Joyce Suttin
Tenía ocho años y estaba aprendiendo a ser diligente en los pocos quehaceres que me habían asignado. Me crié en una granja que se dedicaba a la cría de ganado ovino cerca de Pleasant Hill, al norte del estado de Nueva York. Siempre había mucho trabajo, y los cuatro hijos nos repartíamos las tareas. Yo era la más pequeña y estaba acostumbrada a conseguir lo que quería -las tareas más fáciles-, pero mi hermano mayor y mi hermana estaban más ocupados fuera de la granja por aquellos días, y me quedé a cargo de más. Me sentí muy mayor cuando padre me pidió que hiciera algo nuevo. Quería demostrarle lo responsable que era. Aquella primavera había sido particularmente fría, y la época del parto de las ovejas había empezado en medio de una feroz tormenta de nieve. Papá juntó a los corderos recién nacidos y llevó los más delicados a la cocina, y allí dormían en cajas de cartón alrededor del fogón. Acurrucados entre el heno, sobrevivieron las primeras noches. Papá madrugaba y les daba biberones con leche de sus madres. Los primeros días le ayudé con entusiasmo. Me agradaba mucho sentir la primera lana suave y abrigadora color gris marengo. Me encantaba oír los balidos y la gana con que chupaban el biberón que les ponía en la boca. Me encantaba, pues me sentía mayor y útil. Papá quedó complacido. Aprendía a confiar en que lo ayudaría, en que les daría la leche a los corderos sin que tuviera que recordármelo. Vio mi disposición a aprender, y lo tomó como una señal de que estaba creciendo y saliendo de la primera infancia. Me convertía en una niña grande y dejaba de ser la chiquita de la familia. A medida que los corderos se fortalecían y que el tiempo se volvía algo más apacible, papá los fue llevando de vuelta uno por uno al granero para que se quedara con su respectiva madre. Todos estaban bien, menos uno. La mamá de aquella corderita había muerto en la tormenta; papá necesitaba conseguirle una madre adoptiva. Pero primero la ovejita debía fortalecerse. Sus patitas débiles y temblorosas apenas soportaban su peso. Cuando mi padre la levantaba para que se pusiera de pie, la ovejita volvía a desplomarse sobre el heno. Necesitaba pasar más tiempo en la casa y alimentarse más con biberón para soportar la temperatura más fría del granero o para que la aceptara otra madre. Papá se fue a trabajar a las seis de la mañana. Me había pedido que diera leche a la ovejita antes de irme a clase. La noche anterior me había quedado leyendo hasta tarde y apenas si tuve tiempo más que para vestirme y salir corriendo para tomar el autobús del colegio. Y como a las diez, estando en clase de matemáticas, me acordé de la corderita. Después de salir del colegio, corrí desde la parada de autobús a la casa. Encontré a papá barriendo alrededor del fogón. Levantó la vista y preguntó: -Joyce, ¿te acordaste de dar de comer a la corderita esta mañana? Vacilé antes de responder. Agaché la cabeza y contesté: -No, papá. Perdóname. Se me olvidó. -Mi cielo -me dijo con voz queda- también yo lo lamento. La corderita se murió. Se me llenaron los ojos de lágrimas, y exclamé: -Papá, ¡no lo volveré a hacer! Poniéndome sus manos en los hombros, añadió: -La corderita ha muerto y por mucho que lo lamentes no volverá a vivir. Habrá otros corderos, otras oportunidades. Pero, ¿sabes? Lamentarlo no arregla la situación. Cuando descuidamos un deber, cuando nos olvidamos de hacer algo importante, a veces solo tenemos una oportunidad. Aunque nos arrepintamos, no por ello va a resucitar la ovejita. Fue una dura lección para una niña de ocho años, y nunca olvidé aquella sensación. Me enseñó a cuidarme de lo que no puede arreglarse solo con lamentarlo, en particular cuando sea algo que tendrá impacto en el bienestar y la felicidad ajenos. Nunca podré hacer que vuelva a mi boca una palabra dura, poco amorosa. Nunca podrá vivirse de manera distinta un momento egoísta y desconsiderado. Una palabra amable que podría haberse dicho, podría decirse después, pero no en ese momento ideal en que podía haber hecho el mayor bien. Este día lo viviremos una sola vez. Únicamente tenemos una oportunidad de que salga bien. Jamás seremos perfectos, pero si continuamente nos recordamos a nosotros mismos nuestros deberes para con los demás y en toda oportunidad tratamos de conducirnos con amor serán pocas las ocasiones en que lamentemos sin poderlo arreglar. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
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