Adaptación de un artículo de María Fontaine En un vuelo que tomé hace unos meses me fijé en una niña de unos diez u once años sentada al otro lado del pasillo, en diagonal. Tenía un enorme cuaderno para colorear de lo más bonito que su mamá evidentemente le había conseguido para el vuelo. En la misma fila había otra niña de más o menos la misma edad; su papá iba sentado detrás de ella. Esa otra niña no tenía libro para colorear; es más, no tenía nada para entretenerse durante el vuelo. La del cuaderno estaba de lo más ocupada coloreando y tenía todas sus crayolas desparramadas sobre la mesita. A la otra, pobrecita, se le iban los ojos. Tan mal me sentí por ella que oré para que la primera se diera cuenta y se animara a dejarle una hoja de su bonito cuaderno. Dicho y hecho: al ratito vi que la niña había arrancado una hoja y se la había entregado a su vecina. Además, le estaba prestando sus lápices de cera. Me incliné hacia adelante por el pasillo y le dije a la niña que me parecía muy lindo que hubiese compartido su libro de colorear. Se le iluminó la carita, complacida de que alguien hubiese notado su gesto. No sé qué efecto a largo plazo pueden llegar a tener las pocas palabras que le dije, pero quisiera creer que la próxima vez que esa niña tenga que decidir si prestar o no alguna cosa, se acordará de la señora que se sintió orgullosa de ella porque tomó una decisión acertada. Podemos preguntarnos: «¿Qué podría decirle a mi hijo o hija que la ayude, que le levante el ánimo, que haga que se sienta halagada, apreciada y valorada?» A todo el mundo le gusta sentirse valorado, sentir que lo que aporta es significativo. Hasta un encuentro breve con tu niño se presta para hacer un comentario oportuno (Proverbios 25:11), para decirle algo que le dé seguridad. Adaptado de un artículo publicado originalmente en la revista Conéctate.
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