Les Brown
En mis tiempos de estudiante fui en una ocasión al aula de un amigo a esperarlo. Entré al aula, y el profesor, un tal Washington, me pidió de pronto que me dirigiera a la pizarra a resolver un problema. Le respondí que no podía, y me preguntó: -¿Por qué no? -Porque no soy de su clase -contesté. -Eso no importa; ve a la pizarra. -No puedo -insistí. -¿Por qué? -preguntó nuevamente. Hice una pausa, pues para entonces ya estaba un tanto avergonzado, antes de añadir: -Porque soy de la clase para alumnos con dificultades de aprendizaje. El profesor se levantó de su escritorio, se acercó a mí y, mirándome, sentenció: -Jamás se te ocurra repetir lo que acabas de decir; eso no es más que la opinión de alguien. No tiene por qué convertirse en tu realidad. Aquel comentario fue muy liberador para mí. Por una parte, me sentía humillado, porque los otros alumnos se burlaban de mí. Sabían que estaba en la clase de educación especial. Por otra, me liberó, pues empecé a reparar en que no tenía por qué vivir conforme al contexto de la opinión que otros tuvieran de mí. El profesor Washington se convirtió en mi mentor. Antes de aquella experiencia, yo había repetido curso en dos ocasiones. Cuando estaba en quinto grado me calificaron de niño que requería atención diferenciada. En octavo grado tuve que repetir otra vez. Por eso, el profesor Washington marcó un hito en mi vida. Afirmo y sostengo que el profesor Washington se guía por lo que aconsejaba Goethe: «Mirad al hombre tal cual es y únicamente empeorará. Miradlo como lo que puede llegar a ser y se convertirá en el hombre que debe ser.» El señor Washington creía que nadie se esfuerza cuando las expectativas son pocas. Por eso siempre daba a los alumnos la impresión de esperar mucho de ellos. Y nos esforzamos. Todos sus alumnos nos esforzamos por estar a la altura de lo que él esperaba de nosotros. En una oportunidad, cuando yo todavía cursaba la enseñanza media, lo escuché dar un discurso de despedida de curso a unos alumnos que se graduaban. Les dijo: «Ustedes llevan la grandeza dentro. Poseen algo excepcional. Si uno solo de ustedes vislumbra un poco más allá de sí mismo y alcanza a ver lo que es en realidad, lo que puede aportar a este planeta, ese algo que hace a cada ser humano tan singular, en un contexto histórico el mundo jamás volverá a ser el mismo. Sus padres, su colegio y su vecindario estarán orgullosos de ustedes. Pueden ejercer influencia en millones de personas.» Aunque estas palabras las decía dirigiéndose a los alumnos de último grado, me daba la impresión de que me las dijera a mí. Recuerdo que todos lo ovacionaron de pie. Cuando terminó el acto, lo alcancé en el estacionamiento y le pregunté: -Profesor, ¿se acuerda de mí? Estaba entre el auditorio cuando dio la charla a los alumnos que se graduaron. -¿Y qué hacías allí? Tú estás en un curso anterior. -Es cierto -respondí-, pero oí su voz desde afuera del auditorio, y me di por aludido. Habló de la grandeza interior que tienen los alumnos. ¿Usted cree, profesor, que yo también la tengo? -Por supuesto, Brown -fue su respuesta. -¿Y qué me dice del hecho de que no aprobé gramática, matemáticas ni historia, y voy a tener que asistir a clases de recuperación durante las vacaciones? ¿Qué piensa de eso, profesor? Soy más lento para aprender que la mayoría. No soy tan inteligente como mi hermano, ni como mi hermana, que va a la Universidad. -Eso no tiene nada que ver. Lo único que significa es que tienes que esforzarte más que ellos. Lo que seas o lo que vayas a hacer en la vida no depende de tus calificaciones. -Me gustaría comprarle una casa a mi madre. -Es posible, Brown, puedes hacerlo. Seguidamente, se dio vuelta y siguió caminando. -¿Profesor…? -¿Qué se te ofrece? -…Este… Tenga la seguridad de que lo conseguiré. Recuérdelo. No olvide mi nombre. Algún día se enterará y estará orgulloso de mí. Saldré adelante, profesor. Los estudios fueron una experiencia sumamente difícil para mí. Aprobaba porque los profesores veían que no tenía mala conducta. Era un chico agradable y simpático. Hacía reír a la gente. También era educado y respetuoso. Así que los profesores me aprobaban, y eso redundó en una desventaja para mí. El profesor Washington, por el contrario, me exigía. Me pedía cuentas. Y además me hizo creer que yo era capaz, que podía salir adelante. Fue mi instructor en el último año de secundaria, a pesar de que yo era un alumno de educación especial. No es habitual que los alumnos de educación especial sigan cursos de oratoria y arte dramático, pero me dejaron asistir a las clases de él. El director se dio cuenta del lazo que nos unía y de la gran influencia que él ejercía en mí, pues empecé a mejorar en los estudios. Por primera vez figuró mi nombre en el cuadro de honor. Quería hacer giras fuera de la ciudad con la compañía de teatro, y para ello había que estar en el cuadro de honor. ¡Aquello fue un milagro para mí! El profesor Washington me cambió todo el panorama referente a mi identidad. Me amplió las miras de lo que soy, por encima de mi capacidad mental y mis circunstancias. Años después, produje cinco programas para la televisión. Pedí a varios amigos que lo llamaran cuando emitieron mi programa Usted se lo merece en un canal educativo de Miami. Estaba sentado junto al teléfono, esperando, cuando él me llamó a Detroit. -¿Puedo hablar con el señor Brown? -preguntó. -¿Quién le llama? -Ya sabes quién llama. -¿Es usted, profesor Washington? -Lo conseguiste, ¿no? -Sí, profesor, lo conseguí.
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