Jewel Roque
Cuando volvíamos a casa después de salir una tarde con unos amigos, le pregunté al menor de mis hijos si la había pasado bien. —Sí, más o menos —me respondió—. Es que los chicos se estaban burlando de mí en el parque de juegos. —¿Por qué? —le pregunté. Como a veces reacciona exageradamente ante cualquier comentario, me imaginé que no debía de ser nada importante. —Eric me dijo que vio una foto mía dormido mientras hacía mis tareas, y después Leslie dijo que ella también la había visto. Todos los niños se rieron. No sabía qué decirle. Yo había publicado en Facebook una foto de mi hijo un día que se quedó dormido en su mesita, al lado de sus libros. Me pareció tierna. Mi hijo pone mucho empeño en todas sus actividades, pero cuando tiene sueño, tiene sueño. Y se duerme. Le viene de familia. Mis hermanos y yo sabemos que una vez que llegamos a cierto punto de cansancio, no podemos más. El único remedio es dormir. Por a o por be, mi hijo ha aprendido eso a temprana edad. Cuando está cansado, aunque estemos a punto de cantar «Cumpleaños feliz» en una fiestecita o deba terminar sus tareas, se duerme. Mi marido y yo lo entendemos y acomodamos los horarios teniendo eso en cuenta. Sus maestras en general también entienden que a veces se queda dormido en su pupitre. Yo procuro mandarlo a la cama a tiempo cuando sé que va a tener que madrugar o cuando le espera una larga jornada. Los padres y docentes suelen entender esas cosas; los niños en muchos casos no. Cuando publiqué la foto no pensé que a los padres se les ocurriría mostrársela a sus hijos, ya que en la mente de un niño quizá no parezca tierna, sino tonta, graciosa o embarazosa. Justo lo que usan para burlarse de alguien. Algo que yo había hecho sin pensar le había causado dolor a mi hijo. Lo hizo quedar mal ante sus amigos. Seguramente lo olvidaron enseguida y se pusieron a jugar otra vez; pero en ese momento tuve que confesarle a mi hijo que no había sido culpa de ellos, sino mía. Busqué la foto en Facebook y se la mostré. Le dije: «Yo publiqué esta foto de ti el otro día. No pensé que alguien se reiría de ti por ella». Luego le prometí que no volvería a publicar nada de él sin preguntarle primero si le parecía bien. Es un acuerdo que ya tengo con otros miembros de mi familia, pero no pensé que al más pequeñín le importaría. Estaba equivocada. Es curioso que yo cometa un error así. Al repasar mi propia infancia, me doy cuenta de que las emociones que más me afectaron fueron producto de burlas. Me acuerdo de una media de docena de ocasiones, antes de cumplir los cinco años, en que las burlas me hicieron llorar. Los momentos dolorosos suelen pervivir en la mente y el corazón mucho después de desvanecerse el eco de las palabras. ¿Con cuánta frecuencia mis propias palabras tienen el mismo efecto que las de esos niños en el parque de juegos? Cuando estoy batallando por concentrarme en mi trabajo y no soporto una interrupción más, les digo con aspereza a mis chicos que me dejen en paz para que pueda avanzar algo. Y cuando discuten y ya no aguanto la riña, les suelto que no me importa lo que haya dicho cada uno ni de quién sea la culpa. Solo quiero paz. Tras meditar detenidamente sobre el asunto, me he propuesto ver cada momento de la vida a través de los ojos de un niño. No puedo prometer hacerlo todas las veces, pero al menos lo intentaré. No puedo tomar una resolución para siempre, sino que es una decisión que voy a tener que repetir muchas veces. Reducir la marcha. Reflexionar. Orar. Amar. Foto y artículo gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
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