Valiosos consejos para los padres - Un presentación en PowerPoint, gentileza de Tommy's Window.
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Héctor Medina Mi abuelo decía: «Cuando veas un niño que se porta bien, ten la certeza de que alguien está usando ambas manos para criarlo: la mano derecha del amor y la izquierda de la disciplina». En los 25 años que llevo de docente, esa máxima ha sido la piedra angular de mi relación con mis alumnos. Tal vez conozcas la analogía que asemeja a un jovencito con una plantita. Si bien es cierto que una planta necesita apenas agua y sol, es preciso también cuidarla, en el sentido de abonarla, podarla, fumigarla, trasplantarla a una maceta más grande, etc. Esos cuidados requieren trabajo por parte del jardinero y a veces pueden resultar algo traumáticos para la planta. Aplicado a un niño o niña, supone darle por sobre todas las cosas cariño y ternura, sin descuidar los otros componentes indispensables para formarlo como persona: brindarle un ámbito sano para su desarrollo social y emocional y para su maduración espiritual; fijarle límites; enseñarle a responsabilizarse de sus actos, y dejar que escarmiente sufriendo las consecuencias de sus decisiones erróneas si es necesario. Esos aspectos más difíciles de la labor de padres son generalmente los que más les cuesta aceptar a los chicos, sobre todo al principio. Sin embargo, se lo debemos a los niños y a Dios, a quien en última instancia tendremos que dar cuenta de lo que hemos hecho en la vida. Se habla mucho hoy en día de los adolescentes difíciles y del efecto exponencial que tienen en la sociedad al extenderse su influencia a sus pares, a los niños más pequeños y, a la larga, a sus propios hijos. Nos seguimos planteando los mismos interrogantes: ¿Cómo es que hemos llegado a este estado de cosas y cómo podemos cambiar la situación? ¿Todavía es posible virar la nave y tomar un curso más sano? ¿O es ya tarde? Yo estoy convencido de que siempre hay esperanza, con la ayuda de Dios, pues todo es posible para Él (Mateo 19:26). Así y todo, Dios no puede hacerlo por Su cuenta ni lo hará. Necesita que nosotros —los padres, docentes y otras personas mayores— seamos mentores y modelos de conducta para nuestros jóvenes. Nuestro papel consiste en ir contra la corriente de pasividad, permisividad y carencia generalizada de valores morales, que lamentablemente se ha convertido en lo normal en cuanto a formación y educación. En realidad basta con que cada persona ponga de su parte, con que cada uno aportemos nuestro su grano de arena, y Dios hará lo que está fuera de nuestro alcance: producirá las transformaciones interiores que nuestros hijos necesitan y les infundirá el deseo de hacer su parte, de actuar con integridad y con la debida motivación. Con el tiempo ellos mismos ejercerán una influencia importante para generar cambios positivos; pero inicialmente depende de nosotros, las personas mayores. Es preciso que tomemos las riendas, con ambas manos. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
Aquella calurosa mañana de julio perdí la noción del tiempo. Me apoyé en el mango del azadón y dejé que la imaginación me llevara a actividades más emocionantes que arrancar malas hierbas. Entonces, de pronto vi al abuelo -hasta ese momento mi modelo de bondad y compasión- que se acercaba rápidamente entre las plantas de maíz zarandeando una fina y larga vara. Pensé: «¡En menudo lío me he metido!», dándome cuenta de que había colmado su paciencia. Me puse a darle a la azada tan rápido como me lo permitían los brazos. No me atrevía a levantar la vista al oír sus pasos por los surcos y los tallos de maíz que le rozaban las piernas. Atónito ante la inminencia de lo que iba a ocurrir, recordé la vez en que me dijo: «A veces Jesús lloró, pero sabía ser duro cuando hacía falta». Por primera vez el abuelo iba a tratarme con dureza. Aquel verano yo tenía once años. Todavía se dejaban sentir en Tennessee las consecuencias de la Gran Depresión. La mayoría de los montañeses dependían principalmente de lo que cultivaban y criaban en sus pequeñas parcelas. Aquella mañana estaba roturando la tierra con la azada para que el abuelo pudiera terminar de arar. Papá le había dicho: «No dejes que pierda el tiempo. Si hace falta, dale unas nalgadas; no dejes que se ponga a jugar o pierda el tiempo apoyado en el mango del azadón. Últimamente está muy perezoso.» Mi padre temía que el abuelo fuera demasiado blando conmigo, porque oí que le decía a la abuela: «A veces, papá es más bueno de lo que le conviene». Uno de los mejores momentos de mi niñez fue un día del verano anterior en que había oído a mi abuelo decirle a un predicador que estaba de visita que tal vez yo llegaría a ser su mejor nieto «porque tenía actitud para las cosas de la mente». Pero aquella mañana «las cosas de la mente» se habían apoderado de mí. Apoyado en el mango de la azada, espantando de vez en cuando las abejas y los escarabajos del maíz, mis pensamientos volaban al arroyo donde planeaba construir un dique con barro, hojas y piedras. Luego, construiría barcos con tapas de baldes y cajas usadas de puros, y tendría una flota en alta mar. Absorto en mis proyectos de ingeniería, ni noté que el abuelo había dejado de arrear a la mula en el campo colindante. De pronto lo vi acercarse caminando rápidamente entre dos filas de plantas de maíz con una vara en una mano, y empecé a azadonar. —Espera un momento —dijo con prisa—. Necesito encargarme de algo. ¿Cómo anda el azadón esta mañana? —Está bien, abuelo. —A mí me parece que no. A ver. Le pasé el azadón de mango corto que él había arreglado especialmente para mí, y se puso a hablarle con el brazo extendido: —Azadón, esta mañana te mandé con mi nieto a roturar este campo. Sabes que necesitaremos mazorcas este otoño. Él tendrá que llevarlas al colegio con su almuerzo. Pero como no quieres trabajar, voy a tener que ajustarte un poco para que lo ayudes. Seguidamente, azotó el mango del azadón hasta que la vara se rompió y quedó lacia. Tiró lo que quedaba de la vara, y me devolvió la azada. -Creo que ahora trabajará mejor. —Yo creo que sí, abuelo —le aseguré mientras arrancaba las malas hierbas con una energía hasta entonces desconocida para mí—. Creo que sí. El abuelo se dio la vuelta y se alejó. Tras avanzar unos metros se detuvo y se volvió, con sus grandes ojos verdeazulados llenos de lágrimas, y me dijo: «Le dije a tu madre que hoy comerías con nosotros, así que no te tardes. Tu abuela nos prepara pastel de duraznos y se va a enojar si no estamos a la hora a la mesa.» - Ernest Shubird, gentileza de Guideposts ******
El mejor método es el amor Eso es lo que Dios trata de enseñarnos desde siempre con mucha paciencia y amor: a portarnos bien con la debida motivación, por amor. Y poniendo a Dios como ejemplo, también debemos persuadir a los demás a obrar bien por amor. Él desde luego nos trata con mucha paciencia y amor, así que nosotros también debemos tratar con amor y paciencia a los demás. Charles Coonradt y su esposa Carla nos hablan de Shama, una enorme ballena del parque acuático Sea World, en Florida. Pesa más de 8 toneladas y media, y se la enseña a saltar casi siete metros sobre el agua y hacer gracias. ¿Cómo se lo enseñan? Una táctica típica de muchos padres sería colocar una soga de casi siete metros que se extendiera hacia arriba desde la superficie del agua, y animar al cetáceo a saltar sobre ella: «¡Salta!» Tal vez se colocaría arriba un balde con pescado, que sería el premio. ¡Fijar metas! ¡Apuntar alto! Pero cualquiera sabe que la ballena se quedaría donde está. Los Coonradt dicen: «¿Cómo hacen los amaestradores de Sea World? Lo primero es consolidar el comportamiento esperado, en este caso conseguir que la ballena o marsopa salte la cuerda. Se crea el ambiente adecuado para que el cetáceo no falle. Empiezan con la soga debajo de la superficie del agua, en una posición en que la ballena no pueda hacer sino lo que se espera de ella. Cada vez que pasa por encima, se la premia. Le dan pescado, o palmaditas, juegan con ella y, por encima de todo, se le da a entender que se está contento con ella. ¿Y si el animal pasa por debajo de la soga? Nada; no hay choques eléctricos, no hay crítica constructiva, no se le dan consejos ni queda una mancha en su expediente. Se le enseña que si hace otra cosa no se le reconoce. Premiar y elogiar es fundamental, el sencillo principio que da unos resultados tan espectaculares. Conforme la ballena empieza a pasar por encima de la soga con más frecuencia que por abajo, los amaestradores van elevando esta. Hay que hacerlo poco a poco, lo suficiente para que la ballena no pase hambre, ni física ni emocional. «El sencillo principio que se debe aprender de los amaestradores de ballenas es celebrar de más. Dar siempre mucha importancia a cosas sencillas y positivas. En segundo lugar, criticar poco. Cuando uno niño mete la pata se da cuenta. Lo que necesita es ayuda. Si criticamos poco y castigamos y disciplinamos menos de lo esperado, se recordará lo ocurrido y por lo general no se repetirá el error.» Esforcémonos por dificultar el fracaso para que haya menos crítica y más elogio. Otras Formas de Decir «Te Quiero»
María Fontaine
La labor de los padres no sólo consiste en consolar a los hijos cuando se caen y preocuparse de que se alimenten bien, se cepillen los dientes y otras funciones parecidas. Todo progenitor tiene también la obligación de velar por la formación espiritual de sus hijos, lo cual se logra fundamentalmente mediante una disciplina amorosa y constante; y cuando digo amorosa quiero decir moderada, serena, ecuánime y no violenta. Desde muy temprana edad los niños comienzan a formarse su concepto del bien y del mal y a adquirir patrones de conducta. Por eso, cuanto antes empecemos a instruirlos, mejor. Disciplinar a los niños significa formarlos, enseñarles a llevar una vida ordenada y, con el tiempo, a auto disciplinarse. La disciplina entendida como una serie de reglas que se imponen a los niños resulta ineficaz, pues en cuanto quedan libres de la autoridad paterna, se desbocan. En cambio, disciplinar en el sentido de enseñarles a llevar una vida ordenada tiene efectos duraderos: les inculca autodisciplina. La disciplina no se reduce a impartir corrección y sancionar comportamientos inadmisibles, aunque reconozco que esos son aspectos esenciales. Primeramente es preciso establecer límites y directrices claros y dar uno mismo buen ejemplo de conducta; luego se debe impartir la enseñanza paso a paso y ser constante en su aplicación. A la mayoría de los padres al principio les cuesta mucho castigar, y a algunos no sólo al principio. Les tenemos tanto cariño a nuestros hijos que no queremos amargarles la vida. Deseamos de todo corazón que hubiera alguna forma de eludir el asunto, de que aprendieran de un modo más fácil. Pero como los queremos tanto, los corregimos. Sabemos que les conviene escarmentar y que a la larga les evitará perjuicios mayores. Dice la Biblia que la disciplina «da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados» (Hebreos 12:11). No se puede esperar que los niños aprendan a portarse bien por su cuenta. Es un proceso largo que requiere constancia, amor y equidad. Es probablemente el trabajo más difícil y complejo que tienen los padres. En cierto modo es más fácil dejar que los chiquillos anden descontrolados y se entretengan solos. Pero con el tiempo los padres descubren que es mucho más provechoso entregarse a la ardua labor de disciplinar a los niños. El no hacerlo acarrea más de un dolor de cabeza. Hasta que los niños no aprenden las lecciones elementales de la obediencia, el respecto, la consideración por los demás, el dominio propio y la disciplina, no maduran ni desarrollan todo su potencial. Y si nunca las aprenden es probable que sean menos felices y se sientan menos realizados, para desventura también de quienes los rodean. Si no disciplinamos a los niños, con amor y constancia desde que son pequeños, cuesta mucho más tenerlos en vereda cuando se hacen mayores. Al final no hay más remedio que tomar medidas enérgicas para evitar que se lastimen o que hagan daño a otras personas. Pero eso no es culpa de ellos, sino nuestra, por no haberles enseñado a más temprana edad, cuando los riesgos eran mucho menores. Viéndolo así, es evidente que lo más amoroso es instruirlos desde el principio con ternura, amor y constancia, enseñándoles a escoger bien, fijando los límites de lo que se considera aceptable y algún correctivo cuando rebasen tales límites. El primer paso es, pues, estar convencidos de que no podemos inhibirnos de disciplinar, que los niños no solo necesitan disciplina para llegar a ser gente de bien y ciudadanos productivos, sino también para vivir felices y establecer con nosotros, los padres, una relación que les proporcione seguridad. En su fuero interno los niños saben que necesitan límites y quieren que se los definan. Se sienten mucho más felices y seguros cuando se les imparte una disciplina uniforme y amorosa. Una vez que nos comprometemos a disciplinar fielmente a nuestros hijos, nos topamos con otro obstáculo que es preciso superar: la inconstancia. Hay momentos en que estamos ocupados con otras obligaciones, momentos en que disciplinar resulta incómodo o en que nos preocupamos por lo que pensarán los demás, momentos en que no queremos caer pesados o aguar la fiesta. Hay incluso veces en que los niños prueban todas las tácticas habidas y por haber para evitar el castigo. Si no tenemos cuidado, es fácil permitir que las circunstancias o nuestro estado de ánimo determinen el modo en que aplicamos la disciplina. Podemos caer en una actitud indolente, pensando que es mejor no darse por enterados y dejar pasar la mala conducta; o recurrir a palabras ásperas o a insistentes regaños. En cualquier caso, la disciplina inconstante confunde y hasta perjudica a los niños. Nos hace más difícil la vida a nosotros y a ellos. En cambio, la disciplina aplicada con constancia y uniformidad a la larga redunda en menos correctivos y medidas disciplinarias, porque los niños aprenden más rápido. Para disciplinar a los pequeños es menester interesarse en lo que hacen y participar en sus actividades. Cuando no comprometemos a enseñarles a llevar vidas disciplinadas, en esencia nos estamos comprometiendo a pasar más tiempo con ellos. Una sana disciplina no es concebible si no acompañamos al niño ni sintonizamos con él. Las ocasiones en que corregimos o disciplinamos a nuestros hijos probablemente nos resultarán desagradables, y en el momento nos parecerá mucho más trabajoso enseñarles a hacer algo bien que dejarles hacer lo que les dé la gana. A la larga, sin embargo, uno de ahorra mucho trabajo, y acaba disfrutando más los ratos que para son sus hijos. Aplicar la disciplina con amor y constancia reporta enormes satisfacciones. Los niños nos quieren y nos respetan más, y se sienten más a gusto con nosotros. Y nosotros también compartimos esos mismos sentimientos, sabiendo que hemos hecho aflorar sus mejores cualidades. Tomado del revista Conectate. Usado con permiso. |
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