![]() Stephen Mansfield Se llamaba Elizabeth Anne Everest. Hoy en día pocos la recuerdan. De hecho, pocos la conocieron durante su vida, la cual terminó casi en el olvido en el año 1895. A fin de cuentas, no era más que una niñera, una de las miles que había en la Inglaterra victoriana y cuyos días transcurrían en silencio mientras cuidaban de los niños de otras personas. Cuando sacaba al bebé a pasear por el parque en su cochecito o cuando enfrentaba las calles de Londres con un niño que se aferraba fuertemente a su falda, nada la habría hecho sobresalir a los ojos de los transeúntes; no era más que otra niñera británica que cuidaba del hijo de algún noble. Al menos eso era lo que parecía. Sin embargo, Elizabeth Anne Everest no era una niñera como cualquier otra. Era una cristiana de las más fervientes y audaces. Para ella ser una niñera no era simplemente un trabajo; era un ministerio. Ella esforzaba por inculcar los principios divinos y la verdad de la Biblia en las pequeñas vidas que estaban a su cargo. Fue así que llegó a tener una gran influencia en el curso de la historia moderna. En un borrascoso día de febrero de 1875, Elizabeth Everest se convirtió en la niñera, y más adelante en la principal influencia espiritual, de un niñito de mejillas rosadas llamado Winston Leonard Spencer Churchill, quien habría de ser el futuro primer ministro de Inglaterra y uno de los más importantes estadistas del mundo occidental. Sin embargo, la infancia del pequeño Winston arrojó pocos indicios de la grandeza que poseería algún día, y la Sra. Everest no tardó en comprender la inmensidad de su labor. Al cabo de un tiempo, la madre del muchacho comenzó a advertirle a los visitantes con un típico eufemismo británico que Wiston era un niño difícil de manejar. Tenía razón. Pegaba patadas, gritaba, golpeaba a los demás y matoneaba. Con frecuencia la gente empleaba la palabra «monstruo» al referirse a él, y para complicar las cosas, era un muchacho listo. Siendo consciente de la fe cristiana de la Sra. Everest, el joven Winston intentó en cierta ocasión escapar a su clase de matemáticas amenazando con inclinarse ante ídolos. Y durante un tiempo dio resultado. Sin embargo, Elizabeth Everest era una mujer excepcional. Sabía cómo hacer respetar lo límites que marcaba, y desde el mismo principio Winston albergaba a regañadientes un respeto por esa mujer que parecía conocer el secreto de que su irritante comportamiento solo tenía por objeto ocultar una intensa ansia de su corazón. Esa era la verdad que ella protegía con ternura, pues sabía que su Señor no le había confiado al joven Winston con el único propósito de imponerle disciplina, sino más bien para llenar el vacío que existía en la vida de ese muchachito solitario. Pocos sabían lo dolorosa que era en realidad su soledad. Sería agradable poder decir que en el hogar de los Churchill reinaban el calor y la intimidad familiares, y que Winston recibía sobredosis de amor paternal, pero no era así. Randolph y Jennie Churchill se entregaban de lleno a sus ambiciones sociales, descuidando de paso a su hijo. Es cierto que, en general, los padres de la era victoriana mantenían una distancia sorprendente con sus hijos, y los recibían solo en momentos concertados de antemano y bajo la atenta mirada de sus sirvientes. No obstante, aun juzgado según esos criterios, los Churchill eran padres muy distantes. Más adelante, Winston escribió de su madre: «Yo la quería, pero a lo lejos». El padre de Winston lo consideraba un retrasado mental, rara vez le hablaba y con frecuencia descargaba su ira contra él. Más de un historiador ha llegado a la conclusión de que el lord Randolph sencillamente aborrecía a su hijo. Fue así que Elizabeth Everest, o «Woom» —como la llamaba Winston—, se convirtió no solo en su niñera, sino en su más estimada compañera, y compartió con comprensión y tierna lealtad los secretos de su mundo en expansión. Años después, hablando de su singular relación, Violet Asquith escribió: «Durante la niñez solitaria e infeliz de Wiston, la Sra. Everest fue su consuelo, su fuerza y soporte, su única fuente constante de comprensión humana. Era el hogar junto al cual secaba sus lágrimas y calentaba su corazón. Era la luz que brillaba de noche junto a su cama. Era su seguridad.» Ella fue asimismo su pastora, pues fue en el refugio de la devoción que compartían que Winston experimentó por primera vez la cristiandad genuina. De rodillas junto a esa afable mujer de Dios conoció el canto del corazón que se llama oración. De sus labios oyó por primera vez las Escrituras leídas con tierna adoración, y quedó tan conmovido que memorizó con entusiasmo sus pasajes predilectos. Mientras daban largas caminatas cantaban juntos los himnos más conocidos de la iglesia, hablaban sin descanso de los héroes de la fe y se imaginaban en voz alta cuál sería la apariencia de Jesús o cómo sería el Cielo. Cuando se sentaban juntos en un banco del parque o sobre una manta de césped fresco y verde, Winston a menudo se quedaba hechizado mientras que Woom le explicaba el mundo en términos sencillos pero claramente cristianos. Y cabe imaginarse que cuando el día llegaba a su fin, aquella fiel intercesora dedicaba numerosas noches a orar por aquel niño, pidiéndole a su Padre celestial que cumpliera con la vocación para la cual ella percibía con tanta intensidad que él estaba destinado. Da la impresión de que sus oraciones fueron respondidas, ya que si bien en los primeros años de su edad adulta, Churchill se metió de lleno en el racionalismo anticristiano que reinaba en aquella época, con el tiempo recobró la fe. Ello sucedió al escapar de un campo de prisioneros de guerra durante la guerra de los Boer en Sudáfrica. Tan grabada le había quedado la fe dinámica de la Sra. Everest, que durante aquel tiempo de crisis las oraciones que había aprendido junto a ella retornaron casi involuntariamente a sus labios, tal como lo hicieron los pasajes de las Escrituras que había memorizado al son de su voz. A partir de ese momento su fe lo distinguió, así como el convencimiento de su misión. Llegó a verse a sí mismo según los mismos términos que empleó en determinado momento para dedicar a su nieto. Sosteniendo al niño en alto, proclamó con lágrimas en los ojos: «Este es el nuevo fiel soldado y siervo de Cristo». Mientras otros dirigentes de su época vacilaban y buscaban las transigencias de los cobardes, Churchill definió los retos de su civilización en términos abiertamente cristianos y que impulsaban a los hombres hacia la grandeza. No obstante, detrás de su arsenal de palabras y de la artillería de sus ideales, se encontraban las sencillas enseñanzas de una consagrada niñera, la cual sirvió a su Dios al invertir en el destino de un muchachito atribulado. Fue por eso que cuando el hombre al que algunos llamaron el más grande de la era, yacía en su lecho de muerte en 1965, a los noventa años de edad, solo había una fotografía a su lado. Era la de su amada niñera, que había pasado a mejor vida unos setenta años antes. Ella lo había comprendido, lo había hecho mejor con sus oraciones y había avivado la fe que marcó el destino de las naciones; todo desde lo oculto de su llamamiento.
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