Llevé de compras a mi hija Helen (de ocho años), y a mi hijo Brandon (de cinco) a la plaza comercial Cloverleaf, en Hattiesburg. Cuando nos acercábamos a la plaza, de pronto vimos un inmenso camión tipo tráiler —de esos de dieciocho ruedas— con un enorme letrero que decía «zoológico interactivo», estacionado en la entrada. De inmediato los niños, emocionados, empezaron a preguntarme: —Papá, papá, ¿podemos ir? ¡Por favor! ¡Déjanos ir! —Claro —les respondí. Y enseguida les di unas monedas y seguí camino hacia la tienda departamental. Salieron disparados, cosa que me dio el tiempo justo que necesitaba para ponerme a buscar una caladora —una sierra especial para contornos— que quería comprar. Los zoológicos interactivos se montan colocando una cerca portátil en un centro comercial para cerrar un espacio y echando unos quince centímetros de aserrín donde ponen varios animalitos de todo tipo. Pagando unas monedas, a los niños les dan acceso al área cercada donde pueden acariciar, felices, a las criaturitas mientras sus padres se dedican a hacer compras. Unos minutos más tarde, me volví y vi que Helen caminaba detrás de mí. Me sorprendió que hubiese preferido venir a la ferretería conmigo en vez de ir a ver los animales del zoológico interactivo. Además, pensaba que los niños tenían que esperar a que sus padres pasaran a recogerlos para poder salir. Me incliné a preguntarle qué había pasado. Me miró con sus enormes ojos marrones y me dijo con tristeza: —Lo que pasa, papi, es que cuesta cincuenta centavos. Y como nos diste veinticinco a cada uno, yo le regalé mi parte a Brandon para que le alcanzara para entrar—. Tras lo cual dijo la frase más hermosa que haya escuchado jamás. Repitió el lema de nuestra familia: «¡El amor es acción!» Le había dado su parte a Brandon, cuando no hay ser humano en esta tierra que tenga la fascinación por los animalitos que tiene Helen. Nos había visto a mí y a mi esposa practicar y decir «el amor es acción» por años en casa. Lo había escuchado y ahora lo había incorporado a su joven vida. Se había vuelto parte de ella. ¿Qué creen que hice? Pues bien, seguramente no lo que imaginan. Primero, nos dirigimos hacia el zoológico, ya que Brandon se había quedado solo. Nos situamos junto a la cerca y miramos cómo Brandon acariciaba a los animales, fascinado. Con las manos y la barbilla apoyadas sobre la cerca, Helen se quedó mirando a Brandon. Mientras tanto, los cincuenta centavos que yo tenía en el bolsillo por poco me quemaban, pero en ningún momento se los ofrecí a Helen, ni ella me los pidió. Porque ella sabía bien que el lema familiar no rezaba en realidad «el amor es acción», sino «el amor es una acción que conlleva SACRIFICIO». Al amar siempre se paga un precio. Amar cuesta. Amar sale caro. Cuando uno ama, los beneficios se acumulan en cuenta ajena. El amor es para el otro, no para uno mismo. El amor da, no toma. Helen le dio su moneda a Brandon y quiso llevar las cosas hasta el extremo, hasta haber aprendido la lección. Quiso experimentar ese lema familiar. El amor es una acción que conlleva sacrificio. - Dave Simmons, «Papá, el coach de la familia». Gentileza de Anchor. Usado con permiso.
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