Abbie Blair era asistente social en la década de los sesenta. En una ocasión hizo las diligencias para una adopción que no olvidará jamás. Dejemos que ella misma la cuente.
Recuerdo la primera vez que vi a Freddie. Su madre sustituta lo había llevado a la oficina del organismo de adopción donde trabajo, a fin de que lo conociera y ayudara a encontrarle padres adoptivos. Estaba de pie en el corralito, y me sonrió mostrando los dientes. «¡Qué nene tan lindo!», pensé. Su madre sustituta lo tomó en brazos, y preguntó: -¿Podrá encontrarle una familia a Freddie? Entonces reparé en que Freddie había nacido sin brazos. Le dio un beso, y agregó: -Es muy inteligente, solo tiene diez meses y ya camina y habla. Dile algo a la señora Blair. Freddie me sonrió y escondió la cabeza en los hombros de la señora. -Freddie, no te portes así -le dijo y luego añadió-: En realidad es muy amistoso y muy bueno. Freddie me recordaba a mi propio hijo cuando tenía su edad. Tenía los mismos rizos gruesos y oscuros y los mismos ojos marrones. -No lo olvidará, ¿verdad, señora Blair? ¿Lo intentará? -No lo olvidaré. Subí y saqué mi última lista de niños a los que resultaría difícil encontrar padres adoptivos. Freddie tiene diez meses y es de origen anglofrancés. Tiene ojos pardos, cabello castaño oscuro y piel blanca. Nació sin brazos, pero aparte de eso goza de buena salud. A su madre sustituta le parece que da señales de gran inteligencia. Ya camina y sabe decir algunas palabras. Es cariñoso. Su madre biológica lo entregó, y está listo para que lo adopten. Pensé: «Él está listo. Pero, ¿quién está listo para él?» Eran las diez de la mañana de un radiante día de fin de verano. Mi oficina estaba llena de matrimonios: unos habían ido para someterse a una entrevista, otros para conocer a bebés, y se iban formando familias. Esas parejas casi siempre tenían el mismo sueño: querían un niño que se les pareciera lo más posible, lo más pequeño posible y, sobre todo, saludable. -Si se enferma después de que lo llevemos a casa -decían- es un riesgo que corremos, como todos los padres. Pero acoger a un niño que ya padece algo sería demasiado. Es muy comprensible. Yo no era la única que le buscaba padres a Freddie. Cada vez que una de las asistentas sociales conocía a otro matrimonio empezaba con una esperanza: tal vez esos serían los papás de Freddie. Pero pasó el verano y llegó el otoño. Freddie seguía con nosotros cuando cumplió un año. -¡Freddie es grande! -decía Freddie riéndose- ¡Grande! Entonces los encontré. Empezó como siempre, con una ficha impersonal en mi cajón, otro caso, un nuevo estudio de hogar, dos personas que querían un hijo. Se llamaban Frances y Edwin Pearson. Ella tenía 41 años. Él, 45. Ella era ama de casa. Él conducía un camión. Fui a verlos. Vivían en una casita blanca de madera con un amplio y soleado jardín lleno de árboles añosos. Me recibieron juntos en la puerta, ansiosos y muertos de miedo. La señora Pearson sirvió un café humeante y galletas recién salidas del horno. Se sentaron conmigo en el sofá, tomados de la mano. Al cabo de unos instantes, la señora Pearson dijo: -Hoy cumplimos dieciocho años de casados. -Han sido buenos años -añadió el señor Pearson- Excepto que… Sí. Siempre está esa excepción -agregó ella. Luego, mirando la impecable sala, comentó: -Está demasiado ordenada, ¿no le parece? Pensé en la sala de mi casa y en mis tres hijos, ya adolescentes. -Sí -asentí-. Comprendo. -¿Será que somos demasiado mayores? Sonreí antes de responder: -No creo. -Nosotros tampoco lo creemos. -Uno siempre piensa que será este mes, y luego el siguiente -explicó el señor Pearson-. Análisis, exámenes. De todo. Una y otra vez. Y nunca pasa nada. Espera que te espera, y el tiempo sigue pasando. Ya habíamos tratado de adoptar. En una agencia nos dijeron que nuestro apartamento era muy pequeño, y nos conseguimos esta casa. En otra decían que no gano lo suficiente. Habíamos resuelto no seguir intentando, pero un amigo nos habló de ustedes, y decidimos probar por última vez. -Me alegro -contesté. La señora Pearson miró a su marido con orgullo, y preguntó: -¿Tenemos posibilidad de elegir? ¿Un varón para mi marido? -Veremos si encontramos un varón. ¿Cómo lo quiere? La señora Pearson se rió, y dijo: -¿De cuántas clases hay? Simplemente un chico. Mi marido es muy aficionado al deporte. En secundaria jugó baloncesto y practicó atletismo. Sería buen padre de un varón. El señor Pearson me miró y dijo: -Comprendo que no podrá decirlo con exactitud pero, ¿puede darnos una idea de qué tan pronto sería? Llevamos mucho tiempo esperando. Vacilé. Siempre preguntan eso. -Tal vez para el verano -añadió la señora Pearson-. Podríamos llevarlo a la playa. -¿Tanto tiempo? ¿No tiene a nadie? Habrá algún chico -dijo el señor Pearson, y tras una pausa, añadió-: Claro que no podemos darle tanto como otros. No hemos ahorrado mucho. -Tenemos mucho amor -agregó su esposa-. De eso sí hemos ahorrado bastante. -Bueno -dije con cautela-, hay un niño de13 meses. -Es una edad encantadora -comentó la señora Pearson. -Tengo una foto de él -comenté mientras alargaba la mano hasta mi bolso, y les pasaba la fotografía; añadí-: Es un muchachito estupendo, pero nació sin brazos. Estudiaron la foto en silencio. El señor Pearson miró a su esposa. -¿Qué te parece, Fran? -Fútbol -dijo la señora Pearson-; podrías enseñarle a jugar fútbol. -El deporte no es tan importante -dijo el señor Pearson-. Puede aprender a utilizar la cabeza. Sin brazos puede vivir. Sin cabeza, no. Puede ir a la universidad. Ahorraremos. -Es un chico -insistió la señora Pearson-. Necesita jugar. Le puedes enseñar. -Le enseñaré. Los brazos no lo son todo. Quizá alguna vez podamos conseguirle unos. Se habían olvidado de mí. Pero pensé que quizá el señor Pearson tenía razón. Tal vez le podrían poner brazos artificiales a Freddie. Tenía unos pequeños muñones en el lugar de las extremidades superiores. -¿Les gustaría conocerlo? Levantaron la vista. -¿Cuándo nos lo podrían dar? -¿Creen que lo querrían? La señora Pearson me miró y preguntó: -¿Que si lo querríamos? -Lo queremos -anunció el señor Pearson. La señora Pearson miró de nuevo la foto y dijo: -Nos estabas esperando, ¿verdad? -Se llama Freddie -les informé- pero pueden cambiarle el nombre. -No -dijo el señor Pearson-. Frederick Pearson; suena bien. Eso fue todo. Lógicamente, hubo que hacer trámites, y para cuando fijamos la fecha, ya se estaban engalanando las calles con luces navideñas y había adornos por todas partes. Encontré a los Pearson en la sala de espera. Los dos tenían un poco de nieve encima. -Ya está aquí su hijo -anuncié-. Subamos y se lo presentaré. -Estoy nerviosa -dijo la señora Pearson-. ¿Y si no le gustamos? Poniéndole una mano en un brazo, le dije: -Ya se lo traigo. La madre sustituta de Freddie le había puesto un flamante traje blanco, con un ramito de acebo verde y bayas rojas bordado en el cuello. El pelo le brillaba como una masa de rizos oscuros. -A casa -me dijo Freddie, sonriendo, mientras su madre sustituta lo ponía en mis brazos. -Le dije eso -explicó ella-, que iba a ir a su nueva casa. Se despidió de él dándole un beso, con lágrimas en los ojos. -Adiós, mi amor. Pórtate bien. -Bien -repitió Freddie alegremente-. Voy a casa. Lo llevé a la sala donde esperaban los Pearson. Cuando llegué, lo puse en el suelo para que caminara y abrí la puerta. -Feliz Navidad -les dije. Freddie se quedó vacilante, agitando un poco la cabeza mientras miraba fijamente a las dos personas que tenía ante sí y lo contemplaban absortas. El señor Pearson se agachó poniendo una rodilla en el suelo, y le dijo: -Freddie, ven. Ven con papá. Freddie me miró por un momento. Luego, se dio vuelta, y caminó con lentitud hacia ellos, que lo recibieron con los brazos abiertos. * * * Todos queremos que nos quieran, ocupar un lugar, que se nos reciba con los brazos abiertos. Una de las mayores dificultades es que depende mucho del atractivo. Si tenemos buena presencia, hacemos nuestra parte, nos ajustamos a las expectativas de los demás y cumplimos muchas otras condiciones, a lo mejor nos querrán. Pero hay una clase extraordinaria de amor. Un amor que acepta incondicionalmente y no pide belleza. No tenemos que decir nada. No tenemos que estar en un determinado lugar. No tenemos que tener cierta cantidad de dinero ni ocupar un cargo. O sea, que se nos puede amar tal como somos. El artículo de Abbie Blair es gentileza del Reader’s Digest. Image courtesy of David Castillo Dominici at FreeDigitalPhotos.net
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