pueden asimilar relatos acerca de Jesús y de hombres y mujeres de fe. Esto le servirá de cimiento para hacer descubrimientos más profundos de la Palabra de Dios cuando sea mayor. Una actividad así estrecha las relaciones entre padres e hijos y los ayuda a crecer en la fe y entender la Palabra de Dios. Al leer y comentar esos relatos, sorprende la cantidad de enseñanzas que se sacan y son de aplicación en la vida cotidiana. El tomarse tiempo para hablar de los detalles y la moraleja de cada caso ayuda a los niños a aplicar esas enseñanzas a su propia vida. (Haz clic aquí para ver relatos de la Biblia para niños.) Explorar la Palabra de Dios constituye una aventura espiritual en la que puede participar toda la familia. No hace falta saberlo todo para empezar. Si tus hijos te hacen preguntas cuya respuesta desconoces, diles simplemente que aún no lo sabes, pero que si siguen leyendo seguramente lo averiguarán. Pídanle al Señor que los ayude a descubrir la respuesta mientras leen Su Palabra. A veces viene bien comentar las preguntas de los hijos con nuestro cónyuge o con algún amigo que sea lector de la Biblia. La Biblia es un libro muy extenso. Aunque se estudie a lo largo de toda la vida, nunca se llegan a extraer todos los tesoros que contiene. Extraído del libro "La Formación de los Niños", por Derek y Michelle Brooks. Usado con permiso. Uno de los mitos más extendidos de la educación moderna es que darle a un niño todo lo que quiere y dejarle obrar a su antojo lo hace feliz, y a la larga le enseña a tomar buenas decisiones. Según los defensores de esta doctrina, el niño al que se consiente de tal forma se convertirá en un adulto feliz, productivo, de espíritu libre e independiente. En realidad es al contrario. Los niños necesitan límites. Es preciso definirles claramente el comportamiento que se les exige. Es menester impartirles principios morales que diferencien entre el bien y el mal. Un niño consentido y caprichoso se convierte en un adulto exigente y malcriado. Si bien es cierto que se debe dar a los niños la libertad de elegir lo que quieren en muchas esferas, también se les debe enseñar a responsabilizarse de sus decisiones. Cuando los padres son capaces de combinar la libertad y las restricciones de forma equilibrada, los hijos aprenden a escoger bien. Aprenden a ser independientes por el camino de la dependencia guiada. Se hace de la siguiente manera: En primer lugar, hay que enseñar al niño ciertos principios fundamentales de obediencia, la diferencia entre el bien y el mal y que sus decisiones afectan a los demás y pueden tener buenas o malas consecuencias. Luego, poco a poco, a medida que demuestra que es capaz de asumir responsabilidad en cuestiones de poca monta, se le puede dar más independencia y permitir que tome decisiones más importantes, observando en todo momento cómo va madurando, y ayudándolo a entender y aceptar las repercusiones de lo que decida. Así, adquiere la independencia que quiere y necesita, pero no sin antes haber aprendido a hacer uso de ella con buen criterio. Una vez que los hijos demuestran que son responsables, tenemos que manifestar fe en ellos evitando supervisarlos muy estrechamente o repetirles a cada rato las instrucciones, o retomar las riendas cuando nos parece que deberían haber actuado de otra manera. Una transición gradual y asistida de la dependencia a la independencia da como resultado un adulto más equilibrado y competente, que ni depende excesivamente de los demás ni es tan independiente que no pueda relacionarse y llevarse bien con sus semejantes. Si desde temprana edad se le enseña a ser responsable y se lo ayuda con amor a atenerse a las consecuencias de sus actos, madurará rápidamente y adquirirá un cimiento firme que le permitirá hacer frente a las turbulencias típicas de la adolescencia y a toda una vida de decisiones, algunas de las cuales no son nada fáciles de tomar acertadamente. Tomado del libro "La formación de los niños", escrito por Derek y Michelle Brooks. © Aurora Producciones. Usado con permiso.
¡Te impresionaría la capacidad que tienen los niños de sorprenderte positivamente! A veces cuesta entender sus actos: por qué llega uno a pensar que se están portando mal adrede y te contradicen y actúan a contrapelo de lo que esperas de ellos. A veces es poco menos que imposible adivinar lo que les pasa por la cabecita, ya que sus actos contradicen tus instrucciones o lo que según tu percepción se debe hacer. Sin embargo, te darás cuenta de que a pesar de su conducta traviesa, tienen buen corazón, sobre todo cuando les has dado buena formación y les has inculcado el amor al prójimo y enseñado a preocuparse por los demás. Los niños no ven como la gente grande. Conviene tener eso en cuenta cuando tu peque revele su innata cualidad de hacer travesuras. Está explorando los laberintos de la vida. Por eso, lo que para ti puede ser algo que claramente no se debe hacer, quizá para la mente de un niño no sea tan evidente. A lo mejor nadie le ha explicado por qué no debe tocar tal cosa o por qué no deben reaccionar de cierta manera. Para ellos, cada día es un aprendizaje, una escuela en la que los padres, hacen de maestros. Cada día se les entregan las pequeñas lecciones que más adelante contribuirán a afianzar los aspectos más relevantes de su formación. Educar a un niño exige amor, comprensión, fe y paciencia. Es preciso que veas a los chiquillos por el prisma de lo que pueden llegar a ser, tomar nota de las buenas cualidades por muy inclinados que estén a hacer pillerías. Si dedicas tiempo y esfuerzos a tus hijos y les enseñas a discernir el bien del mal, se hará evidente el fruto de lo que sembraste en ellos. Aunque pasen por momentos difíciles, si los amas y los apoyas con constancia, y les impartes constantemente buenos principios que les ayuden a distinguir el bien del mal, tus esfuerzos darán el fruto deseado, por mucho que a veces ello no sea tan obvio. No dejes de guiarlos por el buen camino con amor, y verás que el bien siempre saldrá a relucir, quizás en los momentos más inesperados. Dice la Biblia: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6). La instrucción que impartes a tus hijos desde temprana edad da sus frutos a la larga. Esos frutos no solo se harán manifiestos en algún momento futuro de la vida; los verás todos los días si estás alerta. No llegues a conclusiones precipitadas; mira con los ojos de la fe y de lo posible, ¡y tus hijos te asombrarán! © TFI. Usado con permiso. Aseo Personal / Autosuficiencia Cuanto más se le enseñe a un niño a cuidar de sus cosas y ser independiente, más tiempo tendrán los padres para realizar otro tipo de actividades con él. Por otra parte, hay que tener en cuenta que mientras los pequeños estén aprendiendo, a nosotros nos parecerá que cada tarea -como la de vestirse- les toma una eternidad. Y es fácil impacientarse cuando se están preparando para salir, por ejemplo. (Naturalmente, habrá ocasiones en que habrá que hacerlo por ellos, ¡pero por lo general no les hace gracia!) Para que aprenden lo que deben hacer para cuidar y proteger sus cuerpecitos necesitan instrucción y práctica. Hay que explicarles y repetirles muchas veces los principios y pautas de salud, higiene y seguridad: el aseo personal; el cuidado de los dientes, el cabello y la ropa; la limpieza de los oídos (para lo cual no deben usar bastoncillos, sino una toallita y el dedo); el uso del inodoro y lavarse las manos cada vez; el abrochamiento de botones, hebillas, cierres de presión y cremalleras; peinarse y trenzarse el pelo; lustrarse los zapatos; vestirse; comer con buenos modales; cruzar la calle en forma segura, etc. Desenvolvimiento Social (Interés y Consideración por los Demás) Son muchas las destrezas sociales que puede adquirir un niño pequeño. Al permitirle incorporarlas a su conducta canalizamos parte de sus energías en algo positivo. Además hace que se sienta útil y una parte integral de la familia o de una iniciativa determinada emprendida por ésta. Desde temprana edad se debe enseñar a los niños a ser considerados con los demás. Conviene, por ejemplo, que aprendan a respetar los cuartos privados, a pedir las cosas por favor, a dar las gracias, a decir «perdón» cuando tienen que interrumpir una conversación, a saludar a la gente y a guardar su lugar cuando están en presencia de otras personas que están conversando. Otra cosa que pueden aprender a hacer por los demás es poner la mesa debidamente, así como preparar y servir ciertas comidas y bebidas (jugos, leche, sandwiches, etc.). Conviene que usen jarras, platos y vasos irrompibles. Les encanta tomar el té con todo el servicio, para lo cual se puede servir agua, leche, jugo o infusiones de yerbas en lugar de té cafeinado. Es bueno alentar a los niños a tener gestos de consideración con los demás. Se les puede ayudar a preparar una sorpresa para alguien a quien quieren o que necesita una muestra de cariño o un detalle. A los niños les encanta tener gestos bondadosos porque es muy gratificante. La amabilidad y la consideración se aprenden mayormente viendo un buen ejemplo, y cuando la gente espera de uno que manifieste esas cualidades y le estimula en ese sentido. Los niños aprenden enseguida a ser serviciales, a ordenar el cuarto cuando mamá se siente cansada, a traerle a papá sus pantuflas, etc. Cuando sean amables y considerados con otras personas conviene recompensarlos con una gran muestra de afecto, prodigarles elogios y darles las gracias por el bien que han hecho. Eso refuerza el buen comportamiento y fomenta la adquisición de buenos modales. Extraído del libro "Pre-escolares", escrito por Derek y Michelle Brooks. © Aurora Producciones. Usado con permiso.
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