¿Qué es el amor incondicional? Es, simplemente, lo que implica la frase: amar a una persona sin condiciones, por lo que es esa persona y no por lo que hace. Zig Ziglar * Los niños excepcionales son justamente eso: excepciones. ¡La gran mayoría de nuestros hijos no son particularmente brillantes, increíblemente sagaces, super coordinados, increíblemente talentosos ni universalmente populares! Son chicos comunes y corrientes con una enorme necesidad de que se los ame y acepte tal como son. James Dobson * Verse a sí mismo o a su hijo desde una perspectiva analítica o negativa y desear que su hijo sea así o asá puede robar la felicidad, motivación, paz interior y satisfacción, y no hablemos ya del efecto que tendrá en el hijo. Los niños recuerdan con mucha claridad, y los afectan de forma muy directa las actitudes de los padres, la manera en que estos los perciben y lo que piensan de ellos.Por eso, si constantemente se expresa fe con las palabras y se dicen cosas positivas del hijo, tanto ante él como ante los demás, y si se piensan cosas positivas de él, el efecto será bueno y positivo porque le infundirá fe y probablemente se ajustará más al concepto que se tiene de él y lo que se espera de él. En cambio, si se piensa o habla mal de él, ya sea de forma directa o indirecta, podría hacerle tener un concepto negativo de sí mismo, no podrá ser feliz, se socavará su autoestima, se dificultará su desempeño y afectará la forma en que se vea a sí mismo. La fe engendra fe; las actitudes positivas fomentan más actitudes positivas tanto en uno mismo como en quienes lo rodean. Para que se manifiesten las mejores cualidades de una persona suele ser necesario demostrar fe en ella. Jesús, hablando en profecía * Lo esencial de la aprobación estriba en que uno ame a sus hijos aun cuando se rebelen o estén de mal humor. Deben tener muy en claro que su valor como personas no depende de su atractivo físico, su inteligencia ni su comportamiento, sino del simple hecho de que son criaturas de Dios. Dan Benson * Para establecer una relación de amor y respeto, es preciso recordar que sus hijos reaccionarán según como se sientan con respecto a usted. Si sienten respeto y amor por usted, tendrán actitudes obedientes y afectuosas, porque es lo que desean. […] No hay verdadera unión sin respeto. Zig Ziglar * A los niños les encanta que les digan que han hecho algo bien. Es más importante elogiar a un niño por sus buenas obras y por su buena conducta que regañarle cuando se porta mal. Siempre hay que procurar resaltar el lado positivo de las cosas. David Brandt Berg * Maneras de manifestar amor y respeto a los niños * No hagan caso omiso de los sentimientos de su hijo. Respondan con amor. * No den órdenes a su hijo ni le exijan que les preste atención sin darle explicación alguna. Diríjanse a él con respeto y amor cuando tengan que pedirle un favor. Procuren ser sensibles y manifestar un espíritu amable. * Miren a su hijo a los ojos, agachándose para estar a su nivel cuando le hablen; por ejemplo, cuando le digan algo o le den instrucciones. * Tómense un poco más de tiempo para detenerse y concentrarse de verdad en él. Den importancia a las ideas de su hijo. No las rebatan de buenas a primeras. Si expone una idea poco razonable, aunque el niño no entienda todos los detalles, procuren explicar todo lo que puedan. * No se burlen del niño cuando se equivoque o cuando haga algo un poco tonto. Eso puede lastimarlo profundamente. Esto no significa que no deban enseñar a su hijo a aprender a tomarse las cosas con buen humor cuando algo les salga mal, pero oren por discernimiento, pues a veces tal vez lo único que necesita el niño es un poco de comprensión. * Cuando su hijo necesite corrección, corríjanlo en privado para evitarle pasar vergüenza, según pida el caso. * Encuentren la forma de establecer vínculos personales con cada niño. * Demuéstrenles que los valoran con la manera en que los tratan. Préstenles la misma atención que quieren que les presten ellos a ustedes. * Cuando su hijo se les acerque para decirles algo, hagan una pausa y escúchenlo. Denle toda su atención y respóndanle. No escuchen a medias mientras piensan en otra cosa y siguen con sus actividades. * Deténganse a saludar a su hijo. María Fontaine * Fomenten las capacidades y características únicas de sus hijos: Conocer bien a cada niño como individuo. No se puede ayudar a un niño a adquirir confianza en sus dones y habilidades naturales a menos que uno sepa cuáles son esos dones. Hay dos maneras de aprenderlo: 1) En charlas privadas con el niño, observando y apreciando sus cualidades cuando uno pase tiempo con él; y 2) apartando marido y mujer un tiempo determinado para hablar de cada uno de los hijos, compartir impresiones, tomar notas, descubrir entre ambos algo más acerca de la personalidad y el carácter individual de cada niño. Respetar genuinamente a cada niño y sus dotes personales. Nuestros hijos son seres humanos que merecen no solamente nuestro amor sino también nuestro respeto. Con eso en mente, se hace a veces un poco más fácil 1) manifestar mayor confianza en ellos después de algún fracaso; 2) comentar nuestras propias fallas con ellos y contarles qué aprendimos de cada una; 3) alabar sus realizaciones generosa y sinceramente, sobre todo sus logros en aspectos que les notamos especial aptitud; y 4) no criticar ni apabullar jamás a ninguno de los niños. Más bien, debemos señalar sus malas conductas pero haciéndole sentir que no lo privamos de nuestro amor. Nunca critique en público: «alabe en público, corrija en privado». [Inculcarle] independencia, confianza en sí mismo y responsabilidad a temprana edad. La confianza y la alegría que ella depara tienen mucho que ver con la capacidad de hacer cosas útiles. Cada hijo debe tener un trabajo en la familia y para la familia (sobre todo tareas diarias o semanales) por el cual se lo elogia y se lo hace sentirse muy capaz y muy importante, por no decir parte clave de la familia. Ayude a los niños a descubrir sus propios dones y a darse cuenta de que los suyos son tan valiosos como los de cualquier otra persona. Linda y Richard Eyre * Sus niños dependen de que ustedes encarnen Mi amor para ellos de una manera que puedan comprender, captar y sentir. Si no les manifiestan Mi amor, ¿cómo sabrán que los amo? Ustedes son una manifestación de Mi amor por ellos. Los niños tienen unos sentimientos muy tiernos y delicados, aun los que no los exteriorizan mucho, y quiero demostrarles que los amo, velo por ellos y quiero estar unido a ellos y tener gestos lindos con ellos. El amor que manifiestan dedicándole tiempo es una de las mejores formas en que un niño siente Mi amor a través de ustedes. Y así como los amo entrañablemente a ustedes, también los amo a ellos; más de lo que ustedes pueden imaginar. Jesús, hablando en profecía Gentileza de http://anchor.tfionline.com/es/post/amor-que-fortalece-los-ninos/. Foto tomado por Stenly Lam / Flickr.
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La buena comunicación con cualquier persona - con tu cónyuge, tu jefe, tus compañeros de trabajo, tus hijos, tus padres o tus amigos - depende de unos pocos principios fundamentales que rigen las relaciones humanas. Si aprendes a aplicarlos, tienes grandes posibilidades de que tus relaciones sean felices y productivas. Sinceridad. La buena comunicación se basa en el respeto mutuo, y éste va de la mano con la sinceridad. Tacto. Aunque es imperativo ser sincero, también es importante expresarse de forma cuidadosa y considerada, sobre todo cuando se trata de temas delicados. Prudencia. La prudencia te enseña a tener tacto. Amor. Cuando un niño se siente amada o percibe que sus padres se preocupan por él, ve todo lo demás en su debida perspectiva. Puede que no hagamos ni digamos todo a la perfección; pero si los niños ven que estamos motivados por el amor, los problemas o malentendidos de poca monta no pasan a mayores. Optimismo. El afrontar las cosas con una actitud positiva normalmente suscita una reacción igualmente positiva. Los elogios y las palabras de aliento siempre son bienvenidos. Sentido de la oportunidad. Lo que se dice es tan importante como el momento que se escoge para decirlo. «El corazón del sabio discierne el tiempo y el juicio» (Eclesiastés 8:5). Sensibilidad. En vez de estar muy preocupado de las propias necesidades y sentimientos, y en consecuencia ser propenso a ofenderse con facilidad, es preferible ser sensible a lo que complace o desagrada a los demás, sus necesidades y estados de ánimo. Amplitud de miras. Las opiniones de las personas y su manera de abordar los problemas son tan diversas como las personas mismas. El hacer a un lado nuestros pensamientos y guardar silencio hasta que la otra persona haya expresado lo que piensa es una manifestación de respeto, y propicia los intercambios positivos y fructíferos. Un niño se siente mucho más cómoda con nosotros y acude a pedirnos consejo si sabe que la escucharemos, aunque no siempre coincidamos con él. Empatía. Ponte en el lugar de tus hijos y procura entender los sentimientos que motivan sus palabras. Paciencia. A veces resulta difícil escuchar lo que los niños quieren decir sin interrumpirlos, ni tratar de apurarlos, ni terminar las frases por ellos. Sin embargo, es una demostración de amor y respeto, que a la larga da fruto. Sentido del humor. Unas risas pueden ser muy oportunas para evitar que un intercambio dificultoso se torne demasiado intenso. No te tomes las cosas a la tremenda. Mostrarse accesible. El diccionario define a una persona accesible como «de fácil acceso o trato». Claridad. Habría menos malentendidos entre las personas si éstas se dejaran de indirectas y de tantas insinuaciones. No dejes a tu hijo tratando de adivinar lo que piensas: dilo sin rodeos. Si no estás seguro de que entendió lo que querías decir, pregúntaselo. Esfuerzo. A veces cuesta trabajo comunicarse, pero bien vale la pena por los beneficios que reporta. Constancia. Padres y niños que se comunican con frecuencia se entienden mejor y tienen mayores probabilidades de resolver sus diferencias en cuanto surgen. Artículo original gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Este relato no verídico se publicó originalmente en un seminario de enseñanza. Explora la influencia positiva de los educadores en el futuro de sus alumnos. También puede aplicarse a padres y tutores. Había sido un día largo y agotador. No tenía nada de raro para mí, que era el principal profesor de matemáticas en un colegio moderno de secundaria del East End londinense. Por lo general, los alumnos de esos colegios cursaban asignaturas de formación profesional en vez de estudios académicos. Pues bien, aquel día un grupo de estudiantes había sido castigado después de clase. A varios de ellos se les había exigido quedarse cada jueves una hora y media después de que acabaran las clases por la tarde. Aquella semana me tocó estar a cargo de los alumnos castigados. Estaba tan fastidiado como ellos mismos por no poder irme a casa temprano. El profesor tenía que facilitar o proponer actividades para los alumnos castigados, pero como se les exigía estar sentados ante el pupitre, les dejábamos hacer lo que quisieran dentro de lo razonable. En general no teníamos ninguna gana de trabajar más de lo que se exigía. Los profesores más preocupados por aprovechar el tiempo se ocupaban de su correspondencia o hacían otras cosas, pero la mayoría nos poníamos a leer el periódico. A esas alturas del día ya tenía los nervios de punta, así que me contentaba con rellenar un crucigrama o mirar por la ventana. Aquel día en particular contemplaba tranquilamente el atardecer. No obstante, cada quince minutos más o menos me paseaba entre los pupitres para vigilar a los alumnos y asegurarme de que no hicieran travesuras. Entonces me fijé en Pamela Lumley, joven de quince años que tenía el rostro entre las manos y los codos apoyados en un cuaderno abierto. Era de una familia obrera de los callejones de Bermondsey, y yo le enseñaba matemáticas de cuarto. Estaba castigada porque la habían sorprendido fumando en el baño. —¿Ocurre algo, señorita Lumley? —le pregunté sin esperar una respuesta, y deseando no tener que molestarme respondiendo. Me miró con los ojos rojos de haber llorado y la nariz goteando. —Es que no lo entiendo —dijo gimoteando. —¿No entiende qué? —Esto… Señaló con un dedo mugriento su cuaderno sucio y con las esquinas de las hojas dobladas. En las manchadas páginas se distinguían varios números garabateados y en los bordes de las hojas había flores mal dibujadas. Llegué a la conclusión de que entre tanto garabateo imaginativo la joven trataba de resolver un problema de matemáticas. —Son tareas —me dijo mientras se arreglaba sus negros cabellos. Hacía mucho tiempo había dado por imposible a Pamela Lumley. Ya casi ni me fijaba en su trabajo diario, no digamos en sus tareas. Le faltaban pocos meses para terminar los estudios y —supuse con aires de superioridad moral— pasar a vivir de la asistencia social. Las matemáticas —y de hecho ninguna otra asignatura— no eran lo suyo. —Pues siga intentándolo —respondí mirando el reloj. Aún quedaba una hora y diez minutos. De pronto, para sorpresa de los dos, tomé el cuaderno impulsivamente y me dirigí a mi escritorio. Allí eché un vistazo al ilegible revoltijo del atormentado universo matemático de Pamela Lumley. Me detuve en la página cuyos problemas había intentado resolver hacía unos momentos. Las partes donde habían caído sus lágrimas aún estaban húmedas y manchaban las pautas verdes. El lector podría suponer que por mi facilidad de palabra me resultaría fácil explicar lo que sentí en aquellos momentos; pero no puedo expresarlo con palabras. Fue como si la vida misma de Pamela Lumley se hubiera descubierto ante mis ojos. Cada doloroso trazo de su desgastado y mugriento lápiz formaba parte del jeroglífico tapiz de su vida en un tugurio de Bermondsey junto a una infeliz y divorciada madre en tratamiento médico. En aquel entonces me hubiera negado a describir el sentimiento que me embargó como algo sobrenatural, pero ahora estoy convencido de que lo fue. No entendía por qué, pero tenía tantas ganas de llorar que me dolía el corazón. Pamela me miraba con expectación desde su pupitre. —Tengo que retirarme un momento —dije, procurando tragar el nudo que se me había formado en la garganta. Luego, para mi asombro y el de todos los que estaban en el aula, dije: —Señorita Lumley, ¿podría hacerse cargo de la clase? Vuelvo enseguida. Se le iluminó el rostro. —Claro. Me encerré en el baño y lloré como un niño. Escapaba a mi razonamiento, pero en esos instantes me sentí como un tonto y sin embargo feliz. Debieron de pasar unos diez minutos, mientras meditaba tranquilamente tratando de analizar aquella intensa emoción. Mi análisis resultó inútil, hasta que de pronto me vi a mí mismo poco antes de aquella revelación: un hombre altanero, escéptico y sarcástico con el monopolio del conocimiento. Fue desconcertante. Podía fácilmente despreciarme a mí mismo. Llegué a la conclusión de que los demás me detestarían con igual intensidad. Sin embargo, salí del baño resuelto a no olvidar el dolor que sentí aquel momento en el corazón. Sin mirarme al espejo, me lavé la cara y volví al aula. —¿Cómo se comportaron? —pregunté con una leve sonrisa a Lumley. —¡Fueron unos angelitos! —respondió riendo. —Me alegro. A ver, acércate y entremos en materia. Pamela puso cara de preocupación. Parecía que se iba a echar a llorar otra vez. Pero se acercó con paso decidido y le indiqué que se sentara a mi lado. —Disculpe —dijo—, no le servirá de nada volver a explicarlo. No me entra de ninguna manera. —Lo más probable es que la solución sea de lo más simple —dije—. ¿Ves esta flor que has dibujado? ¿Cómo se llama? A Pamela se le iluminó otra vez la cara. —Una campánula. Pero eso no tiene nada que ver con el problema de matemáticas. —Ya lo sé —dije—. Y esta otra es claramente un azafrán. —Sí. —¿Y ésta? —Una dicentra, la favorita de mi madre. Pero… —Me he dado cuenta de que esta otra la has dibujado varias veces; pero luego has escrito encima. —Ah, sí. Esa se llama gisófila o velo de novia; es mi favorita. Pero no me sale bien. Los pétalos tienen una forma muy rara, ¿ve? Asentí con la cabeza. —En realidad me cuesta hacer los pétalos de casi todas. La dicentra es la más fácil, claro. —Yo no sé dibujar —dije mientras abría el cajón de mi escritorio. Hurgué hasta encontrar una plantilla de figuras geométricas—. Pero yo diría que el diseño de esta flor se basa en un trapecio, ¿no? —Ah, es verdad. —Y esta otra es más bien hexagonal, ya que como ve, tiene seis lados. Y yo diría que esta otra es un rombo. —Tiene razón. Es más fácil si se explica así. —Se ve que le gustan las flores. —Sí, pero no tengo ninguna. Mi casa no tiene jardín y es muy oscura. Retrocedí unas cuantas páginas de su cuaderno. —Aquí se ve como si quisieras hacer un dibujo con estas dos flores. —Sí. Mi madre me iba a comprar telas para bordar en mi cumpleaños, pero al final le faltó dinero. No importa. Pero me hubiera gustado bordar un mantel con la gisófila cruzándose con la dicentra para regalárselo en Navidad. —Ya veo. —Igual cuando encuentre trabajo tal vez pueda ahorrar algo. —Muy bien, Srta. Lumley, puede volver a su pupitre —le dije, percatándome de algunas risitas y susurros entre los alumnos castigados. Le di la plantilla. —Quédesela. Espero que le sea útil en sus futuros dibujos. —¡Muchas gracias! —respondió mientras se le iluminaba el rostro. * * * Llegó el final del año escolar para la mayoría. Se palpaba la emoción de las vacaciones. Pero para algunos alumnos aquella emoción se mezclaba con inquietud ante la perspectiva de encontrar un empleo a jornada completa; Pamela se contaba entre ellos. Mientras cerraba mi escritorio el último día de clase, Pamela tocó a la ventana de la puerta del aula vacía. Le indiqué que pasara. —S-solo quería despedirme. Y darle las gracias por todo —dijo mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. ¿Por todo? Desde aquel día en que estuvo castigada yo sólo había manifestado un discreto interés en su evidente progreso en dibujos florales, asintiendo meramente con la cabeza al pasar por su pupitre. Con la plantilla a plena vista, ella dejaba el cuaderno abierto para que lo observara detenidamente. Pero aparte de un ocasional saludo con la cabeza o una leve sonrisa, no decíamos nada. —Adiós, Srta. Lumley. Le deseo lo mejor y… suerte con la profesión que elija. —Gracias. Al parecer me han aceptado de cajera. Al menos por ahora. Eso me obligará a ponerme las pilas con las matemáticas. A esas palabras siguieron un incómodo silencio. Miré mi bolso medio abierto y no pude refrenar la decisión que había tomado aquella mañana. Lo abrí, saqué un paquete envuelto con un lazo y se lo di. —Puede abrirlo ahora si quiere —dije entre dientes—. O en casa. La curiosidad de Pamela pudo más que su vacilación, y rasgó la envoltura. Al ver su contenido se quedó de una pieza. —No sé por qué —dije, mientras ella meneaba la cabeza con asombro—. Pero me costó mucho entrar a la mercería y explicar que necesitaba cosas para bordado para una amiga. —Pero no tenía que haberse molestado. —Supongo que no, Srta. Lumley. A decir verdad, lo compré el fin de semana después de aquel día en que la castigaron, pero me faltó el valor para dárselo. Ha estado hasta ahora en ese cajón. Es más, decidí entregárselo hoy si venía por iniciativa propia a despedirse. Si no, lo más probable es que se lo hubiera enviado por correo. A Pamela se le comprimió el rostro y se puso a llorar. Tardó un buen rato en poder decir palabra. —Muchas gracias. Lo guardaré como un tesoro toda la vida. * * * Al año siguiente, a raíz de una afección derivada de la acumulación de líquido alrededor del corazón, el médico me recomendó irme de Londres. Acepté el puesto de subdirector en un colegio de las afueras de Aberdeen (Escocia). Allí continué enseñando hasta retirarme con sesenta y dos años. No está nada mal, pensé, teniendo en cuenta los funestos pronósticos médicos. Sea como sea, ocurrió una extraña coincidencia el mismo día en que culminé mi trayectoria en la administración educativa. Asistí a una pequeña reunión en mi honor, donde brindaron a mi despedida en un bar cercano. Me embarga una inmensa alegría al afirmar que en aquel encuentro percibí el cálido aprecio de mis colegas y de varios alumnos que ya habían terminado sus estudios y a los que había enseñado en la última década. Me conmovieron tanto sus muestras de aprecio que el corazón empezó a dolerme de forma parecida a como me dolió aquel día en la Escuela Secundaria Moderna de Londres. Tuve que retirarme temprano. Una joven colega llamada Edith Standwell se ofreció amablemente a llevarme a mi pequeño apartamento. Al llegar me preguntó si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Dudé en aceptarla por un momento, siendo un soltero empedernido toda la vida. Pero no sé por qué cambié de parecer y acepté su ayuda. Para mi sorpresa, en el buzón encontré un paquete, y esperé hasta entrar a mi apartamento para abrirlo. En su interior había un librito de tapa dura y una carta. Un poco preocupada por mi estado de salud, Edith Standwell me instaló cómodamente en el sillón y se ofreció a prepararme un chocolate caliente. Tras aceptar su oferta e indicarle dónde guardaba los ingredientes, abrí la carta. Decía: Estimado profesor: Esta carta tal vez lo sorprenda. Han pasado más de veinte años desde que se fue de Londres y pensé que estaría a punto de jubilarse. A decir verdad, empecé a preguntarme si aún viviría. Disculpe mi franqueza. Así que pasé por el colegio y le pedí su dirección al Sr. Wills, el anciano profesor de geografía, que ahora es el director. En todo caso, quería enviarle un libro recién publicado sobre diseños y bordados florales escrito por esta amiga suya (con la ayuda de mi editor, claro. En cuanto a gramática y ortografía todavía me queda mucho que aprender). ¡Menuda sorpresa para el mundo literario! Pamela Lumley se ha convertido en la autora de un superventas para la editorial W. H. Smiths. Pues así es. Hasta me han pedido una segunda parte, pero creo que ya he dicho bastante. Sea como sea, he añadido una pequeña dedicatoria después del título, porque a fin de cuentas, de no ser por usted este libro no habría visto la luz. Lleno de curiosidad, observé por primera vez el título del libro: El floreado mundo de Pamela Lumley. Pasé las páginas hasta llegar a la dedicatoria. Al leerla, me embargó nuevamente aquella maravillosa sensación, y en el rostro se me esbozó una sonrisa. Dedicado al profesor de matemáticas que vio un mundo florido que se extendía más allá de mis torpes garabatos. Sin sus palabras de aliento, jamás habría sido hecho realidad. Le debo eterna gratitud. Pamela Lumley Story by Jeremy Spencer. © The Family International.
* Desde muy temprano debemos esforzarnos por crear una atmósfera de comunicación sincera y abierta con nuestros niños. Debemos animar al niño a comunicarnos cómo se siente. Por supuesto, es muy importante evitar reaccionar con actitud crítica, condenatoria o de superioridad ante un niño que está contando cómo se siente, confesando un error, o manifestando un temor. Si el niño ve una reacción negativa por nuestra parte, probablemente lo pensará mejor antes de venir a contarnos algo en otra ocasión. ¡Ddedicarles "momentos especiales" de charlas sinceras, combinadas con abundantes muestras de cariño, le dan al niño una sensación de seguridad acerca de nuestro amor y consideración hacia sus problemas! Esto se logra cuando nos esforzamos por escucharlos y comprenderlos. El niño jamás olvidará esos momentos especiales que pasa con nosotros. En la mayoría de los casos, esos eran los momentos que nosotros valorábamos más cuando niños: cuando nuestros padres nos manifestaban su amor dedicando parte de su tiempo a pasarlo con nosotros, simplemente charlando. Por supuesto, antes de esperar que nuestros niños sean sinceros con nosotros, nosotros debemos mostrarnos sinceros con ellos. A los niños les anima mucho saber que sus padres no son perfectos (¡Por otra parte, es seguro que ya se dieron cuenta!) ¡Al admitir sinceramente nuestros errores y debilidades, damos mejor ejemplo de sinceridad y humildad, y debido a ello nuestros hijos nos querrán más! Para cualquier tipo de comunicación sincera, es esencial saber prestar oído. Un padre o madre que sepa escuchar no se dedicará a leer el periódico o a prepararse una taza de té mientras su hijo le cuenta cómo se siente acerca de la pérdida de un buen amigo, o manifiesta sus más íntimos temores y preocupaciones. Uno de los regalos más valiosos que los padres podemos dar a nuestros niños, es interesarnos sinceramente en sus problemas, y la mejor manera de manifestarlo es prestarles toda nuestra atención y escucharlos solícitamente siempre que sea posible. Con el simple hecho de escucharle, estamos diciéndole al niño: "Quiero comprenderte y ayudarte. Considero que vale la pena escucharte y quiero que sepas que tengo fe en ti. Siempre podrás charlar conmigo porque te quiero mucho." * Debemos hacer preguntas. (¡Los niños no deberían ser los únicos!) En cualquier tipo de comunicación sincera con un niño --o para el caso, con cualquiera-- que le hagamos preguntas le ayuda a abrirse y demuestra nuestro interés. Debemos hacer que sea él quien hable. Cuando nos haga preguntas debemos evitar ponernos a filosofar o fingir ser lo que no somos. ¡Debemos mantenernos sencillos! Tampoco debemos darles ningún tipo de consejo que no estaríamos dispuestos a poner en práctica nosotros mismos. * Tenemos que aprender a dar nuestros consejos de manera que les sea fácil aceptarlos. Debemos hacer que les "resulte fácil portarse bien", presentándoles las ideas como si fueran parcialmente suyas. Por ejemplo: "Me gustó tu comentario acerca de la necesidad de cambiar un poco las cosas. Probemos tu idea"; o, "¿Qué te parece si probamos esta idea?"; o, "¿No te parece que tal cosa da mejor resultado?" * Cuando algo sale mal, es importante no juzgar el asunto demasiado pronto. Toda historia tiene por lo menos dos enfoques, y ayuda mucho escuchar todas las versiones de las personas afectadas. Casi todos hemos cometido alguna vez el error de juzgar a la ligera o actuar impulsivamente, con el resultado de que el niño fuera acusado injustamente y quedara profundamente herido. Supongamos que una madre escuchara un ruido en un cuarto, y al entrar corriendo encontrara a su hija llorando junto a un jarrón hecho pedazos. La primera reacción podría ser darle un coscorrón sin pedirle explicaciones, pero eso sólo empeoraría las cosas. ¡Preguntarle primero qué había ocurrido, le daría a la niña la oportunidad de explicarle, tal vez, que trataba de evitar que el gato se trepara a la mesa, y que al hacerlo, el gato, y no ella, había tirado el jarrón al suelo! Debemos ser justos y misericordiosos con nuestros niños como sea posible. Si constantemente estamos juzgándoles a la ligera y con severidad, ellos podrían perder fácilmente esa confianza en nosotros. ¡De esa manera, acabarían tal vez teniendo temor de confiar en nosotros y de confesar las faltas que realmente cometan, o su necesidad de ayuda! Extraído de los escritos de D.B. Berg. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
El factor primordial para la formación de un niño es el amor. Si los padres aprenden a tratar a sus hijos con amor y consideración, éstos se sienten amados y seguros.
La mayoría de los padres no pueden estar con sus hijos todo el tiempo. A los pequeños les cuesta entender eso. Les parece que para sus padres ellos deberían ser lo más importante del mundo. Y cuando éstos no pueden prestarles atención constante a causa de sus otras obligaciones, los niños se sienten rechazados. Como es natural, cuanto más niños se tienen, menos tiempo y atención individual se puede prestar a cada uno. De ahí la importancia de que los padres se interesen por sus hijos y les dediquen amor y atención siempre que tengan ocasión de hacerlo. A cada uno se le debe demostrar mucho amor y estimularlo, pues las palabras tienen la virtud de reforzar la autoestima y contribuyen a que el niño se sienta querido. «¡Mira qué grande estás! ¡Estamos orgullosos de ti! ¡Has aprendido muchísimo!» Diles cosas que les hagan saber que ellos tienen mucha importancia para ti. Los niños pequeños, en particular, todavía no tienen una noción concreta del tiempo. Si le das algo a un niño y a los demás les dices que a ellos les tocará la próxima vez, se imaginan que será dentro de mucho tiempo, les suena muy vago, muy impreciso. Por eso, en la mayoría de los casos, cuando le das algo a uno de ellos, conviene hacer alguna cosita especial para los demás también. No se puede ni se debe tratar a todos los hijos de igual forma todo el tiempo. Cada uno tiene que saberse especial y distinto de los demás. Cuando uno necesita algo que a los demás no les hace falta, hay que enseñarles que se actúa conforme a la necesidad, no es que se quiera más a nadie. Si sales con uno a comprarle zapatos, por ejemplo, y les traes a los demás un juguetito que no te cueste más que unos pocos pesos, eso les demuestra que los quieres y que te acordaste de ellos también. Muchas personas mayores no se dan cuenta de lo importante que es ofrecer explicaciones a los niños. No podemos dar por sentado que lo entienden todo. Difícilmente entenderán algo a menos que se lo expliquemos. La mayoría de las personas mayores no aceptan las cosas sin que se les dé una explicación; los niños tienen el mismo derecho. Si te parece que pueden albergar alguna duda o que se podrían sentir heridos, explícales la situación. Aunque no logren entender todo lo que les digas, el solo hecho de haber intentado explicárselo les transmite que tienes consideración por sus sentimientos. Y eso ayuda mucho. Los sentimientos de los niños son iguales a los de los mayores. Solo que las situaciones difíciles pueden ser aún más traumáticas para ellos porque no han experimentado antes esas cosas y por ende no tienen la seguridad de que a la larga todo se va a solucionar. Eso hace que los niños sean mucho más vulnerables que los adultos: su limitada experiencia. Por ese motivo es imperativo tratarlos con más cuidado, ternura y consideración que a una persona mayor. Me rompe el alma ver a un padre darle un coscorrón en la cabeza a su hijo en público o reprenderlo con aspereza por algo que a lo mejor el pobre niño ni siquiera entendió. ¡Es lamentable! Los niños son más susceptibles que las personas mayores, se los hiere con más facilidad. Por instinto, quieren a sus padres y confían en ellos, y es muy triste que éstos socaven esos sentimientos. ¡Un poquito de amor llega muy lejos! Es inevitable que un niño tenga sus complicaciones, pero sea cual fuere el origen de las mismas, el amor es capaz de remediarlas. «El amor cubrirá todas las faltas» (Proverbios 10:12). Apenas un poco de amor y sincero interés son capaces de corregir y remediar muchos errores y fallos, sean cuales fueren las causas o los culpables de los mismos. El amor es la solución. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. En cierta ocasión, un niño con un defecto de audición llegó a su casa con una nota de la directora del colegio en la que ésta recomendaba a los padres que sacaran al pequeño del centro docente, ya que era «muy bruto para aprender».
La madre del niño leyó la nota y dijo: «Mi hijo Tom no es ningún bruto; él es capaz de aprender. Yo misma le enseñaré». Y eso hizo. Muchos años después, cuando Tom murió, los estadounidenses le rindieron homenaje apagando todas las luces del país durante un minuto. Resulta que el tal Tom fue nada más y nada menos que el inventor de la lámpara incandescente, del fonógrafo y de un rudimentario proyector de películas. En total, Thomas Edison patentó más de mil inventos. ***** «Mi madre fue la que me forjó. La gran certeza y confianza que ella depositó en mí me transmitieron el sentimiento de que tenía a alguien por quien vivir, de que existía alguien a quien no podía defraudar. La memoria de mi madre siempre será una bendición para mí». - Thomas Edison (1847-1931) ***** En su adolescencia Jim trabajaba para un tendero de Missouri. Le gustaba el trabajo y pensaba abrirse camino con dicho oficio. Cierta noche regresó a casa y le contó orgulloso a su padre los astutos manejos de su patrón. Este tenía la costumbre de mezclar el café barato con el de mayor precio, obteniendo así más ganancias. Jim contó el hecho riendo a la hora de la cena. Su padre, sin embargo, no le vio gracia al asunto. Le dijo: —Dime, si el tendero descubriera que alguien le está colando mercadería de mala calidad al precio de la buena, ¿crees que le parecería astuto y que le causaría gracia? Jim se dio cuenta de que su actitud había defraudado a su padre. —Creo que no— respondió. —No lo había visto de ese modo. Al día siguiente su padre le dijo que acudiera a la tienda, reclamara la paga que se le adeudaba e informara al tendero que no volvería a trabajar para él. El trabajo no abundaba en la zona, pero el padre de Jim prefería ver a su hijo cesante antes que relacionado con un comerciante tramposo. Así de cerca estuvo J.C. Penney de convertirse en tendero. En cambio, fundó la cadena minorista que todavía lleva su nombre. Revela el secreto de su éxito en el título de su autobiografía: Cincuenta años con la Regla de Oro. ***** Un padre explicó cómo se había percatado de su hipocresía. Resulta que su hijo obtenía calificaciones muy bajas en lenguaje. A pesar de las reprimendas y de las horas adicionales de estudio, no mejoraba. Un día le dijo a su padre: —Me imagino que tú siempre sacabas la nota máxima en lenguaje. ¿Qué te hace pensar eso? preguntó el papá. —De lo contrario no me regañarías tanto. Su forma de corregir al chico le había dado a entender algo que no era verdad.El padre dijo —Lo cierto es que a mí también me costaba mucho el lenguaje admitió el padre, sobre todo la ortografía. A partir de aquel momento el chico mejoró, pues dejó de sentirse inferior y fracasado. Viendo que su papá había logrado superar la misma dificultad, recobró la esperanza. - Anónimo Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso. Fomenta una buena relación. Dedica tiempo a hablar con tu hijo, aunque sea muy chiquito (cuando ya sepa hablar, claro). Esa comunicación frecuente le indica que te interesa, que estás dispuesta a escuchar lo que dice y les dará más unidad, pues la comunicación ayuda a comprenderse mejor. Dedica tiempo a explicar las cosas. El niño aceptará más fácilmente la disciplina si conoce tu posición sobre cierto tema. Cuando un niño se enoja y llora o grita mucho, tal vez sea porque está frustrado y siente que la única forma en que lo comprenden es actuando así. En la medida de lo posible, ve despacio y dedica tiempo a explicarle las cosas. (Eso es muy importante cuando se trata de niños pequeños que están aprendiendo a hablar, pero también se aplica a todos los niños en general.) Fíjate en lo que hace bien. Elogiar el buen comportamiento es tan importante o aún más que corregir la mala conducta. No pases por alto su buen comportamiento y elógialo. Haz énfasis en el comportamiento. No le digas al niño que es malo, sino que lo que hizo está mal. (Eso evitará que sufra de baja autoestima.) Concluye con una nota positiva. Cuando corrijas a un niño, trata siempre de finalizar la conversación con una nota positiva. Termina con un tono feliz y dile que lo quieres mucho, que es un tesoro para ti y estás muy contento de tenerlo. Eso lo animará y le recordará que a pesar de que lo corrijas, tu amor por él no ha cambiado en absoluto y sigue siendo el mismo. Respeto mutuo
Cuando existe respeto entre padres e hijos, se fortalecen los lazos de amor. Se acentúan la unidad, la obediencia y el aprecio. En el seno de una familia, la consideración, la comprensión, la amabilidad, la voluntad de escuchar y la comunicación cordial son todas señales de respeto. Si quieres ganarte el respeto de tu hijo, muéstrate respetuoso con él. Los chicos aprenden por observación e imitan lo que ven. Si hay falta de respeto, probablemente ésta tiene su origen en los padres, en los amigos o en otras influencias, tales como la televisión, las películas o los videojuegos. La mitad de la batalla se gana reduciendo esas influencias negativas; la otra mitad, estableciendo pautas claras en cuanto a lo que se espera de los chicos y exigiéndoles que las cumplan. ¿Qué significa respetar a los hijos?
Evitar malentendidos A veces parece que los chicos deciden portarse mal en los peores momentos. Ahora bien, en algunos casos ni siquiera es que se porten mal, sino que su comportamiento nos molesta. Cuando los padres están estresados, preocupados por cuestiones del trabajo o por otros asuntos, cuando no se sienten bien o simplemente no están de buen humor, es casi inevitable que su estado de ánimo afecte su relación con sus hijos. Es fácil que pierdan la paciencia por cosas que en circunstancias normales se permitirían o se pasarían por alto —un ruido un poco fuerte o demasiado alboroto, por ejemplo— y que reaccionen con palabras ásperas, castigos inmerecidamente severos o miradas amenazantes que dejan a los chicos confundidos. Normalmente éstos no tienen una perspectiva global de las cosas. Por eso, en muchos casos se adjudican una cuota mayor de culpa de la que se merecen cuando los padres pierden los estribos. Eso puede llevarlos a sacar conclusiones muy perjudiciales: «Mamá preferiría que yo no estuviera aquí», «Papá no me quiere», «No sirvo para nada». Esos malentendidos socavan la confianza que tienen en sí mismos, por lo que hay que evitarlos. En vez de explotar, procura explicarles por qué te molesta su comportamiento en ese momento. «Me encantaría oírte cantar esa canción otra vez, pero ahora mismo estoy conduciendo y tengo que concentrarme». «Me duele la cabeza. Te voy a pedir que no hagas eso ahora mismo». Y si no alcanzas a refrenarte a tiempo, siempre puedes hacer después una aclaración y pedirles disculpas. Al darles la oportunidad de contribuir a la solución, puedes cambiar el cariz de una situación potencialmente dañina. * No hagan caso omiso de los sentimientos de los niños ni los traten con brusquedad. Respondan con amor.
* No den órdenes a los niños ni les exijan que les presten atención sin darles explicación alguna. Diríjanse a ellos con respeto y amor cuando tengan que pedirles un favor. Procuren ser sensibles y manifestar un espíritu amable. * Miren a los niños a los ojos, agachándose para estar a su nivel cuando les hablen; por ejemplo, cuando les digan algo o les den instrucciones. * Tómense un poco más de tiempo para concentrarse de verdad en ellos. * Oren pidiendo más ojos espirituales para ver las buenas cualidades de sus niños. * Demuéstrenles que los valoran con la manera en que los tratan. Presten la misma atención que quieren que les presten ellos a ustedes. * Cuando un niño se les acerque para decirles algo, hagan una pausa y escúchenlo. Denle toda su atención cuando lo escuchen y respóndanle. No escuchen a medias mientras piensan en otra cosa y siguen con sus actividades. * Deténganse a saludar a los niños. |
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