Lloyd Glenn El verano pasado mi familia tuvo una experiencia espiritual cuyo efecto sobre nosotros ha sido profundo y duradero y la cual consideramos que debemos transmitir a otros. Es un mensaje de amor. Es un mensaje de recobrar la perspectiva debida, volver a tener un equilibrio y renovar el orden de prioridades. Con toda humildad, ruego que al relatarles esta historia pueda darles el obsequio que mi pequeño Brian le dio a nuestra familia cierto día de verano del año pasado. Era el 22 de julio y yo iba camino a Washington D.C. en un viaje de negocios. No había sucedido nada fuera de lo común hasta que aterrizamos en Denver para cambiar de avión. Mientras sacaba mis cosas del compartimiento de arriba oí un anuncio por los altavoces que le pedía al Sr. Lloyd Gleen que se acercara de inmediato a un representante de United. No pensé que era nada grave hasta que llegué a la puerta para bajar del avión y oí a alguien que le preguntaba a todos los hombres del avión si eran el Sr. Glenn. En ese momento supe que algo había pasado y se me fue el alma a los pies. Cuando me bajé del avión un joven de rostro solemne se me acercó y me dijo: —Sr. Glenn, se ha presentado una emergencia en su hogar. No sé de qué se trata ni con quién tiene que ver, pero lo llevaré a un teléfono público para que pueda llamar al hospital. El corazón me latía con violencia, pero logré mantener la calma. Seguí al extraño hasta un teléfono distante, donde marqué el número que me dio el joven del hospital Mission. Mi llamada fue transferida al centro de traumatología donde me informaron que Brian, mi hijo de tres años, había quedado atrapado durante varios minutos bajo el portón automático de nuestro garaje, y que cuando mi esposa lo encontró estaba muerto. Un vecino nuestro, que es médico, le practicó la resucitación cardiopulmonar, y los paramédicos habían continuado con el tratamiento mientras lo llevaban al hospital. Para cuando llamé, Brian había sido reanimado y los médicos creían que sobreviviría, pero no sabían cuánto daño había sufrido su cerebro o su corazón. Me explicaron que el portón se había cerrado por completo empujando su pequeño esternón contra su corazón. Había sido severamente aplastado. Luego de conversar con el personal médico, hablé con mi esposa, quien parecía preocupada, pero no estaba histérica, por lo que saqué fuerzas de su tranquilidad. El vuelo de regreso pareció tomar una eternidad, pero finalmente llegué al hospital. Cuando entré a la unidad de cuidados intensivos habían pasado seis horas desde el accidente. Nada podía haberme preparado para ver a mi hijito acostado inmóvil sobre una cama enorme y rodeado de tubos y monitores. Estaba conectado a un respirador. Miré a mi esposa, quien estaba de pie y trató de esbozar una sonrisa reconfortante. Todo me parecía una pesadilla. Me pusieron al tanto de los detalles y me dieron un pronóstico cauteloso. Brian viviría y los exámenes preliminares indicaban que su corazón estaba bien. Esas dos cosas eran milagros por sí solas. No obstante, habría que esperar para saber si su cerebro había sufrido algún daño. Durante esas horas interminables, mi esposa no perdió la calma. Ella tenía la impresión de que con el tiempo Brian estaría bien. Yo me aferré a sus palabras y a su fe como a un salvavidas. Brian estuvo inconsciente toda la noche y todo el día siguiente. Parecía que había transcurrido una eternidad desde mi partida el día anterior. Finalmente, a las dos de la tarde, nuestro hijo recobró la consciencia y se sentó. En ese momento pronunció las palabras más hermosas que he oído jamás. —Papi, abrázame —dijo extendiendo los brazos hacia mí. Al día siguiente los médicos dictaminaron que no había sufrido daños físicos ni neurológicos y el relato del milagro de su supervivencia se difundió por el hospital. No pueden imaginarse la gratitud y gozo que sentimos. Mientras llevábamos a Brian a casa sentimos una reverencia singular por la vida y el amor de nuestro Padre celestial, quien acude al auxilio de los que tienen un encuentro tan cercano con la muerte. En los días siguientes reinó un espíritu especial en nuestro hogar. Nuestros dos hijos mayores se sentían mucho más unidos a su hermanito. Mi esposa y yo estábamos mucho más unidos y toda la familia estaba muy unida. Adoptamos un ritmo de vida mucho menos estresante. Parecíamos tener una mejor perspectiva de las cosas y nos resultaba mucho más fácil hallar el equilibrio en todo y mantenerlo. Nos sentíamos sumamente bendecidos. Nuestra gratitud era muy profunda. ¡Pero la historia no acaba ahí! Casi un mes después del accidente, Brian se despertó de su siesta y dijo: —Siéntate, mamá. Tengo algo que decirte. En ese tiempo, Brian solía hablar en frases cortas, por lo que a mi esposa le sorprendió oírlo decir una frase tan larga. Se sentó junto a él en la cama, y él comenzó a relatarle su extraordinaria y sagrada historia. —¿Recuerdas cuando me quedé debajo del portón? Bueno, era muy pesado y me dolía mucho. Te llamé, pero no podías oírme. Comencé a llorar, pero después me dolía demasiado. Luego vinieron los pajaritos. —¿Los pajaritos? —preguntó extrañada mi esposa. —Sí —respondió él—. Los pajaritos hicieron «zuum» y entraron volando al garaje. Ellos me cuidaron. —¿De veras? —Sí —dijo él—. Uno de los pajaritos fue a buscarte. Fue a decirte que me había quedado atrapado debajo del portón. Un dulce sentimiento de reverencia se adueñó de la habitación. El espíritu se sentía vivamente y a la vez era más liviano que el aire. Mi esposa se dio cuenta de que nuestro pequeño de tres años no conocía el concepto de la muerte y de los espíritus, y que por eso llamaba pajaritos a los seres espirituales que se le acercaron, pues flotaban en el aire como pájaros. —¿Qué aspecto tenían los pajaritos? —le preguntó. —Eran muy lindos —respondió Brian—. Estaban vestidos de blanco, todo de blanco. Algunos tenían verde y blanco, pero otros tenían solo blanco. —¿Te dijeron algo? —Sí. Me dijeron que el bebé iba a estar bien. —¿El bebé? —mi esposa estaba confundida. Brian respondió: —El bebé que estaba en el piso del garaje. Tú saliste y abriste el portón y corriste hacia el bebé. Le dijiste que se quedara y que no se fuera. Mi esposa casi se cae de espaldas al oír eso, pues en efecto había salido y se había arrodillado junto al cuerpo de Brian, y al ver su pecho aplastado supo que estaba muerto, por lo que mirando hacia arriba susurró: «No nos dejes, Brian. Por favor, quédate si puedes.» Mientras escuchaba a Brian decirle las palabras que había pronunciado, se dio cuenta de que su espíritu había salido y había estado observando desde arriba el cuerpecito sin vida. —¿Qué sucedió después? —preguntó. —Nos fuimos de viaje —dijo—, muy, muy lejos. Se puso nervioso mientras trataba de decir cosas para las que no tenía palabras. Mi esposa trató de calmarlo y reconfortarlo, haciéndole saber que todo estaría bien. Se estaba esforzando por decir algo que evidentemente era muy importante para él, pero le costaba encontrar las palabras. —Subimos volando muy rápido por el aire. Son tan lindos, mamá —añadió—. Hay muchos, muchos pajaritos. A continuación Brian le contó que los pajaritos le habían dicho que tenía que regresar y hablarle a todo el mundo de ellos. Dijo que lo llevaron de vuelta a la casa y que junto a la misma había un enorme camión de bomberos y una ambulancia. Un hombre se estaba llevando al bebé en una cama blanca y Brian trató de decirle al hombre que el bebé estaría bien, pero el hombre no lo oía. Explicó que los pajaritos le dijeron que tenía que irse con la ambulancia, pero que ellos estarían cerca de él. Dijo que eran muy bonitos y tranquilos y que él no quería regresar. Luego vino una luz muy brillante. Dijo que la luz era muy potente y cálida y que le gustó mucho. Había alguien dentro de la luz que lo rodeó con los brazos y le dijo: «Te amo, pero tienes que regresar. Tienes que jugar al béisbol y hablarle a todos de los pajaritos.» Luego la persona de la luz le dio un beso y se despidió con la mano, tras lo cual se oyó un gran sonido y se fueron hacia las nubes. El relato duró una hora. Brian nos enseñó que los pajaritos siempre están con nosotros, pero que no los vemos porque miramos solo con los ojos, y que no los oímos porque escuchamos solo con los oídos. —Pero siempre están ahí —dijo, tras lo cual se puso la mano en el corazón—, y solo se pueden ver acá adentro. Nos susurran cosas para ayudarnos a hacer lo correcto, pues nos aman mucho. Brian prosiguió, señalando: —Yo tengo un plan, mami. Tú tienes un plan. Papi tiene un plan. Todos tienen un plan. Todos debemos vivir nuestro plan y cumplir nuestras promesas. Los pajaritos nos ayudan a hacerlo porque nos quieren muchísimo. Durante las semanas que siguieron, Brian se nos acercaba a menudo para contarnos todo el relato o partes del mismo. La historia era siempre idéntica. Los detalles nunca cambiaban ni se alteraba su orden. Un par de veces dio algunas pizcas más de información y aclaró el mensaje que ya había transmitido. Siempre nos maravillaba el hecho de que cuando hablaba de sus pajaritos se expresaba de una manera tan detallada y elevada para su edad. Adondequiera que iba le hablaba a gente desconocida sobre los pajaritos. Sorprendentemente, nadie lo miraba raro cuando lo hacía. Por el contrario, a la gente se le enternecía la mirada y sonreía. De más está decir que desde ese día no hemos sido los mismos, y esperamos nunca volver a serlo. Image courtesy of Tina Phillips at FreeDigitalPhotos.net
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