Michelle Charisse Es el día de la Madre. Tomo mi lugar en el escenario, pruebo el micrófono y recorro con la vista el restaurante de un hotel donde mis amigos y yo estamos por dar inicio al espectáculo. La mayoría de las 200 personas que han acudido al desayuno-almuerzo del domingo por la mañana son madres e hijas. Algunas, madres jóvenes con niñas pequeñas; otras, señoras mayores con hijas adultas; unas son bajitas y regordetas con sus hijas altas y delgadas; otras parecen hermanas. Hay unos pocos hijos y maridos, pero en número se ven superados ampliamente por las mujeres, que lucen todas radiantes. El mostrador de la recepción está cubierto de rosas, cada una envuelta separadamente. Se trata del regalo que hace el hotel a las madres en su día. Al sonar los acordes de introducción de nuestro primer tema musical, siento la presencia de mi madre en el recinto. La letra me hace pensar en ella. «Rodéenme de gente sencilla...» Mamá trajo al mundo a ocho personitas. No me explico cómo, pero cada una de ellas era su predilecta. «Quiero que me estrechen los brazos infinitos de la eternidad...» Hoy en día, se encuentra en esos brazos. Han pasado siete años desde que murió de cáncer. Mi padre la sostuvo en sus brazos hasta que exhaló el último suspiro. Nosotros, sus hijos, todavía le damos las buenas noches con un beso cuando hacemos nuestras plegarias. Ahora está para siempre en los brazos de Jesús. Parpadeo para secarme las lágrimas. «Me río y canto, ¡qué manera de vivir!...» Ahora pienso en mi madrastra, cuya voz escuché por el teléfono hace apenas unos días. Como de costumbre, destilaba alegría. Si hay alguien que sabe lo que significa la vida es mi madrastra. «La vida no vale la pena si no es para darnos a los demás...» La veo, consagrada por entero, cuidando de mi padre y de los once hijos que todavía viven con ellos. (Los tres mayores ya somos adultos y vivimos en otros países.) Veinticuatro horas al día, siete días a la semana, entregándose. Una joven madre se levanta de su mesa y baila por el restaurante con su bebita en brazos. La niña se ríe. Se siente segura, amada. Entonces comprendo por qué soy capaz de sonreír, de reír y de venirme al otro extremo del planeta para manifestar el amor de Dios a mis semejantes. Es que he sido favorecida con el amor, no ya de una madre, sino de dos. Una que tuvo que irse y que, sin embargo, está siempre cerca de mí en espíritu; y otra que llegó a mi vida cuando más la necesitaba. ¿Qué hago? ¿Por qué tengo que hacer un esfuerzo para contener el llanto? Me siento segura, amada. Dios me ha bendecido por partida doble. Gentileza de la revista Conéctate. Foto de Kathleen Zarubin via Flickr.
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