Jessica Roberts Me dedico a los niños desde hace años. Jamás deja de asombrarme su interés por la vida, la alegría que les da descubrir algo nuevo, y su perseverancia. En efecto, la perseverancia. La idea puede parecer novedosa si se toma en cuenta que es evidente que los niños pequeños tienen poca capacidad de concentración. Toda madre que haya intentado que su pequeñín se quede sentado el tiempo suficiente para terminar una comida puede hablar de ello. Hay momentos en la vida de todo niño, sin embargo, en que el impulso innato lo lleva a aprender algo, como por ejemplo a recoger un objeto pequeño con sus deditos regordetes, a gatear o a caminar. Esas nuevas habilidades exigen una enorme concentración y esfuerzo de su parte. Toman mucho tiempo en proporción con lo poco que lleva de vida. Además, impone exigencias a los músculos del pequeñito, que recién empieza a desarrollar la coordinación; sus músculos son apenas lo bastante fuertes para soportar el peso de su cuerpo. Hace poco me mudé a otro país y la adaptación me resultó difícil. Amigos y compañeros de mi anterior situación eran como parte de mi familia. Me dolió dejarlos y extrañaba a «mis» niños. Probé sin mucho éxito a ver qué tal se me daban otros aspectos de nuestra labor voluntaria. En determinado momento, por ejemplo, canalicé mis energías en una iniciativa de auspiciar la adquisición de juguetes y libros para niños necesitados, pero al ver que la cosa no despegaba, me desanimé y tuve deseos de desistir. Un día cuidaba de Rafael, el bebé de una compañera. Rafael había intentado gatear desde que yo lo conocía. Empezó impulsándose con brazos temblorosos, y con el tiempo logró levantarse y andar a gatas, pero no se movía del sitio. Esto duró varias semanas. Se impulsaba y se balanceaba de atrás adelante apoyándose en las manos y las rodillas pero no avanzaba. Si había un juguete que no alcanzaba, por mucho que se balanceara o se moviera sobre la barriga no se acercaba. A veces se las arreglaba para retroceder, pero eso solo lo alejaba de su objetivo. Hoy, después de esforzarse al máximo, me miró con cara de frustración como diciéndome: «¡Tómame en brazos!» Lo comprendía. Esa mirada reflejaba también mi sentir. Pero yo sabía que tanto esfuerzo le fortalecía los músculos y le enseñaba sobre su cuerpo. Lo tomé en brazos y lo animé un poco, y luego lo puse en el suelo para que volviera a intentar. Tendría que aprender a gatear; yo no podía hacerlo por él. A la larga se fortalecerá y le descubrirá el truco. De repente me di cuenta de lo mucho que me parecía a Rafael. Me había esforzado mucho, intenté aprender a desempeñarme en otras cosas y a hablar otro idioma y adaptarme a una cultura extraña. Mi reacción natural había sido mirar a Jesús y decirle: «¡Tómame en brazos! ¡Sácame de esta situación!» Pero Él sabe que este tiempo de aprendizaje, por difícil que se me haga, me beneficiará. Aunque Su amor siempre me anima, tengo que poner empeño y perseverar. Aquello me ayudó a ver mi situación desde otra perspectiva. Si Rafael puede seguir intentando, ¡yo también puedo! Y cuando me canse de intentar o me sienta contrariada por haberme esforzado aparentemente en vano, acudiré a Jesús en busca de cariño, ánimo y fortaleza para proseguir el aprendizaje que se me presente en la vida. Ahora Rafael gatea feliz. Empieza a ponerse de pie. Por mi parte, también doy pequeños pasos para aprender cosas nuevas y ampliar mis horizontes. Estoy segura de que en poco tiempo los dos estaremos en marcha, si seguimos intentándolo. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
0 Comments
Leave a Reply. |
Categories
All
LinksCuentos bilingües para niños Archives
March 2025
|