La mayoría de las personas mayores han observado a un niño jugando alegremente y por un momento desearon volver a ser como él. Se lo ve tranquilo y contento. No tiene nada de qué preocuparse. Los niños se ríen con facilidad, disfrutan de lo que hacen y se entusiasman con cosas muy sencillas. Por lo general, sus preocupaciones son de poca monta y muy temporales y muy pocas veces duran más de unos minutos, o a lo máximo una hora. Probablemente pasen mucho más tiempo que ustedes disfrutando contentos y metidos en lo que están haciendo.
¿Por qué a los niños se los ve mucho más tranquilos? Es evidente que tienen mucho menos trabajo, pero en realidad esa no es la causa raíz. Lo que les da mucha más paz interior no es tanto la ausencia de trabajo como la casi completa ausencia de aprensión por el futuro. Cuanto más pequeños son los niños, menos propensión tienen a preocuparse por el futuro. Cuando crecen, enfrentan más problemas y presiones. En poco tiempo ya se preocupan por su boletín de calificaciones, después empiezan a mirarse al espejo y preguntarse si serán feos cuando crezcan. Al acercarse a la edad adulta, se acumulan las preocupaciones sobre el futuro, y en algunos casos empiezan a opacar el entusiasmo por las cosas sencillas de la vida. Antes de darse cuenta ya se convirtieron en personas mayores con plenas responsabilidades, muchas aprensiones y preocupaciones. Lamentablemente, el miedo y la preocupación por el futuro se convierten en parte de la vida adulta a diferentes niveles, pues depende de la medida en que la persona sea propensa a preocuparse. Algunos tienen más responsabilidades y por tanto, más de qué preocuparse. Otros se preocupan más porque es su personalidad. Otros temen y se preocupan por experiencias negativas que han tenido. El caso es que todo el mundo se preocupa de vez en cuando. Todos tienen que lidiar periódicamente con temores y aprensiones, ya sea en torno a su trabajo, sus hijos, su salud o su empleo. Está claro que no puedes volverte niño hasta tal punto que te desentiendas de todas tus obligaciones y de tu trabajo y pasar todo el día en juegos de simulación o imitación, pero sí que puedes aprender del ejemplo de los niños de vivir más el momento y disfrutar de las cosas sencillas de la vida. A continuación enumero algunos ejemplos de alegrías sencillas que suelen pasar inadvertidas:
Respira hondo. Otra vez. Por unos momentos piensa en algo bonito. Olvídate de tus problemas. Olvídate del día. Aprecia las cosas buenas de la vida. ¿Verdad que te sientes mejor? Si aún no te sientes más a gusto, te sentirás así cuando seas más como un niño y te habitúes a disfrutar de los placeres sencillos de la vida. Disfrute la vida de principio a fin, no en ratos breves e intensos. Pasa tiempo riendo con los demás y amándolos, no dándoles órdenes, resolviendo problemas ni compitiendo con ellos. Ama, viva y disfruta de algo cada día. ¡Todos los días! © TFI. Usado con permiso.
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Un niñito, tierno y puro, es una manifestación del amor de Dios y uno de los regalos más valiosos que puede recibir una persona. En realidad, los hijos no son nuestros; pero Él nos los encomienda y quiere que los amemos y los formemos. Son regalos de Dios que requieren nuestros cuidados, cual flores de nuestro jardín. Son obsequios divinos, sí; pero también una tarea que Él nos encarga. Dios, como Padre, nos da ejemplo de cómo quiere que nos conduzcamos nosotros con nuestros hijos. Es justo, misericordioso, amoroso y paciente; pero también firme cuando ve que nos descarriamos. Aunque es un Dios de amor, es también un excelente Padre, que sabe corregirnos cuando nos hace falta. Al ofrecer un buen ejemplo a nuestros hijos y formarlos, educarlos y orientarlos como es debido, les damos un bagaje para toda la vida. «Instruye al niño en su camino, y ni aun de viejo se apartará de él» (Proverbios 22:6, RV95). «Todos tus hijos serán enseñados por el Señor, y se multiplicará la paz de tus hijos» (Isaías 54:13). - David Berg, gentileza de la revista Conectate. Chalsey Dooley
Aquella sonrisa de mi bebito era una nimiedad. Sin embargo, modificó mi perspectiva de la vida. Al despertarse y mirarme, vio lo que más importancia tiene para él en todo el mundo: ¡yo! No le importó que hubiera que cambiarle el pañal, ni que mi pantalón de pijama no combinara con la blusa, ni que estuviera toda despeinada. Simplemente me quiere y desea estar conmigo. No necesita perfección; el amor lo pone todo en su debida perspectiva. En ese momento en que lo tomé en brazos y me impregné del amor que irradiaba se me esclareció algo que me había preguntado un rato antes. La falta de perfección en la vida es algo que siempre me ha molestado. Cuando alguien dice o hace algo que me contraría, suelo argumentar: «¿Por qué tiene que haber choques de personalidad, descuidos, altas de consideración, injusticias, desaires, pesimismo? ¡Son cosas que suceden todos los días y están mal! ¡Ojalá no existieran! Si todo el mundo —incluida yo misma— se condujera como es debido, mi vida sería toda dicha y perfección». Consideraba que la perfección era lo único que alguna vez aliviaría mis irritaciones. Pero a la vez sabía que eso nunca se daría. La vida es así. Necesitaba otra solución. Cuanto más cavilaba, más me daba cuenta de que lo que en realidad quería era que el mundo girara en torno a mí, mis deseos, sentimientos, preferencias y prioridades. Algo tenía que cambiar, y en este caso, cualesquiera que fueran las faltas de los demás, la que tenía que cambiar era yo. Pero, ¿cómo? Ya lo había intentado antes. Aquella mañana, mientras tenía en brazos a mi bebé, una voz me susurró: «¿Te habría gustado que tu bebé fuera perfecto de nacimiento?» Al sopesar esa idea, comprendí que nada me habría desagradado más. De haber podido él caminar y correr desde el día en que nació, nunca habría podido yo disfrutar de la expresión de emoción que se dibujó en su carita el día que logró dar sus primeros pasos. Además me habría perdido ese singular sentimiento de tenerlo en brazos sabiendo que dependía enteramente de mí. De haber podido hablar perfectamente bien desde el día en que nació, jamás habría podido yo experimentar la alegría de oírlo decir su primera palabra. Si supiera todo lo que sabe una persona mayor, nunca habría podido verlo pasmado ante algún descubrimiento, y nunca habría tenido la dicha de enseñarle algo nuevo. Me habría perdido muchísimas cosas. En realidad sus imperfecciones lo hacen perfecto. ¡No querría que fuera distinto! Entonces me pregunté: «¿Qué hace que su imperfección sea diferente de todas las otras imperfecciones que me rodean?» La respuesta no podía ser más clara: «El amor». ¡Eso es! Eso es lo que me falta. Eso es lo que más preciso para enfrentar con valor y alegría los problemas que quisiera que no existieran. Me dije: «Imagínate todo lo que te perderías si tú y los que te rodean fueran perfectos desde el comienzo. Te perderías ese aspecto imprevisible y sorpresivo de la vida; la dicha de perdonar y ser perdonada; los estrechos vínculos de amistad que se forman en medio de la adversidad, y las cualidades que se cultivan también en esas situaciones». Me di cuenta de que añadir pensamientos negativos a una situación ya de por sí negativa nunca da resultados positivos. En ese momento me propuse buscar y descubrir las oportunidades y experiencias positivas que se ocultan detrás de la máscara de la imperfección. Más tarde aquel mismo día mi bebito no podía dormir. Decidí entonces sacarle provecho a una situación difícil poniendo en práctica lo que acababa de aprender. Hice a un lado lo que a mi juicio era lo mejor para él y para mí en ese momento, y mi marido y yo nos tomamos un rato para cantar y reír con él. Fue un momento perfectamente feliz que todos nos habríamos perdido si aquel día todo hubiera salido perfecto. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Jay Phillips Hoy fui a caminar con los niños de unos amigos. Paseamos por el campo en los alrededores del pueblo donde vivimos. Es una zona agrícola con senderos de tierra y bosquecillos. El tiempo era estupendo; así que fue una buena oportunidad de que los niños respiraran aire puro e hicieran ejercicio, mientras corrían por allí buscando insectos y otros animalitos que abundan en la primavera y el verano. En medio de la naturaleza da la impresión de que el tiempo se detuviera; por lo menos hasta que los niños gritan entusiasmados: «¡Una mariquita!» o: «¡Una araña!» Pero hasta esas alertas repentinas están bien, porque por lo general me bastan unos minutos de tranquilidad para despejarme la cabeza. Entonces no me importa correr a fotografiar el último bicho interesante que han descubierto y vivir ese instante con unos chiquillos tan curiosos. Cuando Jesús dijo que si no nos volvemos como niños no podremos entrar al Reino de los Cielos (Mateo 18:3), tal vez no se refería solamente al Cielo venidero, sino también a la tranquilidad y el adelanto de cielo que sentimos en el corazón en esta vida durante un rato en que dejamos las preocupaciones de lado y nos sintonizamos con la voz de Dios, que nos habla por medio de Su creación. Los niños que estaban conmigo lo hacían con naturalidad. No estaban preocupados por tareas que hubiera que hacer al volver a casa ni por cuentas que hubiera que pagar. Sencillamente rebosaban de energía y estaban ilusionados y contentos de que una persona mayor los acompañara y tomara fotos de lo que hacían. Con mayor razón deberíamos tener la gran tranquilidad de saber que el de Arriba nos cuida y que, sin duda, también toma fotos de nuestra vida. ¿Cuál es el secreto para criar niños felices y bien adaptados?
No hay ningún secreto, pero sí una clave: el amor. Sería imposible cubrir a cabalidad el tema del amor de los padres por sus hijos en esta breve columna. Sin embargo, a continuación te brindamos un resumen de las fórmulas y acciones más importantes con que puedes manifestar amor a tus hijos.
Copyright © La Familia Internacional. Usado con permiso. Mi hija tiene casi tres años y entró en una etapa nueva: la de «Mamá, tengo miedo». Por ejemplo, les ha tomado miedo a los perros. Desconfía hasta de la vieja mascota de la familia, un animal de lo más dócil, y nos pregunta: «¿Tiene dientes afilados?», o: «¿Los perros se comen a las niñitas?» El solo ladrido de un perro a lo lejos basta para que la chiquilla salga despavorida y entre corriendo a la casa. Todos nuestros comentarios tranquilizadores no parecen servir de nada. ¿Cómo puedo ayudarla a superar sus miedos?
Personas de cualquier edad pueden verse gravemente afectadas por el miedo; pero los niños suelen ser los que más sufren a raíz de ello, pues su marco de referencia es bastante limitado y aún no han desarrollado la capacidad de razonamiento necesaria para determinar qué temores son reales y cuáles son infundados. Se requiere una importante cuota de oración, paciencia, comprensión y buen tino de parte de los padres para ayudar al niño a lidiar con el temor. Asimismo conviene tener en cuenta que ciertos temores son normales, racionales y hasta saludables. Algunos son innatos, tales como el miedo a los estruendos o a las alturas. Otras fobias racionales se adquieren por medio de ciertas experiencias. Por ejemplo, si a un niño le pica una abeja, es probable que adquiera temor a las mismas. Otros temores racionales se inculcan por medio de las advertencias de los padres, entre ellos el temor a las estufas calientes, los cuchillos afilados y los autos en movimiento. Por otra parte, los temores irracionales, tales como el miedo a monstruos imaginarios, no tienen ningún fundamento en el mundo material. Muchos miedos que se padecen en la infancia son en parte racionales y en parte irracionales, y por lo general se relacionan con una etapa particular del desarrollo mental y emocional del niño a medida que se ve expuesto a experiencias nuevas y aprende a razonar y ejercitar su imaginación. Es muy importante no minimizar los temores de un niño. Eso no alivia el miedo; antes agrava la dificultad que ya enfrenta el pequeño, pues le hace sentirse avergonzado y disminuye su autoestima. Crearle un sentimiento de culpa por sentir miedo o darle la impresión de que está mal —como si fuera algo intencional— no hace más que complicar el problema. El primer paso para ayudar a un niño a superar su aprensión es encomendar el asunto a Jesús por medio de la oración. Pídele que llene a tu hija de la luz de la fe de modo que pueda vencer la oscuridad del miedo. Reza también una plegaria bien optimista con ella en la que hagas hincapié en los cuidados y el amor que Dios le prodiga. Conviene preguntarle a Jesús qué hacer para ayudarla a superar su temor, ya que cada caso y cada niño es diferente. Él puede indicarte el origen del trastorno, la mejor solución y la manera de presentársela a la niña. Por ejemplo, puede que te diga que le cuentes algo similar que te ocurrió a ti cuando eras pequeña, en la que al final todo resultó bien. O tal vez te indique que le leas un cuento en el que alguien superó un miedo parecido. Es posible que también te recuerde que no esperes resultados inmediatos. Ayudar a un niño a superar miedos irracionales lleva tiempo. En ese sentido, el amor y la oración nunca fallan. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. A.A. A principios de los años 80 yo era una niña flaquita de ocho años que sufría de asma. Vivía con mi familia en la India. Una antigua amiga de mis padres nos vino a visitar y me dijo sonriente que me había cuidado cuando yo era una bebita. En aquel momento sentí que existía un vínculo especial entre las dos. Mientras ella conversaba con mis padres sobre los viejos tiempos, me arrodillé detrás de ella y silenciosamente le hice una trenza en su cabellera color miel. Era la primera vez que intentaba algo semejante, y me salió bastante suelta y asimétrica. Cuando terminé, le pregunté si le gustaba. Ella la palpó y dijo: «¡Está preciosa! Además, con este calor resulta muy cómoda. Gracias por hacérmela». Así, una niña de ocho años que no se sentía capaz de hacer gran cosa adquirió cierta conciencia de su propia valía y se dio cuenta de que ayudar a los demás en pequeños detalles tiene su recompensa. Un par de años después —también en la India— hicimos una excursión a una montaña que tenía mil escalones de piedra. El asma me obligaba a parar a descansar bastante seguido; pero bien valió la pena el esfuerzo. Cuando llegamos a la cima, exploramos un fascinante museo que había sido en otro tiempo un magnífico palacio. Al pasar por las habitaciones lujosamente amobladas y muy bien conservadas, y por los jardines cuidados con espléndida exquisitez, entendimos el entorno en que había vivido la antigua realeza india. Al día siguiente, nuestra profesora nos pidió que hiciéramos una redacción sobre la excursión. Yo me propuse documentar todos los pormenores de lo que habíamos visto el día anterior: la subida por la escalinata; los monos con que nos topamos en el camino y la forma en que tomaban maní de nuestras manos y se lo comían; la enorme estatua de un temible guerrero a la entrada del palacio, y cada detalle del palacio mismo. Quedé muy complacida con mi redacción, y mi profesora también, aunque me explicó dulcemente que por lo general no conviene empezar cada oración con la palabra entonces. Me recomendó otras opciones que me parecieron interesantes. Esas críticas constructivas eran conceptos nuevos para mí, pero el estímulo y la ayuda que recibí ese día me llevaron a seguir una carrera muy gratificante como escritora y correctora. Así que, independientemente de que seas padre, madre, docente, puericultor o un simple observador, nunca subestimes la influencia que puedes tener en los niños que forman parte de tu mundo. A veces lo único que se necesita es una sonrisa de aprobación o unas palabras de aliento para transformar una vidita. Y el amor que des te vendrá de vuelta. Muchos no comprenden que el mundo del mañana depende de las personas mayores de hoy, de lo que decidan conceder o denegar a la siguiente generación. - David Brandt Berg Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
Ariana Andreassen Mi hijo Anthony es un chiquillo muy despierto, muy activo, de apenas tres añitos. Le encanta aprender cosas. Hace un tiempo, su tema preferido de conversación eran los rayos. No se cansaba de hablar de las tormentas, de que algunos edificios se incendian cuando les cae un rayo… Cuando le dio por escenificar todo eso con sus figuritas de Playmobile y de Lego, procuré canalizar positivamente sus pensamientos y sus energías enseñándole, por ejemplo, que Benjamin Franklin inventó el pararrayos para evitar esos desastres. Un día, al cabo de unos meses, Anthony hizo una pausa en medio de la cena, me miró pensativo y comentó a su manera que algunos animales están en peligro de extinción porque carecen de comida o de lugares aptos para vivir. Curiosa por saber si él realmente entendía de qué hablaba, le pregunté por qué los animales no tenían dónde vivir. Me explicó que para construir casas y carreteras la gente corta árboles, y por eso animales como el koala no tienen dónde refugiarse. Claro que su pequeña exposición le salió un poco enredada; pero me di cuenta de que en general había captado bien la idea y de que estaba sinceramente preocupado de que los animales fueran a perder su hábitat natural. El tema fue el centro de su interés por varias semanas, hasta que hizo el siguiente gran descubrimiento, que si mal no recuerdo fueron los cinco sentidos. Hablando con mi hijo sobre Benjamin Franklin, las especies en peligro de extinción y los cinco sentidos, me hice cargo de lo fácil que es influir en los niños a temprana edad; de ahí la importancia de enseñarles a tomar decisiones responsables y acertadas. A los niños les fascina contribuir de alguna manera a mejorar el mundo. Así que desde temprana edad podemos inculcarles amor y respeto por el medio ambiente. Ahora a Anthony le apasiona echar cada tipo de basura reciclable en el recipiente que le corresponde, regar las plantas y colaborar en las tareas del jardín. Es consciente de que caminar en vez de desplazarse en auto —siempre que sea práctico— ahorra dinero y no contamina. Hasta se acuerda más que yo de apagar las luces cuando sale de un cuarto. Si bien al principio toma tiempo explicarles a los niños ciertos conceptos de forma que los capten bien, con cuidado para no causarles ansiedad ni preocupaciones, el esfuerzo vale la pena. Es una dicha ver a mi pequeño esmerándose por cuidar su entorno en lugar de atropellarlo o no prestarle ninguna importancia. Ariana Andreassen tiene dos hijos. Vive en Tailandia. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. |
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