Michelle Lynch
Observé desde mi ventana a un grupo de niños del vecindario que se esforzaban por desatascar una pelota que se les había caído en un desagüe. Uno de ellos metió la mano para sacarla y en cambio extrajo un montón de hojas y tierra. Después de ese puñado sacó otro y otro más. Enseguida él y sus amigos se olvidaron del partido y se pusieron a limpiar entusiastamente el desagüe. Trabajaron incansablemente cuatro horas con la orientación de algunos de sus padres. El ver a aquel grupo de niños de cinco a doce años de edad trabajar juntos alegremente me indujo a reflexionar acerca de mi hijo mayor —hoy adolescente— y la confianza que depositaba en él cuando tenía esa edad. En comparación, mis hijos de seis y ocho años eran mucho menos responsables. Me convencí entonces de que no les exigía lo suficiente. La diferencia radicaba en mí. Al igual que muchos chicos de su edad, los dos menores míos a veces eran unos pillos, pero también mostraban inclinación por colaborar y cumplir ciertas obligaciones. Tenía que aprender a canalizar debidamente su energía motivándolos, sin forzarlos. Decidí ponerme a trabajar con ellos cada fin de semana. Emprendimos tareas muy necesarias, tales como desmalezar el jardín, barrer la entrada del auto, rastrillar las hojas, limpiar la alacena y hacer mermelada. La mayoría de esas tareas requerían ejercicio físico, con lo cual quemaban energías. Huelga decir que les encantó. Para mí la ayuda que me prestaban era muy necesaria y la agradecía mucho. Además esas tareas domésticas mantenían a los chicos ocupados y evitaban que se metieran en líos. Pero lo mejor de todo es que descubrimos que trabajar juntos puede ser una experiencia divertida y unificadora. Al cabo de poco tiempo, me preguntaban: «¿Podemos hacer alguna de esas tareas divertidas para no aburrirnos el fin de semana?» Cosas que aprendí y que conviene recordar: - Ser realista a la hora de escoger tareas y fijarse metas. No embarcarse en faenas de tanta envergadura que, en caso de quedarse sin tiempo o sin fuerzas, uno deje un desorden o cause incomodidades o complicaciones. - Pasar juntos un tiempo provechoso es más importante que terminar la tarea. Si emprendo una actividad con el objetivo primordial de dedicar atención a los chicos y fortalecer nuestros vínculos familiares, sin contar con hacer mucho, al final logro más, y la tarea no resulta pesada. - Prodigar elogios y manifestar aprecio. Cuando les agradezco a los chicos su ayuda, procuro ser efusiva y concreta. Les señalo, además, que toda la familia notará las labores que realizan. - Premiar a los niños por las tareas bien hechas. Si ellos saben que al final los padres les daremos algún gusto, harán la tarea con más ganas, aunque el premio no sea más que una colación o un rico bocado que se preparen ellos mismos. Naturalmente, mi meta a largo plazo es que los chicos aprendan a tomar la iniciativa y adquieran un sentido de la responsabilidad, de modo que cumplan con sus deberes cuando yo no esté presente para recordárselo o para trabajar codo a codo con ellos. A medida que se fueron volviendo más responsables, aprendieron a hacer solitos algunas de las cosas que yo hacía por ellos y luego con ellos, como lavar los platos. Podía exigirles más, pero todavía necesitaban mis elogios. Hay una sutil pero importante distinción entre hacer las cosas por sentido de la responsabilidad y por puro sentido del deber. Pronto me di cuenta de que si no los mantenía motivados elogiándolos por ser responsables y trabajar con ahínco, las tareas que inicialmente habían sido divertidas y gratificantes se volvían una pesadez. Era importante no llegar a considerar la ayuda que me prestaban como una simple obligación que tenían conmigo. Otra situación de cuidado se producía cuando los chicos no cumplían con sus nuevas tareas. Por un lado no quería ser dura e inflexible, pero por el otro no podía ser tan blanda que dejaran de tomarse en serio sus obligaciones. En realidad fue mi hijo menor el que me ayudó a resolver ese dilema. Cierta noche me dio un buen motivo por el que no podía colaborar en el lavado de la vajilla, pero me dijo que, si lo dispensaba, al día siguiente haría por mí una tarea sencilla. La forma tan linda en que lo presentó puso todas nuestras tareas domésticas en el contexto de un esfuerzo de conjunto. No pretendía hacer un trueque de tareas con un móvil egoísta, sino compartir la responsabilidad. Naturalmente, estuve más que dispuesta a acceder, y al día siguiente, cuando el chico cumplió con su parte del trato sin que yo se lo recordara, se lo agradecí profusamente. A juzgar por lo que aprendí aquel día observando a unos niños limpiar el desagüe y que desde entonces vengo aplicando con los míos, puedo afirmar sin temor a equivocarme que la mayoría de los niños anhelan que se les confíen tareas de cierta importancia. Están deseosos de colaborar; solo esperan que nosotros, los padres, aportemos la chispa que haga divertida y gratificante la misión. Si aprenden a disfrutar del trabajo y a hacerlo a conciencia cuando pequeños, asumirán con esa misma actitud las obligaciones que tendrán de adultos. Pienso que ello contribuye a nuestra felicidad y bienestar general. Al fin y al cabo, es lo que todos queremos para nuestros hijos. Tomado de la revista Conectate. Usado con permiso.
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