Joyce Suttin En la primavera de mi penúltimo año de secundaria, algunas chicas propusieron que nos preparáramos para el partido de baloncesto entre las representantes de nuestro curso y las del curso superior. Me pareció que podía ser entretenido, así que me apunté. No me fue muy bien en los entrenamientos, pues me distraía con mis amigas en vez de concentrarme en el juego; pero a pesar de poner nerviosas a algunas de las jugadoras más competitivas, me propuse seguir y participar en el que sería mi primer y único partido de baloncesto. A lo largo del partido, nuestras rivales nos llevaron ventaja en todo momento. Mis compañeras se esforzaban por darles alcance. Yo había pasado la pelota un par de veces como una papa caliente, feliz de quitármela de encima lo antes posible. Hasta que… Perdíamos por dos puntos y faltaban apenas unos segundos para el término del partido cuando una de mis amigas logró interceptar el balón. Lo tiró lo más lejos que pudo, y con espanto vi que venía directo hacia mí. Lo atrapé con facilidad, pero no sabía qué hacer con él. Ninguna de mis compañeras estaba cerca de la canasta. Me imagino que di la impresión de estar paralizada, sin saber qué hacer. En eso vi la cara de Stan, un compañero de clase de constitución atlética que estaba sentado en la primera fila entre el público. Me gritó: —¡Lánzalo! ¡Dale, que puedes! Recuerdo que miré hacia la canasta desde donde estaba parada en la mitad de la cancha, apunté y lancé la pelota con todas mis fuerzas. Lo que sucedió en ese momento no lo tengo del todo claro. No sé cómo, el balón de milagro entró limpiamente en la canasta en el último segundo, y ganamos el partido. Mientras todos se amontonaban a mi alrededor en aquel momento de gloria, yo busqué a Stan con la mirada entre el gentío. Finalmente se acercó para felicitarme, y le dije: —Gracias por animarme cuando más lo necesitaba. Creíste que yo era capaz de encestar, y lo hice. Todos necesitamos a alguien que nos estimule cuando los rostros de la multitud se difuminan, cuando las voces se vuelven ininteligibles y nos tiemblan las piernas, alguien como Stan que nos anime cuando vacilamos y nos sentimos inseguros, que nos inspire confianza en nosotros mismos y nos impulse a intentar lo imposible, que nos diga: «¡Tú puedes!» ***** Tus niños tienen que ver que ustedes quieren que triunfen y que creen que pueden triunfar. En sus momentos de desespero o de desazón, tienen que demostrarles que pueden rehacerse y comenzar de nuevo. Necesitan saber que por dura que haya sido la caída, o por muchas veces que hayan fallado, pueden volver a incorporarse. Necesitan saber que son ganadores, que son campeones y que ustedes creen en ellos. En la Historia hay muchos ejemplos de personas que hicieron maravillas, que se destacaron, que realizaron descubrimientos, inventaron algo ingenioso, compusieron algo original, cantaron algo hermoso, inspiraron a otros o contribuyeron a mejorar el mundo con sus esfuerzos, gracias en gran parte a la fe que otra persona les tuvo. La fuerza de la fe y confianza que manifestaron los demás fue lo que ayudó a muchos de esos grandes hombres y mujeres a sobreponerse a las imposibilidades, la oposición, el peligro o las dificultades. A lo mejor el mundo nunca habría oído hablar de ellos si alguien no los hubiera inspirado a lograr algo. Gracias a ello se exigieron a sí mismos para desarrollar a fondo su potencialidad. Hubo gente que en un principio pensó que esos grandes hombres y mujeres no tenían potencial. Hubo grandes maestros, científicos e inventores que fueron considerados poco inteligentes de niños. Hubo grandes atletas a los que se les dijo que estaban demasiado enfermos, incapacitados o débiles como para pasar a la primera ronda de una competencia. Ha habido grandes escritores y oradores que cuando comenzaron apenas podían articular palabra. Ha habido bailarines, cantantes y actores ahora reconocidos mundialmente que fueron rechazados en su primera audición por «falta de talento». También hay muchos que fracasaron y se equivocaron incontables veces, que demostraron tener posibilidades, pero que sufrieron una desilusión tras otra, hasta que finalmente alcanzaron el éxito, en parte gracias a que quienes creyeron en ellos les transmitieron el ímpetu para perseverar. Gentileza de la revista Conéctate y sitio web www.anchor.tfionline.com.
0 Comments
Stephen Mansfield Se llamaba Elizabeth Anne Everest. Hoy en día pocos la recuerdan. De hecho, pocos la conocieron durante su vida, la cual terminó casi en el olvido en el año 1895. A fin de cuentas, no era más que una niñera, una de las miles que había en la Inglaterra victoriana y cuyos días transcurrían en silencio mientras cuidaban de los niños de otras personas. Cuando sacaba al bebé a pasear por el parque en su cochecito o cuando enfrentaba las calles de Londres con un niño que se aferraba fuertemente a su falda, nada la habría hecho sobresalir a los ojos de los transeúntes; no era más que otra niñera británica que cuidaba del hijo de algún noble. Al menos eso era lo que parecía. Sin embargo, Elizabeth Anne Everest no era una niñera como cualquier otra. Era una cristiana de las más fervientes y audaces. Para ella ser una niñera no era simplemente un trabajo; era un ministerio. Ella esforzaba por inculcar los principios divinos y la verdad de la Biblia en las pequeñas vidas que estaban a su cargo. Fue así que llegó a tener una gran influencia en el curso de la historia moderna. En un borrascoso día de febrero de 1875, Elizabeth Everest se convirtió en la niñera, y más adelante en la principal influencia espiritual, de un niñito de mejillas rosadas llamado Winston Leonard Spencer Churchill, quien habría de ser el futuro primer ministro de Inglaterra y uno de los más importantes estadistas del mundo occidental. Sin embargo, la infancia del pequeño Winston arrojó pocos indicios de la grandeza que poseería algún día, y la Sra. Everest no tardó en comprender la inmensidad de su labor. Al cabo de un tiempo, la madre del muchacho comenzó a advertirle a los visitantes con un típico eufemismo británico que Wiston era un niño difícil de manejar. Tenía razón. Pegaba patadas, gritaba, golpeaba a los demás y matoneaba. Con frecuencia la gente empleaba la palabra «monstruo» al referirse a él, y para complicar las cosas, era un muchacho listo. Siendo consciente de la fe cristiana de la Sra. Everest, el joven Winston intentó en cierta ocasión escapar a su clase de matemáticas amenazando con inclinarse ante ídolos. Y durante un tiempo dio resultado. Sin embargo, Elizabeth Everest era una mujer excepcional. Sabía cómo hacer respetar lo límites que marcaba, y desde el mismo principio Winston albergaba a regañadientes un respeto por esa mujer que parecía conocer el secreto de que su irritante comportamiento solo tenía por objeto ocultar una intensa ansia de su corazón. Esa era la verdad que ella protegía con ternura, pues sabía que su Señor no le había confiado al joven Winston con el único propósito de imponerle disciplina, sino más bien para llenar el vacío que existía en la vida de ese muchachito solitario. Pocos sabían lo dolorosa que era en realidad su soledad. Sería agradable poder decir que en el hogar de los Churchill reinaban el calor y la intimidad familiares, y que Winston recibía sobredosis de amor paternal, pero no era así. Randolph y Jennie Churchill se entregaban de lleno a sus ambiciones sociales, descuidando de paso a su hijo. Es cierto que, en general, los padres de la era victoriana mantenían una distancia sorprendente con sus hijos, y los recibían solo en momentos concertados de antemano y bajo la atenta mirada de sus sirvientes. No obstante, aun juzgado según esos criterios, los Churchill eran padres muy distantes. Más adelante, Winston escribió de su madre: «Yo la quería, pero a lo lejos». El padre de Winston lo consideraba un retrasado mental, rara vez le hablaba y con frecuencia descargaba su ira contra él. Más de un historiador ha llegado a la conclusión de que el lord Randolph sencillamente aborrecía a su hijo. Fue así que Elizabeth Everest, o «Woom» —como la llamaba Winston—, se convirtió no solo en su niñera, sino en su más estimada compañera, y compartió con comprensión y tierna lealtad los secretos de su mundo en expansión. Años después, hablando de su singular relación, Violet Asquith escribió: «Durante la niñez solitaria e infeliz de Wiston, la Sra. Everest fue su consuelo, su fuerza y soporte, su única fuente constante de comprensión humana. Era el hogar junto al cual secaba sus lágrimas y calentaba su corazón. Era la luz que brillaba de noche junto a su cama. Era su seguridad.» Ella fue asimismo su pastora, pues fue en el refugio de la devoción que compartían que Winston experimentó por primera vez la cristiandad genuina. De rodillas junto a esa afable mujer de Dios conoció el canto del corazón que se llama oración. De sus labios oyó por primera vez las Escrituras leídas con tierna adoración, y quedó tan conmovido que memorizó con entusiasmo sus pasajes predilectos. Mientras daban largas caminatas cantaban juntos los himnos más conocidos de la iglesia, hablaban sin descanso de los héroes de la fe y se imaginaban en voz alta cuál sería la apariencia de Jesús o cómo sería el Cielo. Cuando se sentaban juntos en un banco del parque o sobre una manta de césped fresco y verde, Winston a menudo se quedaba hechizado mientras que Woom le explicaba el mundo en términos sencillos pero claramente cristianos. Y cabe imaginarse que cuando el día llegaba a su fin, aquella fiel intercesora dedicaba numerosas noches a orar por aquel niño, pidiéndole a su Padre celestial que cumpliera con la vocación para la cual ella percibía con tanta intensidad que él estaba destinado. Da la impresión de que sus oraciones fueron respondidas, ya que si bien en los primeros años de su edad adulta, Churchill se metió de lleno en el racionalismo anticristiano que reinaba en aquella época, con el tiempo recobró la fe. Ello sucedió al escapar de un campo de prisioneros de guerra durante la guerra de los Boer en Sudáfrica. Tan grabada le había quedado la fe dinámica de la Sra. Everest, que durante aquel tiempo de crisis las oraciones que había aprendido junto a ella retornaron casi involuntariamente a sus labios, tal como lo hicieron los pasajes de las Escrituras que había memorizado al son de su voz. A partir de ese momento su fe lo distinguió, así como el convencimiento de su misión. Llegó a verse a sí mismo según los mismos términos que empleó en determinado momento para dedicar a su nieto. Sosteniendo al niño en alto, proclamó con lágrimas en los ojos: «Este es el nuevo fiel soldado y siervo de Cristo». Mientras otros dirigentes de su época vacilaban y buscaban las transigencias de los cobardes, Churchill definió los retos de su civilización en términos abiertamente cristianos y que impulsaban a los hombres hacia la grandeza. No obstante, detrás de su arsenal de palabras y de la artillería de sus ideales, se encontraban las sencillas enseñanzas de una consagrada niñera, la cual sirvió a su Dios al invertir en el destino de un muchachito atribulado. Fue por eso que cuando el hombre al que algunos llamaron el más grande de la era, yacía en su lecho de muerte en 1965, a los noventa años de edad, solo había una fotografía a su lado. Era la de su amada niñera, que había pasado a mejor vida unos setenta años antes. Ella lo había comprendido, lo había hecho mejor con sus oraciones y había avivado la fe que marcó el destino de las naciones; todo desde lo oculto de su llamamiento. Presentación dedicada a todos los padres ¡Feliz Día del Padre! El cirujano se sentó a un lado de la cama del niño. Los padres del pequeño estaban al otro lado del lecho.
-... Mañana, muy temprano -empezó a explicar el galeno-, te abriré el corazón... -Ahí encontrará a Jesús -interrumpió el niño. El cirujano, molesto, levantó la vista antes de añadir: -Te abriré el corazón para ver qué tan dañado está... -Cuando me abra el corazón, encontrará a Jesús -repitió el pequeño. El médico volvió la vista hacia los padres del niño, que estaban sentados en silencio, y prosiguió con la explicación. -Cuando vea lo dañado que está, te volveré a cerrar el corazón y el pecho. Luego veré qué podemos hacer. -Pero encontrará a Jesús en mi corazón -insistió el menor-. La Biblia dice que vive ahí. Todos los himnos que cantamos en la iglesia dicen que vive ahí. Lo encontrará en mi corazón. El cirujano había llegado al límite de su paciencia. -Te diré lo que te voy a encontrar en el corazón: tejido dañado, insuficiente circulación de la sangre y vasos sanguíneos debilitados, y veré si puedo hacer algo para que te pongas mejor. -También encontrará a Jesús. Él vive ahí -reiteró el niño. El cirujano se marchó. Después de la operación, el médico se sentó en su consultorio a grabar el resultado de la intervención quirúrgica. «Aorta dañada, vena pulmonar dañada, degeneración muscular generalizada. »Un transplante no es viable. No hay esperanza de cura. Terapia: analgésicos, guardar cama y reposo. Pronóstico... Hizo una pausa antes de agregar: »Muerte en un año.» En ese punto terminó de grabar, pero no de hablar. -¿Por qué? -preguntó pensando en voz alta-. ¿Por qué, Dios mío, has hecho esto? Trajiste a ese niño a la Tierra, lo has hecho pasar por este dolor y lo condenaste a una muerte temprana. ¿Por qué? El Señor respondió: -El chico es un corderito Mío. Nunca tuve intención de dejarlo en tu redil durante mucho tiempo, pues es parte de Mi rebaño eterno. En Mi redil no padecerá dolor, y no te imaginas en qué medida será consolado. Algún día sus padres estarán de nuevo con él. Tendrán paz y Mi rebaño seguirá creciendo.» Cálidas lágrimas le rodaban por las mejillas al médico. Pero asimismo rebosaba de enojo. -Creaste a ese niño y con él su corazón. En unos meses estará muerto. ¿Por qué? El Señor respondió: -Mi cordero volverá a su redil, pues habrá cumplido su misión: no lo puse en tu redil para que se perdiera, sino para rescatar a otra oveja que estaba perdida. El cirujano siguió llorando. Más tarde, el galeno se volvió a sentar junto al lecho del pequeño. Los padres estaban sentados al otro lado de la cama. El niño despertó y preguntó en voz baja: -¿Me abrió el corazón, doctor? -Sí -respondió el facultativo. -¿Y qué encontró? -preguntó el pequeño. -A Jesús -repuso el cirujano. - Autor desconocido |
Categories
All
LinksCuentos bilingües para niños Archives
March 2024
|