Chalsey Dooley
Aquella sonrisa de mi bebito era una nimiedad. Sin embargo, modificó mi perspectiva de la vida. Al despertarse y mirarme, vio lo que más importancia tiene para él en todo el mundo: ¡yo! No le importó que hubiera que cambiarle el pañal, ni que mi pantalón de pijama no combinara con la blusa, ni que estuviera toda despeinada. Simplemente me quiere y desea estar conmigo. No necesita perfección; el amor lo pone todo en su debida perspectiva. En ese momento en que lo tomé en brazos y me impregné del amor que irradiaba se me esclareció algo que me había preguntado un rato antes. La falta de perfección en la vida es algo que siempre me ha molestado. Cuando alguien dice o hace algo que me contraría, suelo argumentar: «¿Por qué tiene que haber choques de personalidad, descuidos, altas de consideración, injusticias, desaires, pesimismo? ¡Son cosas que suceden todos los días y están mal! ¡Ojalá no existieran! Si todo el mundo —incluida yo misma— se condujera como es debido, mi vida sería toda dicha y perfección». Consideraba que la perfección era lo único que alguna vez aliviaría mis irritaciones. Pero a la vez sabía que eso nunca se daría. La vida es así. Necesitaba otra solución. Cuanto más cavilaba, más me daba cuenta de que lo que en realidad quería era que el mundo girara en torno a mí, mis deseos, sentimientos, preferencias y prioridades. Algo tenía que cambiar, y en este caso, cualesquiera que fueran las faltas de los demás, la que tenía que cambiar era yo. Pero, ¿cómo? Ya lo había intentado antes. Aquella mañana, mientras tenía en brazos a mi bebé, una voz me susurró: «¿Te habría gustado que tu bebé fuera perfecto de nacimiento?» Al sopesar esa idea, comprendí que nada me habría desagradado más. De haber podido él caminar y correr desde el día en que nació, nunca habría podido yo disfrutar de la expresión de emoción que se dibujó en su carita el día que logró dar sus primeros pasos. Además me habría perdido ese singular sentimiento de tenerlo en brazos sabiendo que dependía enteramente de mí. De haber podido hablar perfectamente bien desde el día en que nació, jamás habría podido yo experimentar la alegría de oírlo decir su primera palabra. Si supiera todo lo que sabe una persona mayor, nunca habría podido verlo pasmado ante algún descubrimiento, y nunca habría tenido la dicha de enseñarle algo nuevo. Me habría perdido muchísimas cosas. En realidad sus imperfecciones lo hacen perfecto. ¡No querría que fuera distinto! Entonces me pregunté: «¿Qué hace que su imperfección sea diferente de todas las otras imperfecciones que me rodean?» La respuesta no podía ser más clara: «El amor». ¡Eso es! Eso es lo que me falta. Eso es lo que más preciso para enfrentar con valor y alegría los problemas que quisiera que no existieran. Me dije: «Imagínate todo lo que te perderías si tú y los que te rodean fueran perfectos desde el comienzo. Te perderías ese aspecto imprevisible y sorpresivo de la vida; la dicha de perdonar y ser perdonada; los estrechos vínculos de amistad que se forman en medio de la adversidad, y las cualidades que se cultivan también en esas situaciones». Me di cuenta de que añadir pensamientos negativos a una situación ya de por sí negativa nunca da resultados positivos. En ese momento me propuse buscar y descubrir las oportunidades y experiencias positivas que se ocultan detrás de la máscara de la imperfección. Más tarde aquel mismo día mi bebito no podía dormir. Decidí entonces sacarle provecho a una situación difícil poniendo en práctica lo que acababa de aprender. Hice a un lado lo que a mi juicio era lo mejor para él y para mí en ese momento, y mi marido y yo nos tomamos un rato para cantar y reír con él. Fue un momento perfectamente feliz que todos nos habríamos perdido si aquel día todo hubiera salido perfecto. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
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