Casi todo el mundo cuenta a un maestro entre las personas que más han influido en su vida. ¿Qué clase de maestros? Los que emplean sus talentos en cultivar los de los alumnos; los que no solo se preocupan por moldear la mente, sino también el corazón. En mi caso, fue una profesora a la que los alumnos llamábamos con afecto tía Marina. Era sensata y más estricta que la mayoría de nuestros demás maestros y cuidadores, firme en su sentido del bien y el mal, y al principio los niños nos quejábamos de eso. Sin embargo, no tardamos en aprender a confiar en ella porque nos parecía que le importaba qué clase de personas llegáramos a ser. Nos sentíamos seguros con la tía Marina porque definía claramente los límites. Aunque tía Marina fijaba límites y hacía respetar las reglas, demostraba igual medida de actitud positiva y amor. Y también tenía un buen sentido de la diversión. No limitaba las clases a los cuadernos y los libros de texto. Nos llevaba a excursiones y a paseos por el parque, y nos hacía partícipes de su talento artístico a fin de interesarnos en las manualidades. Tenía talento para hacernos sentir muy apreciados a todos. Siempre hablaba positivamente de nosotros a los demás en nuestra presencia. Todavía recuerdo el orgullo que sentí al oírla por casualidad decir a otra profesora que yo tenía muy buena ortografía. Era grato saber que mis esfuerzos no pasaban desapercibidos. El cariño e interés de tía Marina se prolongó más allá de nuestros años escolares. Durante bastante tiempo después de que nuestra familia se fue de Taiwán, siguió enviándome notas y tarjetas. Diez años después, aún conservo algunas. Hace poco releí una y quedé maravillada con el gran interés que había manifestado al escribir a una niña de ocho años: «Ayer vi tu foto mientras preparaba un álbum con las de los niños a los que he cuidado y enseñado durante años, y recordé cuánto te quiero, amiguita». Cuando cumplí nueve años, me escribió: «Te deseo un cumpleaños muy feliz. Pido a Dios que sea un día inolvidable para ti y este nuevo año de tu vida esté lleno de sorpresas agradables y tiernas experiencias. ¡Cómo me alegra conocerte!» El 9 de junio de 2005, tras una larga batalla con el cáncer, Marina pasó a mejor vida. Soy solo una entre las muchas personas en las que influyó positivamente su amor, amor que Marina siempre nos recordó que era el de Dios manifestado a través de ella. - E.S. Gentileza de la revista Conéctate.
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Jessica Roberts Es el final de una larga jornada de cuidar de niños enfermos. No son hijos míos. Son de un matrimonio que, por razones de trabajo, tienen muchas veces que atender a necesidades ajenas y sacrificar algo del tiempo en que podrían estar con sus hijos. Soy la maestra de los niños. Por lo general, me encanta sustituir a los padres, pero esta semana no me hizo mucha gracia. —Estoy agotada, estresada —me quejé—. Me he atrasado en el lavado de los platos y la ropa. Para colmo, me perdí un paseo por la playa con mis amigos para hacerme cargo de un montón de niños que tosen, se sorben los mocos y lloriquean. Ellos duermen la siesta al mediodía, mientras que yo tengo todavía un día trabajo por delante. Hace varios días que no duermo lo suficiente. No tengo que hacer esto. No soy su madre. Las madres tienen paciencia, abnegación y un amor incondicional por sus hijos para aguantar tanto. Yo no. ¡Estos niños están volviéndome loca! Un crujido en los escalones me avisó que alguien se había despertado. Era Susi, de dos años. —¿Qué necesitas, Susana? Se quedó callada por medio segundo. Luego, corrió hacia mí y me echó los brazos al cuello. —¡Te quiero! —dijo bajito. Acto seguido se dio la vuelta y corrió de nuevo a acostarse. Oigo a Martín, de cuatro años. Voy a verlo. Abre un ojo y me dice entre dientes y medio dormido: —¡Eres la más mejor de las profesoras! Tiene una sonrisa tan angelical cuando lo dice… Pienso en esas criaturas sinceras que me han adoptado. Recuerdo las risas, los abrazos, los descubrimientos que hemos hecho juntos. De repente, ya no me siento tan cansada. Recuerdo lo que dijo Jesús de amar a la gente menuda: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis» (Mateo 25:40). ¡Va a ser un día inolvidable! Seguro que encuentro una forma de llevar la alegría a un cuarto lleno de enfermos. Y cuando llegue esa hora antes de la cena en que están cansados y de mal humor, pediré al Señor más de Su amor incondicional y le daré gracias por la bendición que es cuidar de estos niños. © La Familia Internacional Tomoko Matsuoka Jamás se me habría ocurrido una combinación más estrafalaria de colores: un amarillo estridente que tira a verdoso cuando la luz le da de cierta manera. Pero así es, y contrasta marcadamente con el rojo de mi diario: una calcomanía de una rosa amarilla brillante, de esas que utilizan los niños. De todos los regalos que me han hecho, este es al que guardo más aprecio. No recuerdo qué había dicho mi hermanita que me había puesto nerviosa. Todo lo que recuerdo es que estaba quejándose y le solté un buen sermón. No llegué al extremo de enumerarle los pesares que pasaría en ese momento el más desafortunado de los niños, pero poco me faltó. Tras exigirle que pidiera perdón, retomé la lectura de mi libro. Transcurrieron unos momentos de silencio cuando oí un crujido, pero no levanté la vista. Quise que mi hermanita sintiera todo el efecto de mi justa exasperación. «Que se aguante», pensé. El murmullo continuó. Me propuse seguir firme, pero no pude menos que preguntarme qué la absorbía hasta ese extremo. Pasaron unos momentos más, y oí unos pasos a mis espaldas. Los pasos cesaron. Después, silencio. Me negué a levantar la vista del libro. Alcancé a mirar de reojo la mano que colocaba un sobre encima del escritorio que tenía a un costado. Se dio media vuelta y salió corriendo. Sentí curiosidad y abrí el sobre. Algo de una amarillez indecible me cayó en el regazo. Era una calcomanía de una rosa. Le di la vuelta, y vi que por detrás una niña de cinco años había escrito: «Perdóname. Te quiero.» En la economía de trueque de los niños en edad preescolar, las calcomanías son muy valiosas. Y no era una calcomanía cualquiera. Si tenemos en cuenta que para la mentalidad de un niño, cuanto más grande mejor, cuanto más brillante mejor, y mejor aún si es un color chillón, esa calcomanía de una rosa que me había caído en el regazo era sin duda la mejor de su colección. Me quedé atónita por un momento ante su capacidad ilimitada de quererme a pesar de mi egocentrismo y mal genio. La fui a buscar, la abracé y le pedí perdón. © La Familia Internacional Michelle Lynch Observé desde mi ventana a un grupo de niños del vecindario que se esforzaban por desatascar una pelota que se les había caído en un desagüe. Uno de ellos metió la mano para sacarla y en cambio extrajo un montón de hojas y tierra. Después de ese puñado sacó otro y otro más. Enseguida él y sus amigos se olvidaron del partido y se pusieron a limpiar entusiastamente el desagüe. Trabajaron incansablemente cuatro horas con la orientación de algunos de sus padres. El ver a aquel grupo de niños de cinco a doce años de edad trabajar juntos alegremente me indujo a reflexionar acerca de mi hijo mayor —hoy adolescente— y la confianza que depositaba en él cuando tenía esa edad. En comparación, mis hijos de seis y ocho años eran mucho menos responsables. Me convencí entonces de que no les exigía lo suficiente. La diferencia radicaba en mí. Al igual que muchos chicos de su edad, los dos menores míos a veces eran unos pillos, pero también mostraban inclinación por colaborar y cumplir ciertas obligaciones. Tenía que aprender a canalizar debidamente su energía motivándolos, sin forzarlos. Decidí ponerme a trabajar con ellos cada fin de semana. Emprendimos tareas muy necesarias, tales como desmalezar el jardín, barrer la entrada del auto, rastrillar las hojas, limpiar la alacena y hacer mermelada. La mayoría de esas tareas requerían ejercicio físico, con lo cual quemaban energías. Huelga decir que les encantó. Para mí la ayuda que me prestaban era muy necesaria y la agradecía mucho. Además esas tareas domésticas mantenían a los chicos ocupados y evitaban que se metieran en líos. Pero lo mejor de todo es que descubrimos que trabajar juntos puede ser una experiencia divertida y unificadora. Al cabo de poco tiempo, me preguntaban: «¿Podemos hacer alguna de esas tareas divertidas para no aburrirnos el fi n de semana?» Cosas que aprendí y que conviene recordar:
Naturalmente, mi meta a largo plazo es que los chicos aprendan a tomar la iniciativa y adquieran un sentido de la responsabilidad, de modo que cumplan con sus deberes cuando yo no esté presente para recordárselo o para trabajar codo a codo con ellos. A medida que se fueron volviendo más responsables, aprendieron a hacer solitos algunas de las cosas que yo hacía por ellos y luego con ellos, como lavar los platos. Podía exigirles más, pero todavía necesitaban mis elogios. Hay una sutil pero importante distinción entre hacer las cosas por sentido de la responsabilidad y por puro sentido del deber. Pronto me di cuenta de que si no los mantenía motivados elogiándolos por ser responsables y trabajar con ahínco, las tareas que inicialmente habían sido divertidas y gratificantes se volvían una pesadez. Era importante no llegar a considerar la ayuda que me prestaban como una simple obligación que tenían conmigo. Otra situación de cuidado se producía cuando los chicos no cumplían con sus nuevas tareas. Por un lado no quería ser dura e inflexible, pero por el otro no podía ser tan blanda que dejaran de tomarse en serio sus obligaciones. En realidad fue mi hijo menor el que me ayudó a resolver ese dilema. Cierta noche me dio un buen motivo por el que no podía colaborar en el lavado de la vajilla, pero me dijo que, si lo dispensaba, al día siguiente haría por mí una tarea sencilla. La forma tan linda en que lo presentó puso todas nuestras tareas domésticas en el contexto de un esfuerzo de conjunto. No pretendía hacer un trueque de tareas con un móvil egoísta, sino compartir la responsabilidad. Naturalmente, estuve más que dispuesta a acceder, y al día siguiente, cuando el chico cumplió con su parte del trato sin que yo se lo recordara, se lo agradecí profusamente. A juzgar por lo que aprendí aquel día observando a unos niños limpiar el desagüe y que desde entonces vengo aplicando con los míos, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la mayoría de los niños anhelan que se les confíen tareas de cierta importancia. Están deseosos de colaborar; solo esperan que nosotros, los padres, aportemos la chispa que haga divertida y gratificante la misión. Si aprenden a disfrutar del trabajo y a hacerlo a conciencia cuando pequeños, asumirán con esa misma actitud las obligaciones que tendrán de adultos. Pienso que ello contribuye a nuestra felicidad y bienestar general. Al fin y al cabo, es lo que todos queremos para nuestros hijos. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. Akio Matsuoka
--He vivido tan ajetreada que no he tenido tiempo de pensar --me comentó una mujer de cuarenta años que padecía una enfermedad terminal cuando visité una residencia para pacientes desahuciados—. Tendida en esta cama me he dado cuenta de que casi no conozco a mi marido, a mis hijos y a mi suegra, que vive con nosotros. He estado pendiente de atenderlos —haciendo las compras, cocinando, lavando la ropa, limpiando, ayudándolos con las tareas escolares— y, sin embargo, no puedo afirmar que sepa lo que piensan o lo que los preocupa. No sabría decirte cuándo fue la última vez que tuve una conversación profunda con uno de ellos. Escuché un lamento parecido hace poco cuando asistí a un seminario. El conferencista terminó su presentación y hubo una sesión de preguntas y respuestas. Un hombre mayor ya jubilado, que había sido presidente de una gran empresa, se levantó y se dirigió a los más de 100 asistentes. —Tengo 70 años. De momento gozo de buena salud y hace poco me jubilé con una buena pensión. Tenía expectativas de poder distenderme por fin y pasar tiempo con mi familia. Sin embargo, ayer mi señora me pidió el divorcio. Trabajé arduamente toda la vida, siempre pensando en el bienestar de mi familia, a la que quiero mucho. ¿En qué me equivoqué? ¿Por qué ha tenido mi vida este desenlace? Oigo a muchos decir que desean que sus seres queridos sean felices y que ese es el motivo por el que trabajan con tanto ahínco. Lamentablemente, cuanto más se acercan esas personas al éxito, más ocupadas están y menos tiempo pasan con su familia; por ende, menos disfrutan de los beneficios que esperaban que les reportara su inversión. Si bien las intenciones de aquella mujer moribunda y de aquel jubilado pueden haber sido nobles en su momento, la vida que llevaron no logró satisfacer las necesidades afectivas de sus seres queridos. La Biblia dice: «No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque esos son los sacrificios que agradan Dios»[1]. El término griego traducido en este pasaje comocompartir es koinónia, que significa participación, comunión, fraternidad[2]. Sacrifique algunas cosas a fin de que dispongas de tiempo para ayudar a los demás, participar en su vida, compartir sus triunfos y dificultades, mantener una relación afectiva con ellos… En resumidas cuentas, haga tiempo para amar. Akio Matsuoka ha sido misionero y voluntario durante 35 años, tanto en el Japón —su país natal— como en el extranjero. Vive en Tokio. [1] Hebreos 13:16 (NVI) [2] Concordancia Strong Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso. En mi niñez conocí a una familia de seis hermanos. Su despreocupación a la hora de tratar de encajar en un grupo o de vestirse a la moda me impresionaba. Parecían muy seguros de sí mismos y sin temor al fracaso. Si bien cada uno poseía una personalidad definida, todos compartían la misma cualidad, la cual llegué a admirar muchísimo. Emanaban una paz especial, una seguridad o naturalidad auténticas. En pocas palabras: tenían confianza. Pero no provenía de su intelecto, capacidades atléticas o belleza; a decir verdad, no sobresalían en ninguno de esos aspectos. Y ello sólo aumentaba mi interés en conocer el motivo de su confianza. Cierto día, sin esperarlo, tuve la ocasión de descubrir la fuente de su serenidad. La familia en cuestión se mudó a una cuadra de mi casa. Desde entonces, no sólo los veía en la escuela, sino también en mi vecindario. ¡Entonces descubrí su secreto! Los integrantes de su familia —padres, hijos, todos— transmitían generosamente su aceptación y confianza. Ese era el secreto que inspiraba tanta confianza en ellos. No es de sorprender que la confianza florezca en un ambiente de seguridad y aceptación. Vale la pena notar que la raíz de la palabra confianza es confiar. Y una de las claves para confiar en alguien es fiarse de esa persona. La intimidad y aceptación mutua que puede llegar a existir entre dos personas genera confianza. La confianza es recíproca: aumenta tanto en la otra persona como en uno mismo. — Deepa Daniels La mejor red de seguridad Muchos chicos no necesitan sino que sus padres les proporcionen una base firme de amor y aceptación. Esa base de amor puede guardarlos de peligros y malas influencias, como la droga y el alcohol, e incluso del sufrimiento que pudiera causarles el rechazo de sus amigos. En tales ocasiones, el amor y la aceptación son como la red de seguridad de los trapecistas. Si tus hijos saben que no los rechazarás aunque metan la pata o hagan alguna estupidez, acudirán a ti, y así se formará ese vínculo que deseas. Tus hijos deben saber que, hagan lo que hagan, siempre los amarás, y nada podrá alterar ese amor. Tienen que saber que siempre pueden conversar contigo; que aunque no estés de acuerdo con ellos, aunque no coincidas con su punto de vista, aunque pienses incluso que han hecho algo muy malo o dañino, nunca dejarás de considerarlos tus hijos. Tienen que saber que siempre los amarás, que siempre podrán recurrir a ti, que aunque ocurra la peor calamidad, siempre podrán contar con tu amor. — Tomado del libro, “Urgente, tengo un Adolescente”, escrito por Derek y Michelle Brookes - "Esta es la confianza" extraído del sitio web http://just1thing.com/podcast/2011/6/15/this-is-the-confidence.html
- "Urgente: tengo un Adolescente" © Aurora Productions Peggy Porter
Mi hijo Gilbert tenía ocho años y llevaba poco tiempo con los lobatos scouts. En una reunión le entregaron un papel con instrucciones, un bloque de madera y cuatro neumáticos, y le dijeron que volviera a casa y se los entregara a su padre. No fue una tarea fácil para él. A Papá no le hacía mucha gracia aquello de realizar actividades con su hijo. Gilbert, sin embargo, lo intentó. Papá, que leía el periódico en ese momento, desdeñó la idea de construir en compañía de su ansioso hijo menor un coche de carreras con un bloque de madera. El bloque de madera de pino quedó intacto durante semanas. Por fin, la madre -yo- intervino para ver si descubría la manera de hacerlo. Empezó la construcción. Como no tenía conocimientos de carpintería, llegué a la conclusión de que lo mejor sería leer las instrucciones y dejar que lo hiciera Gilbert. Y lo hizo. A los pocos días, su bloque de madera iba convirtiéndose en un auto de carreras. Un poco torcido, pero le estaba quedando fantástico (al menos desde la perspectiva de mamá). Gilbert no había visto ninguno de los de los otros niños y estaba muy orgulloso del suyo, al que bautizó como Relámpago Azul; era el orgullo que se siente al saber que se ha hecho algo sin ayuda. Entonces llegó la gran noche. Con su coche de madera azul y el orgullo en el alma se dirigió a la gran carrera. Una vez allí, el orgullo de mi hijo quedó rebajado. Estaba claro que el auto de Gilbert era el único construido en su totalidad por un niño. Todos los demás los había hecho un padre con su hijo, estaban pintados de manera atractiva y tenían una carrocería de líneas aerodinámicas. Unos cuantos niños soltaron risitas tontas al ver el torcido y bamboleante vehículo de Gilbert. Para más inri, Gilbert era el único niño sin un hombre a su lado. Dos chicos de hogares monoparentales por lo menos tenían a su lado a un tío o un abuelo. Gilbert estaba acompañado únicamente de su madre. La carrera se hizo por eliminación. Se seguía en la carrera en tanto que se ganara. Uno tras otro, descendían los coches por una rampa muy pulida. Al final, quedaron el de Gilbert y el que tenía el diseño más aerodinánico y elegante. Cuando estaba a punto de comenzar la última carrera, mi hijo de ocho años, tímido e inocente, preguntó si podían esperar un momento antes de empezar porque quería orar. Todos esperaron. Gilbert se arrodilló mientras asía su extraño bloque de madera. Arqueó una ceja mientras hablaba con Dios, y rogó con fervor durante un minuto y medio que parecieron eternos. Cuando hubo acabado, se puso de pie con una sonrisa y anunció: «Estoy listo». Mientras el público animaba a los corredores, un niño que se llama Tommy estuvo de pie junto a su padre mientras su auto bajaba a toda velocidad por la rampa. Gilbert se quedó de pie -su Padre lo acompañaba en el interior de su corazón- y observaba cómo su bloque se bamboleaba bajando por la rampa con una velocidad sorprendente. Llegó a la meta una fracción de segundo antes que el de Tommy. Gilbert dio un salto mientras exclamaba: «¡Gracias!», y la multitud lo vitoreaba a voz en cuello. El viejo lobo o jefe del grupo scout se acercó a Gilbert, micrófono en mano, y formuló la pregunta obvia: -Oraste para ganar, ¿verdad, Gilbert? -No -repuso mi hijo-. No sería justo pedir a Dios que me ayudara a derrotar a otro niño. Le pedí que me ayudara a no llorar si perdía. Pues sí, aquella noche Gilbert resultó ganador, y además lo acompañaba su Padre. Angela Koltes
En un día de invierno deprimente y gris, nos fuimos con unos amigos a pasar la tarde en una escuela para ciegos que había cerca. Era uno de esos típicos domingos en que estaba exhausta del apretado horario de la semana y anhelaba la comodidad de mi cama calentita y la agradable idea de quedarme en la casa. No tenía el menor deseo de salir ya que casi todos se iban a tomar el día libre para hacer sus cosas. Pero nos vimos obligados a ir pues habíamos prometido ir a la escuela a pasar unos momentos animados y divertidos con los niños en aquel solitario domingo por la tarde. Los fines de semana, la mayoría de los familiares de los estudiantes los van a recoger, ya que los niños están internados durante el resto de la semana. Así que el domingo había pocos niños, no obstante, todos se mostraron felices de vernos, dándonos la bienvenida con alegres expresiones. No teníamos nada muy bien planeado, pero llevamos una guitarra, unas maracas y unos bongos, con la esperanza de llevarles algo de felicidad a su mundo aparentemente sin color. Los niños se juntaron a nuestro alrededor, escuchando la música y tratando de entender de dónde habíamos salido y cómo éramos. Algunos tenían sus propios instrumentos, pues la mayoría de ellos tiene talento musical y tocaron con nosotros, mostrándonos con entusiasmo lo que sabían. En medio de toda la actividad y el bullicio, noté a una niñita de cabello corto que estaba sentada tímidamente alejada de los otros niños. Me pregunté quiénes serían sus padres y por qué no habían venido a visitar a una niñita tan preciosa. Sentí enojo, preguntándome por qué esta pequeña merecería estar privada de la vista y tener que vivir como una discapacitada. Al observarla, lo primero que me llamó la atención fue su radiante sonrisa. ¿Cómo puede esta niñita ciega estar feliz en su triste condición?, me pregunté. La profesora, que me había seguido la mirada, me empezó a contar su historia. Seda tenía siete años y hacía dos le habían practicado una operación al cerebro. —Yo podía ver árboles, pájaros, la cara del doctor, todo —añadió, al escuchar a su profesora—. Pero cuando desperté, ya no volví a ver. ¡Fue como si una roca me hubiera caído en el corazón desde lo alto de una cornisa! Solo pude continuar observando en silencio a la pequeña. —¡Pero estoy muy feliz! —exclamó, sonriendo y jugando con las manos. —Seda, ¿por qué estás feliz? —le preguntó por nosotros la profesora. —Bueno —empezó diciendo suavemente—, aunque ahora en la tierra ya no puedo ver, en el cielo podré volver a ver y espero con ilusión que llegue ese día. Los ojos se me llenaron de lágrimas y supe de solo mirarlos, que mis compañeros sentían igual. Seda permaneció a mi lado por el resto de la tarde. Me tomó de la mano y me llevó por la escuela. Se sentó en mi regazo y me habló de todas las comidas que le gustaban, de cada verdura y fruta que le gustaban y por qué. Hallaba tal deleite en los sabores y sonidos que había a su alrededor, que era como si hubiera olvidado que no podía emplear su sentido de la vista. Aquella noche, mientras conducía de regreso a casa, tenía fijo en mi mente el rostro de Seda. ¿Qué era lo que esa niña veía en su mundo oscuro que la hacía tan feliz? Posteriormente, cuando sentía la carga de un día de trabajo complicado, sea lo que sea que estuviera pasando en el momento, cuando pensaba en Seda, sabía que no podía quejarme. En ocasiones los días sombríos que nos vemos forzados a pasar parecen insoportables y no vemos los rayos brillantes del amanecer. Bregamos cada día al tiempo que menospreciamos lo que vemos a nuestro alrededor. Pero yo sé que si me esfuerzo por pensar como ese angelito a quien se le había privado de la vista y pienso en el cielo como lo hacía ella, puedo dar gracias por cada día que me ha sido dado en esta tierra. Cada vez que me siento tentada a maldecir la oscuridad y a criticar lo que veo a mi alrededor, me viene a la mente la sonrisa de aquella pequeñita. Pienso en su fe y pienso en los ojos que ha recibido para que pueda ver la luz del día de mañana, y sé que si ella puede, yo también puedo sin duda. Angie Wiggens, artículo de Internet
Los niños deben seguir una buena rutina de descanso. Mientras duermen, sus cerebros producen sinapsis que contribuyen a su desarrollo mental. Además, un descanso insuficiente provoca malhumor, irritabilidad y problemas de comportamiento. Parte de nuestra labor como padres consiste en establecer y poner en práctica un buen horario de descanso para nuestros hijos, y aunque resulte difícil, el esfuerzo vale la pena. Establece límites De antemano, enseña a tus hijos que la hora de dormir no es negociable. Deben saber que una vez que llega la hora de ir a dormir, se deben preparar para ir a la cama. Cuando saben que eso es lo que toca y no hay nada que hacer, estarán más dispuestos a obedecer y no se quejarán tanto cuando llegue el momento. Atenerse al horario Los niños siempre tienen formas de salirse con la suya, y ya sea poniendo carita de lástima o con una rabieta, tratarán de no irse a la cama cuando sea hora de dormir. Una vez que establezcas a qué hora se deben acostar, debes atenerte al horario. Si cedes, sabrán que se pueden salir con la suya. Es bueno avisar a los niños con antelación de que se aproxima la hora de ir a dormir. Lo puedes hacer en diversos intervalos. A los pequeños les resulta difícil dejar todo e irse de repente a la cama cuando están concentrados jugando o llevando a cabo alguna actividad entretenida. Estarán más dispuestos a irse a dormir si les avisas de cuánto tiempo les queda para seguir jugando. Un ambiente tranquilo antes de ir a dormir Si diez minutos antes de irse a dormir, los niños estuvieron brincando como locos, seguramente seguirán en esa misma tónica cuando se acuesten. Si estaban haciendo tareas escolares, su cerebro irá a cien por hora y les costará tranquilizarse. Debes cerciorarte de que al menos una hora antes de irse a dormir los niños estén tranquilos. Para eso, pueden acurrucarse en el sofá y leer un libro o ver juntos una película tranquila. Es importante que antes de irse a la cama disfruten de un rato de tranquilidad y sosiego. Los dormitorios son para dormir Muchos papás permiten que sus hijos jueguen durante el día en sus dormitorios. Eso no está mal, pero cuando llega la hora de ir a dormir no debe haber ninguna distracción en el dormitorio. Si hay juguetes por todo el suelo de la habitación, lo más probable es que los niños estén distraídos y les cueste conciliar el sueño. Algunos niños se resisten a irse a dormir. Piden que les dejes jugar un rato más, se enojan o simplemente se niegan a meterse en la cama. Cuando eso sucede, es difícil para los padres mantenerse firmes. Pero eso es lo que debes hacer. Explícales calmadamente que no pueden escabullirse de eso, que forma parte de lo cotidiano. Hazles saber que eso no es negociable, y que si no obedecen y se acuestan, tendrás que aplicar alguna sanción (como padres pueden tomar las medidas correctivas que crean más apropiadas en su situación en particular). Una vez que los niños estén al tanto de lo que pueden y no pueden hacer a la hora de dormir, todo marchará como la seda. Si los niños disfrutan del descanso necesario, tanto ellos como las personas encargadas de su cuidado estarán más felices y tranquilos. |
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