Tendría unos seis años y era la viva imagen de la inocencia, con un precioso cabello castaño y el rostro cubierto de pecas. La madre vestía unos pantalones cortos color marrón claro, una blusa tejida de color azul y zapatos deportivos. Se notaba a la legua que era madre.
Llovía a cántaros. El agua salía a borbotones por las canaletas de los tejados, con tal rapidez que casi ni tenía tiempo de bajar por los caños. Los sumideros del estacionamiento estaban llenos hasta el borde u obstruidos. Enormes charcos formaban lagos en torno a los vehículos. Un grupo de personas nos habíamos guarecido bajo el toldo o al interior de la tienda. Unos esperaban con paciencia; otros, estaban exasperados porque los elementos les habían complicado su ajetreado día. Siempre me ha fascinado la lluvia. Me extasío con el sonido de las gotas y viendo cómo las nubes lavan el polvo y la suciedad del mundo. Me acuden a la memoria los años de mi niñez, cuando corría y chapoteaba despreocupadamente. La ráfaga de recuerdos me hace olvidar por unos instantes las preocupaciones del día. Con su encantadora voz, la niña nos despertó del ensueño en que estábamos absortos: —Mamá, vamos a correr en la lluvia. —¿Cómo? —¡Vamos a correr en la lluvia! —repitió la chiquita. —No, mi cielo. Espera a que no llueva tan fuerte —contestó la madre. La niña esperó un momento y repitió: —Mamá, vamos a correr en la lluvia. —Quedaríamos empapadas —replicó la madre. —Pero, mamá, eso no fue lo que dijiste esta mañana —arguyó la chiquilla mientras le tiraba del brazo. —¿Esta mañana? ¿Cuándo dije que podríamos correr bajo la lluvia sin mojarnos? —¿No te acuerdas? Hablabas con papá del cáncer que tiene, ¡y le dijiste que si Dios puede hacer el milagro de curarlo puede hacer cualquier cosa! Sobre los presentes se hizo un silencio sepulcral. Solo se oía la lluvia. Nadie llegó ni se fue durante unos minutos mientras la madre reflexionaba para ver cómo responder a su hija. Algunos se habrían reído de la niña y le habrían regañado por decir algo tan tonto. Otros, quizá, no habrían hecho caso de lo que dijo. Pero aquel era un momento de afirmación en la vida de la niña. Era un momento en que la confianza inocente puede aumentar hasta convertirse en fe. —Tienes toda la razón, mi cielo —dijo por fin la madre—. Corramos bajo la lluvia. Si Dios permite que nos mojemos… será que necesitamos lavarnos. Y salieron disparadas hacia la lluvia. Todos nos quedamos observando, sonriendo y riendo mientras corrían entre los vehículos y los charcos con las bolsas de la compra sobre la cabeza. Quedaron empapadas. Pero las siguieron unos pocos riendo y gritando como niños en dirección a sus autos. Tal vez los inspiró la fe y confianza de la madre y la hija. Quiero creer que en algún momento de la vida la madre evocará aquellos instantes que pasaron juntas, y que las imágenes de las dos corriendo bajo la lluvia, como fotos de un álbum, quedaron grabadas como un grato recuerdo, convencidas de que Dios las protegería. Yo también corrí y me mojé. Me hacía falta lavarme. Autor anónimo. Imagen gentileza de Clare Bloomfield/FreeDigitalPhotos.net
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Abbie Blair era asistente social en la década de los sesenta. En una ocasión hizo las diligencias para una adopción que no olvidará jamás. Dejemos que ella misma la cuente.
Recuerdo la primera vez que vi a Freddie. Su madre sustituta lo había llevado a la oficina del organismo de adopción donde trabajo, a fin de que lo conociera y ayudara a encontrarle padres adoptivos. Estaba de pie en el corralito, y me sonrió mostrando los dientes. «¡Qué nene tan lindo!», pensé. Su madre sustituta lo tomó en brazos, y preguntó: -¿Podrá encontrarle una familia a Freddie? Entonces reparé en que Freddie había nacido sin brazos. Le dio un beso, y agregó: -Es muy inteligente, solo tiene diez meses y ya camina y habla. Dile algo a la señora Blair. Freddie me sonrió y escondió la cabeza en los hombros de la señora. -Freddie, no te portes así -le dijo y luego añadió-: En realidad es muy amistoso y muy bueno. Freddie me recordaba a mi propio hijo cuando tenía su edad. Tenía los mismos rizos gruesos y oscuros y los mismos ojos marrones. -No lo olvidará, ¿verdad, señora Blair? ¿Lo intentará? -No lo olvidaré. Subí y saqué mi última lista de niños a los que resultaría difícil encontrar padres adoptivos. Freddie tiene diez meses y es de origen anglofrancés. Tiene ojos pardos, cabello castaño oscuro y piel blanca. Nació sin brazos, pero aparte de eso goza de buena salud. A su madre sustituta le parece que da señales de gran inteligencia. Ya camina y sabe decir algunas palabras. Es cariñoso. Su madre biológica lo entregó, y está listo para que lo adopten. Pensé: «Él está listo. Pero, ¿quién está listo para él?» Eran las diez de la mañana de un radiante día de fin de verano. Mi oficina estaba llena de matrimonios: unos habían ido para someterse a una entrevista, otros para conocer a bebés, y se iban formando familias. Esas parejas casi siempre tenían el mismo sueño: querían un niño que se les pareciera lo más posible, lo más pequeño posible y, sobre todo, saludable. -Si se enferma después de que lo llevemos a casa -decían- es un riesgo que corremos, como todos los padres. Pero acoger a un niño que ya padece algo sería demasiado. Es muy comprensible. Yo no era la única que le buscaba padres a Freddie. Cada vez que una de las asistentas sociales conocía a otro matrimonio empezaba con una esperanza: tal vez esos serían los papás de Freddie. Pero pasó el verano y llegó el otoño. Freddie seguía con nosotros cuando cumplió un año. -¡Freddie es grande! -decía Freddie riéndose- ¡Grande! Entonces los encontré. Empezó como siempre, con una ficha impersonal en mi cajón, otro caso, un nuevo estudio de hogar, dos personas que querían un hijo. Se llamaban Frances y Edwin Pearson. Ella tenía 41 años. Él, 45. Ella era ama de casa. Él conducía un camión. Fui a verlos. Vivían en una casita blanca de madera con un amplio y soleado jardín lleno de árboles añosos. Me recibieron juntos en la puerta, ansiosos y muertos de miedo. La señora Pearson sirvió un café humeante y galletas recién salidas del horno. Se sentaron conmigo en el sofá, tomados de la mano. Al cabo de unos instantes, la señora Pearson dijo: -Hoy cumplimos dieciocho años de casados. -Han sido buenos años -añadió el señor Pearson- Excepto que… Sí. Siempre está esa excepción -agregó ella. Luego, mirando la impecable sala, comentó: -Está demasiado ordenada, ¿no le parece? Pensé en la sala de mi casa y en mis tres hijos, ya adolescentes. -Sí -asentí-. Comprendo. -¿Será que somos demasiado mayores? Sonreí antes de responder: -No creo. -Nosotros tampoco lo creemos. -Uno siempre piensa que será este mes, y luego el siguiente -explicó el señor Pearson-. Análisis, exámenes. De todo. Una y otra vez. Y nunca pasa nada. Espera que te espera, y el tiempo sigue pasando. Ya habíamos tratado de adoptar. En una agencia nos dijeron que nuestro apartamento era muy pequeño, y nos conseguimos esta casa. En otra decían que no gano lo suficiente. Habíamos resuelto no seguir intentando, pero un amigo nos habló de ustedes, y decidimos probar por última vez. -Me alegro -contesté. La señora Pearson miró a su marido con orgullo, y preguntó: -¿Tenemos posibilidad de elegir? ¿Un varón para mi marido? -Veremos si encontramos un varón. ¿Cómo lo quiere? La señora Pearson se rió, y dijo: -¿De cuántas clases hay? Simplemente un chico. Mi marido es muy aficionado al deporte. En secundaria jugó baloncesto y practicó atletismo. Sería buen padre de un varón. El señor Pearson me miró y dijo: -Comprendo que no podrá decirlo con exactitud pero, ¿puede darnos una idea de qué tan pronto sería? Llevamos mucho tiempo esperando. Vacilé. Siempre preguntan eso. -Tal vez para el verano -añadió la señora Pearson-. Podríamos llevarlo a la playa. -¿Tanto tiempo? ¿No tiene a nadie? Habrá algún chico -dijo el señor Pearson, y tras una pausa, añadió-: Claro que no podemos darle tanto como otros. No hemos ahorrado mucho. -Tenemos mucho amor -agregó su esposa-. De eso sí hemos ahorrado bastante. -Bueno -dije con cautela-, hay un niño de13 meses. -Es una edad encantadora -comentó la señora Pearson. -Tengo una foto de él -comenté mientras alargaba la mano hasta mi bolso, y les pasaba la fotografía; añadí-: Es un muchachito estupendo, pero nació sin brazos. Estudiaron la foto en silencio. El señor Pearson miró a su esposa. -¿Qué te parece, Fran? -Fútbol -dijo la señora Pearson-; podrías enseñarle a jugar fútbol. -El deporte no es tan importante -dijo el señor Pearson-. Puede aprender a utilizar la cabeza. Sin brazos puede vivir. Sin cabeza, no. Puede ir a la universidad. Ahorraremos. -Es un chico -insistió la señora Pearson-. Necesita jugar. Le puedes enseñar. -Le enseñaré. Los brazos no lo son todo. Quizá alguna vez podamos conseguirle unos. Se habían olvidado de mí. Pero pensé que quizá el señor Pearson tenía razón. Tal vez le podrían poner brazos artificiales a Freddie. Tenía unos pequeños muñones en el lugar de las extremidades superiores. -¿Les gustaría conocerlo? Levantaron la vista. -¿Cuándo nos lo podrían dar? -¿Creen que lo querrían? La señora Pearson me miró y preguntó: -¿Que si lo querríamos? -Lo queremos -anunció el señor Pearson. La señora Pearson miró de nuevo la foto y dijo: -Nos estabas esperando, ¿verdad? -Se llama Freddie -les informé- pero pueden cambiarle el nombre. -No -dijo el señor Pearson-. Frederick Pearson; suena bien. Eso fue todo. Lógicamente, hubo que hacer trámites, y para cuando fijamos la fecha, ya se estaban engalanando las calles con luces navideñas y había adornos por todas partes. Encontré a los Pearson en la sala de espera. Los dos tenían un poco de nieve encima. -Ya está aquí su hijo -anuncié-. Subamos y se lo presentaré. -Estoy nerviosa -dijo la señora Pearson-. ¿Y si no le gustamos? Poniéndole una mano en un brazo, le dije: -Ya se lo traigo. La madre sustituta de Freddie le había puesto un flamante traje blanco, con un ramito de acebo verde y bayas rojas bordado en el cuello. El pelo le brillaba como una masa de rizos oscuros. -A casa -me dijo Freddie, sonriendo, mientras su madre sustituta lo ponía en mis brazos. -Le dije eso -explicó ella-, que iba a ir a su nueva casa. Se despidió de él dándole un beso, con lágrimas en los ojos. -Adiós, mi amor. Pórtate bien. -Bien -repitió Freddie alegremente-. Voy a casa. Lo llevé a la sala donde esperaban los Pearson. Cuando llegué, lo puse en el suelo para que caminara y abrí la puerta. -Feliz Navidad -les dije. Freddie se quedó vacilante, agitando un poco la cabeza mientras miraba fijamente a las dos personas que tenía ante sí y lo contemplaban absortas. El señor Pearson se agachó poniendo una rodilla en el suelo, y le dijo: -Freddie, ven. Ven con papá. Freddie me miró por un momento. Luego, se dio vuelta, y caminó con lentitud hacia ellos, que lo recibieron con los brazos abiertos. * * * Todos queremos que nos quieran, ocupar un lugar, que se nos reciba con los brazos abiertos. Una de las mayores dificultades es que depende mucho del atractivo. Si tenemos buena presencia, hacemos nuestra parte, nos ajustamos a las expectativas de los demás y cumplimos muchas otras condiciones, a lo mejor nos querrán. Pero hay una clase extraordinaria de amor. Un amor que acepta incondicionalmente y no pide belleza. No tenemos que decir nada. No tenemos que estar en un determinado lugar. No tenemos que tener cierta cantidad de dinero ni ocupar un cargo. O sea, que se nos puede amar tal como somos. El artículo de Abbie Blair es gentileza del Reader’s Digest. Image courtesy of David Castillo Dominici at FreeDigitalPhotos.net Habiendo nacido antes de que se inventara la Internet, a veces, cuando veo a alguien escribiendo frenéticamente mensajes de texto, me pregunto cómo habría sobrevivido en los tiempos de Maricastaña, cuando para comunicarse por escrito se necesitaba una maquinita de 15 kilos, líquido corrector o una goma de borrar, ir a correos, hacer cola para comprar una estampilla, esperar una semana o dos a que la carta llegara a su destino, y otras dos semanas a que nos llegara la respuesta.
¿Por qué estará todo el mundo tan ocupado? Hoy hasta el conductor del mototaxi que tomé andaba haciendo varias cosas al mismo tiempo. Mientras esquivaba el tráfico, iba negociando un acuerdo con su celular. ¿Tendría edad suficiente para recordar la época en que hacer una llamada telefónica en la calle significaba buscar una cabina, tener sencillo y meter más monedas si la llamada se pasaba de tres minutos? Lo que no me explico es: ¿qué hacemos con el tiempo que ganamos al librarnos de todo eso? ¿No deberíamos disponer de cantidad de ratos de esparcimiento gracias a todas las maravillas modernas que nos ahorran horas y horas? ¿Será una simple cuestión de mala administración del tiempo? Abundan los buenos consejos: priorizar, delegar, hacer primero lo más difícil, desembarazarse de lo superfluo, aprender a decir que no… El tema, sin embargo, tiene otras aristas. A veces la cuestión no es tanto lo que hacemos, sino lo que vamos camino de ser. Como dijo el sabio hindú Rabindranath Tagore: «El que está demasiado ocupado haciendo el bien no encuentra tiempo para ser bueno». ¿Cómo podemos reducir un poco la marcha y disfrutar más de la vida sin dejar de atender a todas nuestras obligaciones? El otro día me marchaba a una reunión cuando mi nieta me tomó de la mano y me preguntó con entusiasmo: -¿Te muestro los pasos que aprendí en mi clase de baile? Antes de contestarle impulsivamente: «Lo siento, cariño, estoy muy ocupado. En otro momento me los enseñas», me trasladé cinco años hacia el futuro en la imaginación y la oí decirme mientras salía presurosa por la puerta: «¡Lo siento, abuelo! Estoy muy ocupada con mi rollo adolescente». -Claro -le dije-, muéstrame tus pasos. Al cabo de cinco minutos de danza bien dinámica y largos aplausos, me fui a mi reunión menos estresado y más optimista. Se me aclaró la incógnita. Si nos detenemos a oler las flores, su fragancia nos acompañará todo el día, recordándonos que la vida es muchísimo más que andar corriendo de una cosa a otra. - Curtis Peter van Gorder, gentileza de la revista Conéctate *** Según un reportaje publicado en el Express de Easton (Pensilvania), estudios realizados por la empresa de consultores Priority Management revelan que el promedio de los matrimonios pasa cuatro minutos al día enfrascado en una conversación valiosa, y si los dos trabajan, pasan 30 segundos al día conversando con sus hijos. Michael Fortino, gerente de la empresa, observa: «La mayoría de la gente dice que su familia es importante, pero en la práctica no lo demuestra». Los niños deben obedecer y honrar a sus padres.
Pídele a Dios que te oriente en la educación de tus hijos.
Tratar a tus hijos con benevolencia y amor.
La paciencia, la misericordia y la verdad son lo más eficaz.
Los padres tienen la obligación de educar a sus hijos y darles buen ejemplo.
Se debe castigar a los hijos cuando lo precisen.
Una formación cristiana les servirá de guía toda la vida.
Basado en un articulo en la revista Conéctate. Foto gentileza de photostock/freedigitalphotos.net Les Brown
En mis tiempos de estudiante fui en una ocasión al aula de un amigo a esperarlo. Entré al aula, y el profesor, un tal Washington, me pidió de pronto que me dirigiera a la pizarra a resolver un problema. Le respondí que no podía, y me preguntó: -¿Por qué no? -Porque no soy de su clase -contesté. -Eso no importa; ve a la pizarra. -No puedo -insistí. -¿Por qué? -preguntó nuevamente. Hice una pausa, pues para entonces ya estaba un tanto avergonzado, antes de añadir: -Porque soy de la clase para alumnos con dificultades de aprendizaje. El profesor se levantó de su escritorio, se acercó a mí y, mirándome, sentenció: -Jamás se te ocurra repetir lo que acabas de decir; eso no es más que la opinión de alguien. No tiene por qué convertirse en tu realidad. Aquel comentario fue muy liberador para mí. Por una parte, me sentía humillado, porque los otros alumnos se burlaban de mí. Sabían que estaba en la clase de educación especial. Por otra, me liberó, pues empecé a reparar en que no tenía por qué vivir conforme al contexto de la opinión que otros tuvieran de mí. El profesor Washington se convirtió en mi mentor. Antes de aquella experiencia, yo había repetido curso en dos ocasiones. Cuando estaba en quinto grado me calificaron de niño que requería atención diferenciada. En octavo grado tuve que repetir otra vez. Por eso, el profesor Washington marcó un hito en mi vida. Afirmo y sostengo que el profesor Washington se guía por lo que aconsejaba Goethe: «Mirad al hombre tal cual es y únicamente empeorará. Miradlo como lo que puede llegar a ser y se convertirá en el hombre que debe ser.» El señor Washington creía que nadie se esfuerza cuando las expectativas son pocas. Por eso siempre daba a los alumnos la impresión de esperar mucho de ellos. Y nos esforzamos. Todos sus alumnos nos esforzamos por estar a la altura de lo que él esperaba de nosotros. En una oportunidad, cuando yo todavía cursaba la enseñanza media, lo escuché dar un discurso de despedida de curso a unos alumnos que se graduaban. Les dijo: «Ustedes llevan la grandeza dentro. Poseen algo excepcional. Si uno solo de ustedes vislumbra un poco más allá de sí mismo y alcanza a ver lo que es en realidad, lo que puede aportar a este planeta, ese algo que hace a cada ser humano tan singular, en un contexto histórico el mundo jamás volverá a ser el mismo. Sus padres, su colegio y su vecindario estarán orgullosos de ustedes. Pueden ejercer influencia en millones de personas.» Aunque estas palabras las decía dirigiéndose a los alumnos de último grado, me daba la impresión de que me las dijera a mí. Recuerdo que todos lo ovacionaron de pie. Cuando terminó el acto, lo alcancé en el estacionamiento y le pregunté: -Profesor, ¿se acuerda de mí? Estaba entre el auditorio cuando dio la charla a los alumnos que se graduaron. -¿Y qué hacías allí? Tú estás en un curso anterior. -Es cierto -respondí-, pero oí su voz desde afuera del auditorio, y me di por aludido. Habló de la grandeza interior que tienen los alumnos. ¿Usted cree, profesor, que yo también la tengo? -Por supuesto, Brown -fue su respuesta. -¿Y qué me dice del hecho de que no aprobé gramática, matemáticas ni historia, y voy a tener que asistir a clases de recuperación durante las vacaciones? ¿Qué piensa de eso, profesor? Soy más lento para aprender que la mayoría. No soy tan inteligente como mi hermano, ni como mi hermana, que va a la Universidad. -Eso no tiene nada que ver. Lo único que significa es que tienes que esforzarte más que ellos. Lo que seas o lo que vayas a hacer en la vida no depende de tus calificaciones. -Me gustaría comprarle una casa a mi madre. -Es posible, Brown, puedes hacerlo. Seguidamente, se dio vuelta y siguió caminando. -¿Profesor…? -¿Qué se te ofrece? -…Este… Tenga la seguridad de que lo conseguiré. Recuérdelo. No olvide mi nombre. Algún día se enterará y estará orgulloso de mí. Saldré adelante, profesor. Los estudios fueron una experiencia sumamente difícil para mí. Aprobaba porque los profesores veían que no tenía mala conducta. Era un chico agradable y simpático. Hacía reír a la gente. También era educado y respetuoso. Así que los profesores me aprobaban, y eso redundó en una desventaja para mí. El profesor Washington, por el contrario, me exigía. Me pedía cuentas. Y además me hizo creer que yo era capaz, que podía salir adelante. Fue mi instructor en el último año de secundaria, a pesar de que yo era un alumno de educación especial. No es habitual que los alumnos de educación especial sigan cursos de oratoria y arte dramático, pero me dejaron asistir a las clases de él. El director se dio cuenta del lazo que nos unía y de la gran influencia que él ejercía en mí, pues empecé a mejorar en los estudios. Por primera vez figuró mi nombre en el cuadro de honor. Quería hacer giras fuera de la ciudad con la compañía de teatro, y para ello había que estar en el cuadro de honor. ¡Aquello fue un milagro para mí! El profesor Washington me cambió todo el panorama referente a mi identidad. Me amplió las miras de lo que soy, por encima de mi capacidad mental y mis circunstancias. Años después, produje cinco programas para la televisión. Pedí a varios amigos que lo llamaran cuando emitieron mi programa Usted se lo merece en un canal educativo de Miami. Estaba sentado junto al teléfono, esperando, cuando él me llamó a Detroit. -¿Puedo hablar con el señor Brown? -preguntó. -¿Quién le llama? -Ya sabes quién llama. -¿Es usted, profesor Washington? -Lo conseguiste, ¿no? -Sí, profesor, lo conseguí. Al acercarse a la adolescencia (a veces desde los 9 años o antes) en muchos niños nace el deseo de formar parte de un grupo, un club o algún tipo de red social. La mayoría siente interés por comunicarse con otros chicos de su misma edad mediante el chateo, el correo electrónico y demás medios. En cada familia los padres deciden cuánto tiempo pueden destinar a eso y a qué hora del día.
¿Cuáles son los riesgos? Muchos jóvenes no están al tanto de que cualquier cosa que den a conocer en las redes sociales es totalmente público. Incluso lo que compartan en un círculo privado —con unos pocos amigos-- es muy fácil que termine a la vista del mundo entero. Ese desconocimiento de los riesgos que implican esas indiscreciones es muy evidente en las redes sociales, donde algunos jóvenes dan a conocer su dirección, número de teléfono, información privada o detalles íntimos que resultan sumamente comprometedores para su reputación y que les pueden restar oportunidades en el presente y en el futuro. Por tanto, lo principal que debemos enseñar a los niños y jóvenes a este respecto es que ¡en la Internet no hay nada privado! Cada minúsculo detalle de información que se publica en línea o se envía por internet es de carácter público, o puede volverse público fácilmente. Antes de mandar o publicar nada hay que pensárselo bien. En el mundo real lo que uno dice o enseña a sus amigos queda básicamente entre las personas presentes en ese momento. Esa información tiene un alcance muy limitado, y no es tan fácil demostrar lo que uno dijo, hizo o mostró. En claro contraste, en internet es muy fácil documentar lo que uno hace y publicar datos privados, y muchas veces lo hace uno mismo. En cierto sentido, todo el que se integra a una red social se convierte en una persona pública. Por lo mismo, debe considerar todas las implicaciones que ello conlleva. Recomendaciones * Asesorar a los hijos para que sus perfiles y cuentas sean lo más seguros posibles. * Los niños deben entender que uno visitará su página en la red social, su blog, etc., y saber qué tipo de cosas uno no considera aceptables. * Hacer ver a los niños que lo que uno ponga en Internet estará a disposición de todo el mundo, por lo que se debe tener mucho cuidado con las fotos y textos que se publiquen ahí. Por regla general, no se debe divulgar en internet nada que no se querría mostrar o decir a alguien que uno acaba de conocer en la calle. * Estar al tanto de las personas con las que sus niños se comunican en internet, y de la información que dan a conocer o que publican sus amigos en sus comentarios. * Explicar a los chicos que las numerosas encuestas que circulan en las redes sociales son técnicas para obtener información de los consumidores. Las grandes empresas se valen de ellas para averiguar qué tipo de productos se venderán más y cómo les interesa formular sus campañas publicitarias. Maria Fontaine Es posible que la maternidad tenga sus altibajos, pero cuando prestamos atención a lo que de verdad es grande e importante, a lo que en este mundo es auténticamente genial, hay algo que la mayoría de las personas ponen en primer lugar, o que casi encabeza la lista de sus prioridades: que las madres son una maravilla. ¿Cómo se las arreglan las madres? ¿Cuál es el secreto de la aparentemente inacabable paciencia, fortaleza y amor que dan la impresión de resurgir una y otra vez, a pesar de lo que sea que les ocurra en la vida? Estas son cavilaciones acerca de las madres: lo que hacen las madres, lo que son y lo que las hace únicas.
¿Y si nunca has dado a luz un hijo? Eres partícipe de la maternidad si has cuidado a un niño que te necesitaba. Has dejado impreso un poco de ti en esa persona.
El amor de madre es tan sobrenatural que no se puede explicar. Un poeta lo expresó así: Está por encima de lo definible, desafía toda explicación; y no deja de ser un secreto como los misterios de la creación. Un milagro que el hombre no puede entender en la tierra; otra prueba magnífica de la mano de Dios, guiadora y tierna.
a. Amor incondicional por ellos y el prójimo. b. Equilibrar las normas de carácter moral con la compasión y la misericordia les enseña a perdonar y a ser tolerantes, unido a tener convicción cuando se trata de algo que es verdad y correcto. c. La oración, la fe y la confianza como parte integral de la relación que tenemos con nuestros hijos. d. El ejemplo que damos de manifestar confianza y fe en la manera en que reaccionamos a las cruces y penas, tanto nuestras como de otras personas. e. La capacidad de recuperación que demostramos cuando cometemos errores o fallamos, y la búsqueda de crecer debido a la experiencia, de modo que cuando nuestros hijos cometan errores puedan descubrir el propósito en esas equivocaciones, sin que tengan remordimientos excesivos. Cuando pensabas que yo no observaba, te vi que alimentabas a un gato perdido, y quise tratar bien a los animales. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que me preparabas mi pastel favorito, y supe que los detalles son importantes. Cuando pensabas que yo no observaba, escuché que te desahogabas con Jesús, y supe que hay un Dios con el que podría hablar. Cuando pensabas que yo no observaba, sentí que me dabas un beso de buenas noches, y sentí que alguien me amaba. Cuando pensabas que yo no observaba, vi las lágrimas que derramabas, y aprendí que a veces hay cosas que duelen, pero que está bien llorar. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que te interesabas, y quise ser todo lo que pudiera llegar a ser. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que reaccionabas con gentileza ante las dificultades de la vida, y vi que podía hacer lo mismo y tener alegría de todos modos. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que perdonabas una y otra vez, y aprendí el valor que tiene el perdón. Cuando pensabas que yo no observaba, oí que orabas por mí, y aprendí a orar. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que te sacrificabas a fin de dar a los demás, y aprendí que, en efecto, al dar uno se beneficia. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que curabas heridas y contribuías a que atenuaran temores, y ahora sé cómo hacer eso mismo a los demás. Cuando pensabas que yo no observaba, aprendí mucho sobre cómo amar y brindar generosidad, y ahora esas enseñanzas me traen bendiciones a diario. Cuando pensabas que yo no observaba, vi que en muchas ocasiones diste amor y te sacrificaste, y me di cuenta de que eres una prueba de la existencia de Dios. Cuando pensabas que yo no observaba, sí miraba… y quiero darte gracias por todo lo que vi, cuando pensabas que yo no observaba. |
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