Este relato no verídico se publicó originalmente en un seminario de enseñanza. Explora la influencia positiva de los educadores en el futuro de sus alumnos. También puede aplicarse a padres y tutores. Había sido un día largo y agotador. No tenía nada de raro para mí, que era el principal profesor de matemáticas en un colegio moderno de secundaria del East End londinense. Por lo general, los alumnos de esos colegios cursaban asignaturas de formación profesional en vez de estudios académicos. Pues bien, aquel día un grupo de estudiantes había sido castigado después de clase. A varios de ellos se les había exigido quedarse cada jueves una hora y media después de que acabaran las clases por la tarde. Aquella semana me tocó estar a cargo de los alumnos castigados. Estaba tan fastidiado como ellos mismos por no poder irme a casa temprano. El profesor tenía que facilitar o proponer actividades para los alumnos castigados, pero como se les exigía estar sentados ante el pupitre, les dejábamos hacer lo que quisieran dentro de lo razonable. En general no teníamos ninguna gana de trabajar más de lo que se exigía. Los profesores más preocupados por aprovechar el tiempo se ocupaban de su correspondencia o hacían otras cosas, pero la mayoría nos poníamos a leer el periódico. A esas alturas del día ya tenía los nervios de punta, así que me contentaba con rellenar un crucigrama o mirar por la ventana. Aquel día en particular contemplaba tranquilamente el atardecer. No obstante, cada quince minutos más o menos me paseaba entre los pupitres para vigilar a los alumnos y asegurarme de que no hicieran travesuras. Entonces me fijé en Pamela Lumley, joven de quince años que tenía el rostro entre las manos y los codos apoyados en un cuaderno abierto. Era de una familia obrera de los callejones de Bermondsey, y yo le enseñaba matemáticas de cuarto. Estaba castigada porque la habían sorprendido fumando en el baño. —¿Ocurre algo, señorita Lumley? —le pregunté sin esperar una respuesta, y deseando no tener que molestarme respondiendo. Me miró con los ojos rojos de haber llorado y la nariz goteando. —Es que no lo entiendo —dijo gimoteando. —¿No entiende qué? —Esto… Señaló con un dedo mugriento su cuaderno sucio y con las esquinas de las hojas dobladas. En las manchadas páginas se distinguían varios números garabateados y en los bordes de las hojas había flores mal dibujadas. Llegué a la conclusión de que entre tanto garabateo imaginativo la joven trataba de resolver un problema de matemáticas. —Son tareas —me dijo mientras se arreglaba sus negros cabellos. Hacía mucho tiempo había dado por imposible a Pamela Lumley. Ya casi ni me fijaba en su trabajo diario, no digamos en sus tareas. Le faltaban pocos meses para terminar los estudios y —supuse con aires de superioridad moral— pasar a vivir de la asistencia social. Las matemáticas —y de hecho ninguna otra asignatura— no eran lo suyo. —Pues siga intentándolo —respondí mirando el reloj. Aún quedaba una hora y diez minutos. De pronto, para sorpresa de los dos, tomé el cuaderno impulsivamente y me dirigí a mi escritorio. Allí eché un vistazo al ilegible revoltijo del atormentado universo matemático de Pamela Lumley. Me detuve en la página cuyos problemas había intentado resolver hacía unos momentos. Las partes donde habían caído sus lágrimas aún estaban húmedas y manchaban las pautas verdes. El lector podría suponer que por mi facilidad de palabra me resultaría fácil explicar lo que sentí en aquellos momentos; pero no puedo expresarlo con palabras. Fue como si la vida misma de Pamela Lumley se hubiera descubierto ante mis ojos. Cada doloroso trazo de su desgastado y mugriento lápiz formaba parte del jeroglífico tapiz de su vida en un tugurio de Bermondsey junto a una infeliz y divorciada madre en tratamiento médico. En aquel entonces me hubiera negado a describir el sentimiento que me embargó como algo sobrenatural, pero ahora estoy convencido de que lo fue. No entendía por qué, pero tenía tantas ganas de llorar que me dolía el corazón. Pamela me miraba con expectación desde su pupitre. —Tengo que retirarme un momento —dije, procurando tragar el nudo que se me había formado en la garganta. Luego, para mi asombro y el de todos los que estaban en el aula, dije: —Señorita Lumley, ¿podría hacerse cargo de la clase? Vuelvo enseguida. Se le iluminó el rostro. —Claro. Me encerré en el baño y lloré como un niño. Escapaba a mi razonamiento, pero en esos instantes me sentí como un tonto y sin embargo feliz. Debieron de pasar unos diez minutos, mientras meditaba tranquilamente tratando de analizar aquella intensa emoción. Mi análisis resultó inútil, hasta que de pronto me vi a mí mismo poco antes de aquella revelación: un hombre altanero, escéptico y sarcástico con el monopolio del conocimiento. Fue desconcertante. Podía fácilmente despreciarme a mí mismo. Llegué a la conclusión de que los demás me detestarían con igual intensidad. Sin embargo, salí del baño resuelto a no olvidar el dolor que sentí aquel momento en el corazón. Sin mirarme al espejo, me lavé la cara y volví al aula. —¿Cómo se comportaron? —pregunté con una leve sonrisa a Lumley. —¡Fueron unos angelitos! —respondió riendo. —Me alegro. A ver, acércate y entremos en materia. Pamela puso cara de preocupación. Parecía que se iba a echar a llorar otra vez. Pero se acercó con paso decidido y le indiqué que se sentara a mi lado. —Disculpe —dijo—, no le servirá de nada volver a explicarlo. No me entra de ninguna manera. —Lo más probable es que la solución sea de lo más simple —dije—. ¿Ves esta flor que has dibujado? ¿Cómo se llama? A Pamela se le iluminó otra vez la cara. —Una campánula. Pero eso no tiene nada que ver con el problema de matemáticas. —Ya lo sé —dije—. Y esta otra es claramente un azafrán. —Sí. —¿Y ésta? —Una dicentra, la favorita de mi madre. Pero… —Me he dado cuenta de que esta otra la has dibujado varias veces; pero luego has escrito encima. —Ah, sí. Esa se llama gisófila o velo de novia; es mi favorita. Pero no me sale bien. Los pétalos tienen una forma muy rara, ¿ve? Asentí con la cabeza. —En realidad me cuesta hacer los pétalos de casi todas. La dicentra es la más fácil, claro. —Yo no sé dibujar —dije mientras abría el cajón de mi escritorio. Hurgué hasta encontrar una plantilla de figuras geométricas—. Pero yo diría que el diseño de esta flor se basa en un trapecio, ¿no? —Ah, es verdad. —Y esta otra es más bien hexagonal, ya que como ve, tiene seis lados. Y yo diría que esta otra es un rombo. —Tiene razón. Es más fácil si se explica así. —Se ve que le gustan las flores. —Sí, pero no tengo ninguna. Mi casa no tiene jardín y es muy oscura. Retrocedí unas cuantas páginas de su cuaderno. —Aquí se ve como si quisieras hacer un dibujo con estas dos flores. —Sí. Mi madre me iba a comprar telas para bordar en mi cumpleaños, pero al final le faltó dinero. No importa. Pero me hubiera gustado bordar un mantel con la gisófila cruzándose con la dicentra para regalárselo en Navidad. —Ya veo. —Igual cuando encuentre trabajo tal vez pueda ahorrar algo. —Muy bien, Srta. Lumley, puede volver a su pupitre —le dije, percatándome de algunas risitas y susurros entre los alumnos castigados. Le di la plantilla. —Quédesela. Espero que le sea útil en sus futuros dibujos. —¡Muchas gracias! —respondió mientras se le iluminaba el rostro. * * * Llegó el final del año escolar para la mayoría. Se palpaba la emoción de las vacaciones. Pero para algunos alumnos aquella emoción se mezclaba con inquietud ante la perspectiva de encontrar un empleo a jornada completa; Pamela se contaba entre ellos. Mientras cerraba mi escritorio el último día de clase, Pamela tocó a la ventana de la puerta del aula vacía. Le indiqué que pasara. —S-solo quería despedirme. Y darle las gracias por todo —dijo mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. ¿Por todo? Desde aquel día en que estuvo castigada yo sólo había manifestado un discreto interés en su evidente progreso en dibujos florales, asintiendo meramente con la cabeza al pasar por su pupitre. Con la plantilla a plena vista, ella dejaba el cuaderno abierto para que lo observara detenidamente. Pero aparte de un ocasional saludo con la cabeza o una leve sonrisa, no decíamos nada. —Adiós, Srta. Lumley. Le deseo lo mejor y… suerte con la profesión que elija. —Gracias. Al parecer me han aceptado de cajera. Al menos por ahora. Eso me obligará a ponerme las pilas con las matemáticas. A esas palabras siguieron un incómodo silencio. Miré mi bolso medio abierto y no pude refrenar la decisión que había tomado aquella mañana. Lo abrí, saqué un paquete envuelto con un lazo y se lo di. —Puede abrirlo ahora si quiere —dije entre dientes—. O en casa. La curiosidad de Pamela pudo más que su vacilación, y rasgó la envoltura. Al ver su contenido se quedó de una pieza. —No sé por qué —dije, mientras ella meneaba la cabeza con asombro—. Pero me costó mucho entrar a la mercería y explicar que necesitaba cosas para bordado para una amiga. —Pero no tenía que haberse molestado. —Supongo que no, Srta. Lumley. A decir verdad, lo compré el fin de semana después de aquel día en que la castigaron, pero me faltó el valor para dárselo. Ha estado hasta ahora en ese cajón. Es más, decidí entregárselo hoy si venía por iniciativa propia a despedirse. Si no, lo más probable es que se lo hubiera enviado por correo. A Pamela se le comprimió el rostro y se puso a llorar. Tardó un buen rato en poder decir palabra. —Muchas gracias. Lo guardaré como un tesoro toda la vida. * * * Al año siguiente, a raíz de una afección derivada de la acumulación de líquido alrededor del corazón, el médico me recomendó irme de Londres. Acepté el puesto de subdirector en un colegio de las afueras de Aberdeen (Escocia). Allí continué enseñando hasta retirarme con sesenta y dos años. No está nada mal, pensé, teniendo en cuenta los funestos pronósticos médicos. Sea como sea, ocurrió una extraña coincidencia el mismo día en que culminé mi trayectoria en la administración educativa. Asistí a una pequeña reunión en mi honor, donde brindaron a mi despedida en un bar cercano. Me embarga una inmensa alegría al afirmar que en aquel encuentro percibí el cálido aprecio de mis colegas y de varios alumnos que ya habían terminado sus estudios y a los que había enseñado en la última década. Me conmovieron tanto sus muestras de aprecio que el corazón empezó a dolerme de forma parecida a como me dolió aquel día en la Escuela Secundaria Moderna de Londres. Tuve que retirarme temprano. Una joven colega llamada Edith Standwell se ofreció amablemente a llevarme a mi pequeño apartamento. Al llegar me preguntó si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Dudé en aceptarla por un momento, siendo un soltero empedernido toda la vida. Pero no sé por qué cambié de parecer y acepté su ayuda. Para mi sorpresa, en el buzón encontré un paquete, y esperé hasta entrar a mi apartamento para abrirlo. En su interior había un librito de tapa dura y una carta. Un poco preocupada por mi estado de salud, Edith Standwell me instaló cómodamente en el sillón y se ofreció a prepararme un chocolate caliente. Tras aceptar su oferta e indicarle dónde guardaba los ingredientes, abrí la carta. Decía: Estimado profesor: Esta carta tal vez lo sorprenda. Han pasado más de veinte años desde que se fue de Londres y pensé que estaría a punto de jubilarse. A decir verdad, empecé a preguntarme si aún viviría. Disculpe mi franqueza. Así que pasé por el colegio y le pedí su dirección al Sr. Wills, el anciano profesor de geografía, que ahora es el director. En todo caso, quería enviarle un libro recién publicado sobre diseños y bordados florales escrito por esta amiga suya (con la ayuda de mi editor, claro. En cuanto a gramática y ortografía todavía me queda mucho que aprender). ¡Menuda sorpresa para el mundo literario! Pamela Lumley se ha convertido en la autora de un superventas para la editorial W. H. Smiths. Pues así es. Hasta me han pedido una segunda parte, pero creo que ya he dicho bastante. Sea como sea, he añadido una pequeña dedicatoria después del título, porque a fin de cuentas, de no ser por usted este libro no habría visto la luz. Lleno de curiosidad, observé por primera vez el título del libro: El floreado mundo de Pamela Lumley. Pasé las páginas hasta llegar a la dedicatoria. Al leerla, me embargó nuevamente aquella maravillosa sensación, y en el rostro se me esbozó una sonrisa. Dedicado al profesor de matemáticas que vio un mundo florido que se extendía más allá de mis torpes garabatos. Sin sus palabras de aliento, jamás habría sido hecho realidad. Le debo eterna gratitud. Pamela Lumley Story by Jeremy Spencer. © The Family International.
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