Josie Clark
Me crié entre arroyos y lagos. Tenía dieciséis años cuando fui a un balneario del Atlántico y vi el mar por primera vez. La noche en que llegamos iba caminado por el paseo marítimo y me aventuré hasta la punta de un muelle de madera. Cuando las primeras olas rompieron estruendosamente justo delante de mí, me aferré aterrorizada a la baranda. Desde entonces he sentido por el mar una mezcla de cariño y respeto. No soy buena nadadora, pero me encanta mirar el mar y sentir la arena entre los dedos de los pies. Me gusta incluso la sensación de ingravidez que tengo cuando una ola pequeña me levanta, siempre y cuando haya a mi lado algún objeto flotante al que pueda asirme. Así pues, cuando fuimos a pasar un verano junto al mar y mis dos hijos adolescentes se interesaron en una modalidad de surf llamada bodyboard, entendí su entusiasmo. Me parecía bien que se fueran a unos 100 metros de la playa, bien sujetos a sus tablas, a esperar la ola perfecta. Pero con el transcurso del tiempo se volvieron más audaces y empezaron a insistir en que la ola perfecta se hallaba cada vez más lejos. Yo me quedaba sentada en la playa observando aquellos puntitos —mis hijos— en medio de la inmensidad del mar, y pugnaba por controlar mi ansiedad. A veces los padres permitimos que nuestra inquietud dicte lo que les dejamos hacer a nuestros hijos. Si algo nos causa preocupación, automáticamente les prohibimos hacerlo, lo cual es un error. Pero en realidad la ansiedad tiene su lugar. Es señal de amor e interés. Es como una luz roja que nos indica que es necesario orar. A mí me parece que la preocupación puede ser beneficiosa cuando nos lleva a convertir nuestros pensamientos negativos, nuestra ansiedad, en una oración que puede generar un resultado positivo en determinada situación. Si bien es nuestro deber instruir a nuestros hijos y encaminarlos bien, en cierto momento conviene que nos retiremos y confiemos en que el Señor evitará que les pase algo grave. A medida que los niños crecen, necesitan verse expuestos a una gama cada vez más amplia de experiencias. Es preciso que aprendan a responsabilizarse de sus actos y a orar por sí solos cuando estén en medio de la inmensidad del mar. De todos modos, se sienten más seguros si saben que sus padres están en la orilla, que velan por ellos y no cejan de orar por su bienestar. Uno de mis hijos vivió un momento de pánico cuando una ola lo tomó por sorpresa y lo revolcó, y se le soltó la cuerda que lo sujetaba a la tabla. Temió que se fuera a ahogar, pero recordó que yo estaba en la playa orando por él, y él también rogó a Dios. En ese instante, tuvo la certeza de que se salvaría; y así fue. A medida que mis hijos van haciéndose mayores e independizándose, pienso en lo importante que es que sepan que tienen una madre que ora por ellos. Eso les recuerda que deben acudir a Dios en los momentos de angustia. Yo no puedo estar con ellos y sostenerlos, pero Él sí. No puedo satisfacer todas sus necesidades ni resolver todos sus problemas, pero Él puede obrar milagros por ellos si ponen su fe en acción y oran. Publicado originalmente en la revista Conectate. Usado con permiso.
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