William y Marta Heineman Pieper, Ph.D. (tomado de la Internet) Todos los padres se enojan de vez en cuando delante de sus hijos, pero si logran mantener un ambiente razonable y agradable hasta que estén solos, le ahorrarán al niño tener que vérselas con complejidades de relaciones para las que no está preparado. De todos modos, si por mucho que se esfuercen surge un desacuerdo delante de sus hijos, cesen las hostilidades tan pronto como puedan y tranquilicen a su hijo diciéndole: «Sentimos haberte disgustado y sabemos que te duele que peleemos. Los dos nos queremos mucho aun cuando discutimos, y nunca dejamos de quererte.» Muchos tienen la noción errónea de que los malos ratos de «la vida real» fortalecen el carácter de los niños. En realidad, su inmadurez evita que se resguarden del dolor emocional que sienten cuando las cosas van mal. Por eso, las discusiones entre padres y otros sucesos dolorosos dejan a los niños más vulnerables al estrés. Por otro lado, si protege a su hijo de experiencias inquietantes en general, y sobre todo de la angustia de verlos a usted y a su cónyuge peleando, con el tiempo adquirirá un optimismo constante del mundo y tendrá la armonía y el amor que desea y necesita. Mientras crece, esta actitud positiva le dará fortaleza y resistencia para saber responder a los desafíos de la vida diaria. La próxima vez que se enfade delante de su hijo, recuerde que lo que a usted le parece una explosión de poca monta de todos los días es para su hijo una explosión nuclear. Conviene que se contenga hasta que esté fuera de su presencia. Será más fácil si se da cuenta que de esta forma nutre el bienestar emocional de su hijo del mismo modo que cuida de su salud física manteniéndolo fuera de la calle o de la cocina. “…todos deben estar siempre dispuestos a escuchar a los demás, pero no dispuestos a enojarse y hablar mucho.”
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Family Education y The National Association for the Education of Young Children Nuevos descubrimientos sobre el desarrollo del cerebro afirman lo que muchos padres y cuidadores sabían desde hace años. Hay tres factores: 1) buen cuidado prenatal, 2) relaciones afectuosas entre niños pequeños y adultos y 3) estimulación positiva a partir del nacimiento influyen para toda la vida en el desarrollo del niño. ¿Alguna vez mira a un bebé y se pregunta qué estará pensando? En el cerebro ocurre mucho más de lo que se creía. Según las más recientes investigaciones, este órgano bulle de actividad ya antes de nacer. Cuando nace, el cerebro del niño alberga 100.000 millones de neuronas o células nerviosas. De inmediato, se establecen sinapsis o conexiones entre estas mientras el bebé experimenta lo que le rodea y establece una relación con las personas que lo cuidan. Esa red de neuronas y sinapsis regula funciones diversas, como la vista, el oído y el movimiento. Si el cerebro del niño no se estimula desde el nacimiento, esas sinapsis no se desarrollan, con lo que se dificulta su capacidad para aprender y desarrollarse. El impacto de los factores ambientales en el desarrollo del niño pequeño es espectacular y preciso. No solo influye en la dirección general del desarrollo, sino que afecta las conexiones de los complejos circuitos del cerebro humano. La manera en que se desarrolla y aprende el ser humano depende de forma crítica en todo momento de la relación entre la herencia genética y la nutrición, el ambiente, la atención, la estimulación y la enseñanza que se le dé o deje de dar. Una atención afectuosa y entusiasta en los comienzos es decisiva para que el desarrollo del niño sea óptimo y sano. ¿Qué significa esto para los padres? Ponga en práctica estas cuatro ideas que lo ayudarán a velar por el desarrollo sano del cerebro de su hijo y su estabilidad emocional en los años venideros. 1. Sea afectuoso, cariñoso y entusiasta. Los estudios revelan que los niños que son objeto de atenciones entusiastas como tocarlos, mecerlos, hablarles y sonreírles, soportan mejor de mayores las épocas difíciles. También se llevan mejor con otros niños y se desempeñan mejor en el colegio que los que no tienen relaciones tan estrechas. 2. Hable, lea y cante a su hijo. La comunicación le proporciona una base firme para su aprendizaje futuro. Hable y cante de lo que pasa cada día. Lea cuentos de manera que anime a los mayores y los pequeñines a participar respondiendo preguntas, señalando fotos o dibujos en un libro o repitiendo poemas y refranes. 3. Estimule la exploración segura y el juego. Aunque muchos pensamos que el aprendizaje consiste simplemente en adquirir conocimientos, los niños aprenden jugando. Los bloques, dibujos, rompecabezas y juegos de actuación ayudan a los niños a desarrollar la curiosidad, la confianza en sí mismos, las aptitudes idiomáticas y la capacidad para resolver problemas. Que su propio hijo elija muchas de las actividades en que participe. Si se aleja o se muestra desinteresado, deje de lado esa actividad. Espere a que le interese de nuevo más adelante. 4. Aproveche la disciplina como una oportunidad de enseñar. Es normal que los niños pongan a prueba las reglas y actúen impulsivamente algunas veces. Más que castigarlos, los padres tienen que poner límites que ayuden a aprender a los niños. Por ejemplo, dígale a su hijo cuál es el comportamiento aceptable y hágalo de manera positiva. Diga: «Mantén los pies en el piso», en vez de: «¡Quita los pies de la silla!» Elizabeth Montgomery, Pre-K Smarties
Nunca es prematuro dar a conocer a su hijo los libros. Aunque los bebés no sean capaces de seguir un argumento ni entender un tema, es beneficioso mostrarles libros. Además de la inevitable unidad cuando tiene al bebé en el regazo y le habla, leerle le ayuda mucho a desarrollar el lenguaje. Mucho antes de que articule su primera palabra asimila sonidos que contribuirán a que desarrolle el habla, y más adelante su capacidad para la lectura. Los libros también estimulan la imaginación del bebé, le ayudan a entender lo que experimenta y le presentan nuevas situaciones. Leer textos a su hijo hoy sienta las bases para unos buenos hábitos de lectura mañana. Como los bebés reaccionan a los sonidos de las palabras, los mejores libros para ellos son los que recalcan el ritmo, las melodías, las repeticiones en el habla, poemas infantiles y un lenguaje estructurado. Les cautivarán las secuencias de ritmo, rima, repetición y estructuras de expresión que le sean familiares. Los libros para niños chiquitos suelen tener muy poco texto; con frecuencia las palabras son el rótulo o pie de foto de las imágenes. Les gusta ver fotos de otras personas, sobre todo de bebés. Reconocen expresiones y facciones del rostro. A los bebés y los niños pequeños les encanta ver objetos conocidos como un oso de peluche o un pato de goma. También les encanta ver a personas que realizan alguna actividad de la vida diaria como vestirse o bañarse. Además de ser medios didácticos y estimular el desarrollo, los libros entretienen a los bebés, lo mismo que a los adultos. Los padres y personas que los cuidan ven que los libros son un medio muy eficaz de mantener a los bebés contentos y entretenidos. Es más, si a su hijo le gustan los libros a tan temprana edad adquirirá una base para el papel esencial que tendrán los libros en su educación. ***** Tardamos mucho en presentar la lectura a los niños. A los seis años prácticamente ha desaparecido la capacidad para asimilar información objetiva, ya sea auditiva (hablada) o visual (escrita). […] Es más fácil enseñar a leer a un niño de cinco años que a uno de seis. Y más a uno de cuatro años que a uno de cinco. Y más a uno de tres que a uno de cuatro. Más a uno de dos que a uno de tres. Más a uno de un año que a uno de dos; y lo más fácil de todo es enseñar a un niño de menos de un año. La gran verdad es que los niños chiquitos asimilan información como palabras escritas o habladas a una velocidad que los adultos no podrían igualar ni con mucho. Tomado de "Why Teach Your Baby to Read?", Glenn Doman, fundador de The Institutes for the Achievement of Human Potential Este relato no verídico se publicó originalmente en un seminario de enseñanza. Explora la influencia positiva de los educadores en el futuro de sus alumnos. También puede aplicarse a padres y tutores. Había sido un día largo y agotador. No tenía nada de raro para mí, que era el principal profesor de matemáticas en un colegio moderno de secundaria del East End londinense. Por lo general, los alumnos de esos colegios cursaban asignaturas de formación profesional en vez de estudios académicos. Pues bien, aquel día un grupo de estudiantes había sido castigado después de clase. A varios de ellos se les había exigido quedarse cada jueves una hora y media después de que acabaran las clases por la tarde. Aquella semana me tocó estar a cargo de los alumnos castigados. Estaba tan fastidiado como ellos mismos por no poder irme a casa temprano. El profesor tenía que facilitar o proponer actividades para los alumnos castigados, pero como se les exigía estar sentados ante el pupitre, les dejábamos hacer lo que quisieran dentro de lo razonable. En general no teníamos ninguna gana de trabajar más de lo que se exigía. Los profesores más preocupados por aprovechar el tiempo se ocupaban de su correspondencia o hacían otras cosas, pero la mayoría nos poníamos a leer el periódico. A esas alturas del día ya tenía los nervios de punta, así que me contentaba con rellenar un crucigrama o mirar por la ventana. Aquel día en particular contemplaba tranquilamente el atardecer. No obstante, cada quince minutos más o menos me paseaba entre los pupitres para vigilar a los alumnos y asegurarme de que no hicieran travesuras. Entonces me fijé en Pamela Lumley, joven de quince años que tenía el rostro entre las manos y los codos apoyados en un cuaderno abierto. Era de una familia obrera de los callejones de Bermondsey, y yo le enseñaba matemáticas de cuarto. Estaba castigada porque la habían sorprendido fumando en el baño. —¿Ocurre algo, señorita Lumley? —le pregunté sin esperar una respuesta, y deseando no tener que molestarme respondiendo. Me miró con los ojos rojos de haber llorado y la nariz goteando. —Es que no lo entiendo —dijo gimoteando. —¿No entiende qué? —Esto… Señaló con un dedo mugriento su cuaderno sucio y con las esquinas de las hojas dobladas. En las manchadas páginas se distinguían varios números garabateados y en los bordes de las hojas había flores mal dibujadas. Llegué a la conclusión de que entre tanto garabateo imaginativo la joven trataba de resolver un problema de matemáticas. —Son tareas —me dijo mientras se arreglaba sus negros cabellos. Hacía mucho tiempo había dado por imposible a Pamela Lumley. Ya casi ni me fijaba en su trabajo diario, no digamos en sus tareas. Le faltaban pocos meses para terminar los estudios y —supuse con aires de superioridad moral— pasar a vivir de la asistencia social. Las matemáticas —y de hecho ninguna otra asignatura— no eran lo suyo. —Pues siga intentándolo —respondí mirando el reloj. Aún quedaba una hora y diez minutos. De pronto, para sorpresa de los dos, tomé el cuaderno impulsivamente y me dirigí a mi escritorio. Allí eché un vistazo al ilegible revoltijo del atormentado universo matemático de Pamela Lumley. Me detuve en la página cuyos problemas había intentado resolver hacía unos momentos. Las partes donde habían caído sus lágrimas aún estaban húmedas y manchaban las pautas verdes. El lector podría suponer que por mi facilidad de palabra me resultaría fácil explicar lo que sentí en aquellos momentos; pero no puedo expresarlo con palabras. Fue como si la vida misma de Pamela Lumley se hubiera descubierto ante mis ojos. Cada doloroso trazo de su desgastado y mugriento lápiz formaba parte del jeroglífico tapiz de su vida en un tugurio de Bermondsey junto a una infeliz y divorciada madre en tratamiento médico. En aquel entonces me hubiera negado a describir el sentimiento que me embargó como algo sobrenatural, pero ahora estoy convencido de que lo fue. No entendía por qué, pero tenía tantas ganas de llorar que me dolía el corazón. Pamela me miraba con expectación desde su pupitre. —Tengo que retirarme un momento —dije, procurando tragar el nudo que se me había formado en la garganta. Luego, para mi asombro y el de todos los que estaban en el aula, dije: —Señorita Lumley, ¿podría hacerse cargo de la clase? Vuelvo enseguida. Se le iluminó el rostro. —Claro. Me encerré en el baño y lloré como un niño. Escapaba a mi razonamiento, pero en esos instantes me sentí como un tonto y sin embargo feliz. Debieron de pasar unos diez minutos, mientras meditaba tranquilamente tratando de analizar aquella intensa emoción. Mi análisis resultó inútil, hasta que de pronto me vi a mí mismo poco antes de aquella revelación: un hombre altanero, escéptico y sarcástico con el monopolio del conocimiento. Fue desconcertante. Podía fácilmente despreciarme a mí mismo. Llegué a la conclusión de que los demás me detestarían con igual intensidad. Sin embargo, salí del baño resuelto a no olvidar el dolor que sentí aquel momento en el corazón. Sin mirarme al espejo, me lavé la cara y volví al aula. —¿Cómo se comportaron? —pregunté con una leve sonrisa a Lumley. —¡Fueron unos angelitos! —respondió riendo. —Me alegro. A ver, acércate y entremos en materia. Pamela puso cara de preocupación. Parecía que se iba a echar a llorar otra vez. Pero se acercó con paso decidido y le indiqué que se sentara a mi lado. —Disculpe —dijo—, no le servirá de nada volver a explicarlo. No me entra de ninguna manera. —Lo más probable es que la solución sea de lo más simple —dije—. ¿Ves esta flor que has dibujado? ¿Cómo se llama? A Pamela se le iluminó otra vez la cara. —Una campánula. Pero eso no tiene nada que ver con el problema de matemáticas. —Ya lo sé —dije—. Y esta otra es claramente un azafrán. —Sí. —¿Y ésta? —Una dicentra, la favorita de mi madre. Pero… —Me he dado cuenta de que esta otra la has dibujado varias veces; pero luego has escrito encima. —Ah, sí. Esa se llama gisófila o velo de novia; es mi favorita. Pero no me sale bien. Los pétalos tienen una forma muy rara, ¿ve? Asentí con la cabeza. —En realidad me cuesta hacer los pétalos de casi todas. La dicentra es la más fácil, claro. —Yo no sé dibujar —dije mientras abría el cajón de mi escritorio. Hurgué hasta encontrar una plantilla de figuras geométricas—. Pero yo diría que el diseño de esta flor se basa en un trapecio, ¿no? —Ah, es verdad. —Y esta otra es más bien hexagonal, ya que como ve, tiene seis lados. Y yo diría que esta otra es un rombo. —Tiene razón. Es más fácil si se explica así. —Se ve que le gustan las flores. —Sí, pero no tengo ninguna. Mi casa no tiene jardín y es muy oscura. Retrocedí unas cuantas páginas de su cuaderno. —Aquí se ve como si quisieras hacer un dibujo con estas dos flores. —Sí. Mi madre me iba a comprar telas para bordar en mi cumpleaños, pero al final le faltó dinero. No importa. Pero me hubiera gustado bordar un mantel con la gisófila cruzándose con la dicentra para regalárselo en Navidad. —Ya veo. —Igual cuando encuentre trabajo tal vez pueda ahorrar algo. —Muy bien, Srta. Lumley, puede volver a su pupitre —le dije, percatándome de algunas risitas y susurros entre los alumnos castigados. Le di la plantilla. —Quédesela. Espero que le sea útil en sus futuros dibujos. —¡Muchas gracias! —respondió mientras se le iluminaba el rostro. * * * Llegó el final del año escolar para la mayoría. Se palpaba la emoción de las vacaciones. Pero para algunos alumnos aquella emoción se mezclaba con inquietud ante la perspectiva de encontrar un empleo a jornada completa; Pamela se contaba entre ellos. Mientras cerraba mi escritorio el último día de clase, Pamela tocó a la ventana de la puerta del aula vacía. Le indiqué que pasara. —S-solo quería despedirme. Y darle las gracias por todo —dijo mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. ¿Por todo? Desde aquel día en que estuvo castigada yo sólo había manifestado un discreto interés en su evidente progreso en dibujos florales, asintiendo meramente con la cabeza al pasar por su pupitre. Con la plantilla a plena vista, ella dejaba el cuaderno abierto para que lo observara detenidamente. Pero aparte de un ocasional saludo con la cabeza o una leve sonrisa, no decíamos nada. —Adiós, Srta. Lumley. Le deseo lo mejor y… suerte con la profesión que elija. —Gracias. Al parecer me han aceptado de cajera. Al menos por ahora. Eso me obligará a ponerme las pilas con las matemáticas. A esas palabras siguieron un incómodo silencio. Miré mi bolso medio abierto y no pude refrenar la decisión que había tomado aquella mañana. Lo abrí, saqué un paquete envuelto con un lazo y se lo di. —Puede abrirlo ahora si quiere —dije entre dientes—. O en casa. La curiosidad de Pamela pudo más que su vacilación, y rasgó la envoltura. Al ver su contenido se quedó de una pieza. —No sé por qué —dije, mientras ella meneaba la cabeza con asombro—. Pero me costó mucho entrar a la mercería y explicar que necesitaba cosas para bordado para una amiga. —Pero no tenía que haberse molestado. —Supongo que no, Srta. Lumley. A decir verdad, lo compré el fin de semana después de aquel día en que la castigaron, pero me faltó el valor para dárselo. Ha estado hasta ahora en ese cajón. Es más, decidí entregárselo hoy si venía por iniciativa propia a despedirse. Si no, lo más probable es que se lo hubiera enviado por correo. A Pamela se le comprimió el rostro y se puso a llorar. Tardó un buen rato en poder decir palabra. —Muchas gracias. Lo guardaré como un tesoro toda la vida. * * * Al año siguiente, a raíz de una afección derivada de la acumulación de líquido alrededor del corazón, el médico me recomendó irme de Londres. Acepté el puesto de subdirector en un colegio de las afueras de Aberdeen (Escocia). Allí continué enseñando hasta retirarme con sesenta y dos años. No está nada mal, pensé, teniendo en cuenta los funestos pronósticos médicos. Sea como sea, ocurrió una extraña coincidencia el mismo día en que culminé mi trayectoria en la administración educativa. Asistí a una pequeña reunión en mi honor, donde brindaron a mi despedida en un bar cercano. Me embarga una inmensa alegría al afirmar que en aquel encuentro percibí el cálido aprecio de mis colegas y de varios alumnos que ya habían terminado sus estudios y a los que había enseñado en la última década. Me conmovieron tanto sus muestras de aprecio que el corazón empezó a dolerme de forma parecida a como me dolió aquel día en la Escuela Secundaria Moderna de Londres. Tuve que retirarme temprano. Una joven colega llamada Edith Standwell se ofreció amablemente a llevarme a mi pequeño apartamento. Al llegar me preguntó si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Dudé en aceptarla por un momento, siendo un soltero empedernido toda la vida. Pero no sé por qué cambié de parecer y acepté su ayuda. Para mi sorpresa, en el buzón encontré un paquete, y esperé hasta entrar a mi apartamento para abrirlo. En su interior había un librito de tapa dura y una carta. Un poco preocupada por mi estado de salud, Edith Standwell me instaló cómodamente en el sillón y se ofreció a prepararme un chocolate caliente. Tras aceptar su oferta e indicarle dónde guardaba los ingredientes, abrí la carta. Decía: Estimado profesor: Esta carta tal vez lo sorprenda. Han pasado más de veinte años desde que se fue de Londres y pensé que estaría a punto de jubilarse. A decir verdad, empecé a preguntarme si aún viviría. Disculpe mi franqueza. Así que pasé por el colegio y le pedí su dirección al Sr. Wills, el anciano profesor de geografía, que ahora es el director. En todo caso, quería enviarle un libro recién publicado sobre diseños y bordados florales escrito por esta amiga suya (con la ayuda de mi editor, claro. En cuanto a gramática y ortografía todavía me queda mucho que aprender). ¡Menuda sorpresa para el mundo literario! Pamela Lumley se ha convertido en la autora de un superventas para la editorial W. H. Smiths. Pues así es. Hasta me han pedido una segunda parte, pero creo que ya he dicho bastante. Sea como sea, he añadido una pequeña dedicatoria después del título, porque a fin de cuentas, de no ser por usted este libro no habría visto la luz. Lleno de curiosidad, observé por primera vez el título del libro: El floreado mundo de Pamela Lumley. Pasé las páginas hasta llegar a la dedicatoria. Al leerla, me embargó nuevamente aquella maravillosa sensación, y en el rostro se me esbozó una sonrisa. Dedicado al profesor de matemáticas que vio un mundo florido que se extendía más allá de mis torpes garabatos. Sin sus palabras de aliento, jamás habría sido hecho realidad. Le debo eterna gratitud. Pamela Lumley Story by Jeremy Spencer. © The Family International.
o ¡Nunca debemos perder la fe en nuestros niños! Si no podemos saber la verdad acerca de algún asunto, cuando el niño dice ser inocente y no hay manera de probar lo contrario, la mayoría de las veces es mejor dejarlo pasar y no correr el riesgo de castigarlo o juzgarlo injustamente. ¡Debemos tratar de confiar en que nos dicen la verdad! Esa manifestación de amor les demostrará que tenemos fe en ellos, y les inspirará a no defraudar la confianza que hemos depositado en ellos. Mostrarle a un niño que confiamos y tenemos fe en él, es mostrarle que le amamos. o Es conveniente tratar de ponerse en lugar del niño siempre que sea posible. Esto nos ayudará a comprenderle mejor. Cultivar el hábito de ver las cosas desde su punto de vista y forma de razonar suele dar muy buen resultado. Conviene preguntarse: "¿Qué pasaría si se tratara de mí? ¿Cómo me gustaría que me trataran si yo estuviera en esta situación? Si yo tuviera 5 años, ¿cómo me sentiría si los adultos se rieran de mí?" Algo que a nosotros tal vez nos parezca muy bonito o gracioso puede resultar muy humillante y vergonzoso para un niño. La mayoría de nosotros sabemos lo que es sentirse humillado, ofendido o desairado. Si tomamos conciencia de que esas experiencias pueden ser mucho más traumáticas y dolorosas para un niño pequeño que no las ha experimentado antes, haremos todo lo posible por tratar de evitar tales incidentes. Si imaginamos una situación lo más parecida posible a la del niño, y nos ponemos en su lugar, tratando de suponer cómo nos sentiríamos nosotros, podremos comprender más profundamente al niño y sus sentimientos. o El elogio y el ánimo son algunas de las cosas más importantes en la formación de un niño. Es importante elogiar al niño y demostrarle que apreciamos sus buenas intenciones y su buen comportamiento. Por ejemplo, si ha sido recibido una mala calificación en la escuela, aún podemos hallar algo por lo cual podamos elogiarle, como su buena caligrafía, tal vez. Siempre habrá algo digno de elogio y aprecio. Los elogios hacen que los niños den lo mejor de sí. Es más importante elogiar al niño por sus actos de bondad y su buen comportamiento que regañarle por su mal comportamiento. ¡Es mejor tratar siempre de acentuar lo positivo! Por supuesto, cuando elogiamos al niño o le mostramos aprecio, tenemos que ser sinceros, y el elogio debe ser justificado. Por ejemplo, si un padre cree sinceramente que su hija adolescente es hermosa, y en realidad no lo es tanto al compararla con otras chicas de su edad, ella podría llegar a pensar que su padre la engaña con adulaciones si éste no cesa de repetirle lo bella que es, por más sincero que sea. Mejor sería elogiarla por alguna otra cosa en la que se destaque más: su elocuencia, o sus buenas calificaciones, o su carácter afable y amoroso. No nos ahorremos las palabras de elogio y de aliento a nuestros niños. Casi todo el mundo quiere a los niños, pero es muy importante que ellos lo sepan, de manera que es conveniente decírselo y demostrárselo. Todas estas sugerencias y consejos son maneras de poner nuestro amor en acción. El amor no es "real", ni tiene aplicación práctica a menos que nosotros, los padres que hoy estamos moldeando el futuro, demos un ejemplo viviente de él. El mundo de mañana lo estamos forjando los padres y madres de hoy: ¡según cómo educamos a nuestros hijos! Escrito por D.B. Berg. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
* Desde muy temprano debemos esforzarnos por crear una atmósfera de comunicación sincera y abierta con nuestros niños. Debemos animar al niño a comunicarnos cómo se siente. Por supuesto, es muy importante evitar reaccionar con actitud crítica, condenatoria o de superioridad ante un niño que está contando cómo se siente, confesando un error, o manifestando un temor. Si el niño ve una reacción negativa por nuestra parte, probablemente lo pensará mejor antes de venir a contarnos algo en otra ocasión. ¡Ddedicarles "momentos especiales" de charlas sinceras, combinadas con abundantes muestras de cariño, le dan al niño una sensación de seguridad acerca de nuestro amor y consideración hacia sus problemas! Esto se logra cuando nos esforzamos por escucharlos y comprenderlos. El niño jamás olvidará esos momentos especiales que pasa con nosotros. En la mayoría de los casos, esos eran los momentos que nosotros valorábamos más cuando niños: cuando nuestros padres nos manifestaban su amor dedicando parte de su tiempo a pasarlo con nosotros, simplemente charlando. Por supuesto, antes de esperar que nuestros niños sean sinceros con nosotros, nosotros debemos mostrarnos sinceros con ellos. A los niños les anima mucho saber que sus padres no son perfectos (¡Por otra parte, es seguro que ya se dieron cuenta!) ¡Al admitir sinceramente nuestros errores y debilidades, damos mejor ejemplo de sinceridad y humildad, y debido a ello nuestros hijos nos querrán más! Para cualquier tipo de comunicación sincera, es esencial saber prestar oído. Un padre o madre que sepa escuchar no se dedicará a leer el periódico o a prepararse una taza de té mientras su hijo le cuenta cómo se siente acerca de la pérdida de un buen amigo, o manifiesta sus más íntimos temores y preocupaciones. Uno de los regalos más valiosos que los padres podemos dar a nuestros niños, es interesarnos sinceramente en sus problemas, y la mejor manera de manifestarlo es prestarles toda nuestra atención y escucharlos solícitamente siempre que sea posible. Con el simple hecho de escucharle, estamos diciéndole al niño: "Quiero comprenderte y ayudarte. Considero que vale la pena escucharte y quiero que sepas que tengo fe en ti. Siempre podrás charlar conmigo porque te quiero mucho." * Debemos hacer preguntas. (¡Los niños no deberían ser los únicos!) En cualquier tipo de comunicación sincera con un niño --o para el caso, con cualquiera-- que le hagamos preguntas le ayuda a abrirse y demuestra nuestro interés. Debemos hacer que sea él quien hable. Cuando nos haga preguntas debemos evitar ponernos a filosofar o fingir ser lo que no somos. ¡Debemos mantenernos sencillos! Tampoco debemos darles ningún tipo de consejo que no estaríamos dispuestos a poner en práctica nosotros mismos. * Tenemos que aprender a dar nuestros consejos de manera que les sea fácil aceptarlos. Debemos hacer que les "resulte fácil portarse bien", presentándoles las ideas como si fueran parcialmente suyas. Por ejemplo: "Me gustó tu comentario acerca de la necesidad de cambiar un poco las cosas. Probemos tu idea"; o, "¿Qué te parece si probamos esta idea?"; o, "¿No te parece que tal cosa da mejor resultado?" * Cuando algo sale mal, es importante no juzgar el asunto demasiado pronto. Toda historia tiene por lo menos dos enfoques, y ayuda mucho escuchar todas las versiones de las personas afectadas. Casi todos hemos cometido alguna vez el error de juzgar a la ligera o actuar impulsivamente, con el resultado de que el niño fuera acusado injustamente y quedara profundamente herido. Supongamos que una madre escuchara un ruido en un cuarto, y al entrar corriendo encontrara a su hija llorando junto a un jarrón hecho pedazos. La primera reacción podría ser darle un coscorrón sin pedirle explicaciones, pero eso sólo empeoraría las cosas. ¡Preguntarle primero qué había ocurrido, le daría a la niña la oportunidad de explicarle, tal vez, que trataba de evitar que el gato se trepara a la mesa, y que al hacerlo, el gato, y no ella, había tirado el jarrón al suelo! Debemos ser justos y misericordiosos con nuestros niños como sea posible. Si constantemente estamos juzgándoles a la ligera y con severidad, ellos podrían perder fácilmente esa confianza en nosotros. ¡De esa manera, acabarían tal vez teniendo temor de confiar en nosotros y de confesar las faltas que realmente cometan, o su necesidad de ayuda! Extraído de los escritos de D.B. Berg. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
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