María Fontaine
La labor de los padres no sólo consiste en consolar a los hijos cuando se caen y preocuparse de que se alimenten bien, se cepillen los dientes y otras funciones parecidas. Todo progenitor tiene también la obligación de velar por la formación espiritual de sus hijos, lo cual se logra fundamentalmente mediante una disciplina amorosa y constante; y cuando digo amorosa quiero decir moderada, serena, ecuánime y no violenta. Desde muy temprana edad los niños comienzan a formarse su concepto del bien y del mal y a adquirir patrones de conducta. Por eso, cuanto antes empecemos a instruirlos, mejor. Disciplinar a los niños significa formarlos, enseñarles a llevar una vida ordenada y, con el tiempo, a auto disciplinarse. La disciplina entendida como una serie de reglas que se imponen a los niños resulta ineficaz, pues en cuanto quedan libres de la autoridad paterna, se desbocan. En cambio, disciplinar en el sentido de enseñarles a llevar una vida ordenada tiene efectos duraderos: les inculca autodisciplina. La disciplina no se reduce a impartir corrección y sancionar comportamientos inadmisibles, aunque reconozco que esos son aspectos esenciales. Primeramente es preciso establecer límites y directrices claros y dar uno mismo buen ejemplo de conducta; luego se debe impartir la enseñanza paso a paso y ser constante en su aplicación. A la mayoría de los padres al principio les cuesta mucho castigar, y a algunos no sólo al principio. Les tenemos tanto cariño a nuestros hijos que no queremos amargarles la vida. Deseamos de todo corazón que hubiera alguna forma de eludir el asunto, de que aprendieran de un modo más fácil. Pero como los queremos tanto, los corregimos. Sabemos que les conviene escarmentar y que a la larga les evitará perjuicios mayores. Dice la Biblia que la disciplina «da fruto apacible de justicia a los que por medio de ella han sido ejercitados» (Hebreos 12:11). No se puede esperar que los niños aprendan a portarse bien por su cuenta. Es un proceso largo que requiere constancia, amor y equidad. Es probablemente el trabajo más difícil y complejo que tienen los padres. En cierto modo es más fácil dejar que los chiquillos anden descontrolados y se entretengan solos. Pero con el tiempo los padres descubren que es mucho más provechoso entregarse a la ardua labor de disciplinar a los niños. El no hacerlo acarrea más de un dolor de cabeza. Hasta que los niños no aprenden las lecciones elementales de la obediencia, el respecto, la consideración por los demás, el dominio propio y la disciplina, no maduran ni desarrollan todo su potencial. Y si nunca las aprenden es probable que sean menos felices y se sientan menos realizados, para desventura también de quienes los rodean. Si no disciplinamos a los niños, con amor y constancia desde que son pequeños, cuesta mucho más tenerlos en vereda cuando se hacen mayores. Al final no hay más remedio que tomar medidas enérgicas para evitar que se lastimen o que hagan daño a otras personas. Pero eso no es culpa de ellos, sino nuestra, por no haberles enseñado a más temprana edad, cuando los riesgos eran mucho menores. Viéndolo así, es evidente que lo más amoroso es instruirlos desde el principio con ternura, amor y constancia, enseñándoles a escoger bien, fijando los límites de lo que se considera aceptable y algún correctivo cuando rebasen tales límites. El primer paso es, pues, estar convencidos de que no podemos inhibirnos de disciplinar, que los niños no solo necesitan disciplina para llegar a ser gente de bien y ciudadanos productivos, sino también para vivir felices y establecer con nosotros, los padres, una relación que les proporcione seguridad. En su fuero interno los niños saben que necesitan límites y quieren que se los definan. Se sienten mucho más felices y seguros cuando se les imparte una disciplina uniforme y amorosa. Una vez que nos comprometemos a disciplinar fielmente a nuestros hijos, nos topamos con otro obstáculo que es preciso superar: la inconstancia. Hay momentos en que estamos ocupados con otras obligaciones, momentos en que disciplinar resulta incómodo o en que nos preocupamos por lo que pensarán los demás, momentos en que no queremos caer pesados o aguar la fiesta. Hay incluso veces en que los niños prueban todas las tácticas habidas y por haber para evitar el castigo. Si no tenemos cuidado, es fácil permitir que las circunstancias o nuestro estado de ánimo determinen el modo en que aplicamos la disciplina. Podemos caer en una actitud indolente, pensando que es mejor no darse por enterados y dejar pasar la mala conducta; o recurrir a palabras ásperas o a insistentes regaños. En cualquier caso, la disciplina inconstante confunde y hasta perjudica a los niños. Nos hace más difícil la vida a nosotros y a ellos. En cambio, la disciplina aplicada con constancia y uniformidad a la larga redunda en menos correctivos y medidas disciplinarias, porque los niños aprenden más rápido. Para disciplinar a los pequeños es menester interesarse en lo que hacen y participar en sus actividades. Cuando no comprometemos a enseñarles a llevar vidas disciplinadas, en esencia nos estamos comprometiendo a pasar más tiempo con ellos. Una sana disciplina no es concebible si no acompañamos al niño ni sintonizamos con él. Las ocasiones en que corregimos o disciplinamos a nuestros hijos probablemente nos resultarán desagradables, y en el momento nos parecerá mucho más trabajoso enseñarles a hacer algo bien que dejarles hacer lo que les dé la gana. A la larga, sin embargo, uno de ahorra mucho trabajo, y acaba disfrutando más los ratos que para son sus hijos. Aplicar la disciplina con amor y constancia reporta enormes satisfacciones. Los niños nos quieren y nos respetan más, y se sienten más a gusto con nosotros. Y nosotros también compartimos esos mismos sentimientos, sabiendo que hemos hecho aflorar sus mejores cualidades. Tomado del revista Conectate. Usado con permiso.
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