Peggy Porter
Mi hijo Gilbert tenía ocho años y llevaba poco tiempo con los lobatos scouts. En una reunión le entregaron un papel con instrucciones, un bloque de madera y cuatro neumáticos, y le dijeron que volviera a casa y se los entregara a su padre. No fue una tarea fácil para él. A Papá no le hacía mucha gracia aquello de realizar actividades con su hijo. Gilbert, sin embargo, lo intentó. Papá, que leía el periódico en ese momento, desdeñó la idea de construir en compañía de su ansioso hijo menor un coche de carreras con un bloque de madera. El bloque de madera de pino quedó intacto durante semanas. Por fin, la madre -yo- intervino para ver si descubría la manera de hacerlo. Empezó la construcción. Como no tenía conocimientos de carpintería, llegué a la conclusión de que lo mejor sería leer las instrucciones y dejar que lo hiciera Gilbert. Y lo hizo. A los pocos días, su bloque de madera iba convirtiéndose en un auto de carreras. Un poco torcido, pero le estaba quedando fantástico (al menos desde la perspectiva de mamá). Gilbert no había visto ninguno de los de los otros niños y estaba muy orgulloso del suyo, al que bautizó como Relámpago Azul; era el orgullo que se siente al saber que se ha hecho algo sin ayuda. Entonces llegó la gran noche. Con su coche de madera azul y el orgullo en el alma se dirigió a la gran carrera. Una vez allí, el orgullo de mi hijo quedó rebajado. Estaba claro que el auto de Gilbert era el único construido en su totalidad por un niño. Todos los demás los había hecho un padre con su hijo, estaban pintados de manera atractiva y tenían una carrocería de líneas aerodinámicas. Unos cuantos niños soltaron risitas tontas al ver el torcido y bamboleante vehículo de Gilbert. Para más inri, Gilbert era el único niño sin un hombre a su lado. Dos chicos de hogares monoparentales por lo menos tenían a su lado a un tío o un abuelo. Gilbert estaba acompañado únicamente de su madre. La carrera se hizo por eliminación. Se seguía en la carrera en tanto que se ganara. Uno tras otro, descendían los coches por una rampa muy pulida. Al final, quedaron el de Gilbert y el que tenía el diseño más aerodinánico y elegante. Cuando estaba a punto de comenzar la última carrera, mi hijo de ocho años, tímido e inocente, preguntó si podían esperar un momento antes de empezar porque quería orar. Todos esperaron. Gilbert se arrodilló mientras asía su extraño bloque de madera. Arqueó una ceja mientras hablaba con Dios, y rogó con fervor durante un minuto y medio que parecieron eternos. Cuando hubo acabado, se puso de pie con una sonrisa y anunció: «Estoy listo». Mientras el público animaba a los corredores, un niño que se llama Tommy estuvo de pie junto a su padre mientras su auto bajaba a toda velocidad por la rampa. Gilbert se quedó de pie -su Padre lo acompañaba en el interior de su corazón- y observaba cómo su bloque se bamboleaba bajando por la rampa con una velocidad sorprendente. Llegó a la meta una fracción de segundo antes que el de Tommy. Gilbert dio un salto mientras exclamaba: «¡Gracias!», y la multitud lo vitoreaba a voz en cuello. El viejo lobo o jefe del grupo scout se acercó a Gilbert, micrófono en mano, y formuló la pregunta obvia: -Oraste para ganar, ¿verdad, Gilbert? -No -repuso mi hijo-. No sería justo pedir a Dios que me ayudara a derrotar a otro niño. Le pedí que me ayudara a no llorar si perdía. Pues sí, aquella noche Gilbert resultó ganador, y además lo acompañaba su Padre.
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