Horace Edwards
En Brooklyn hay un colegio llamado Shush para niños con dificultades de aprendizaje. Algunos asisten a Shush durante todos sus años escolares, mientras que otros se pueden integrar en algún momento a las clases de colegios normales. En una cena de recaudación de fondos para Shush, el padre de un alumno de ese colegio pronunció una charla que jamás olvidarán los asistentes. Tras ensalzar al colegio y a su dedicado personal docente, preguntó a voces: «Dónde está la perfección de mi hijo Shaya? Todo lo que Dios hace lo hace a la perfección. Pero mi hijo no entiende como los otros niños. No recuerda datos y cifras como otros. ¿Dónde está la perfección de Dios?» El público quedó estremecido por estas palabras, apenado por la angustia de aquel padre, apabullado por la desgarradora pregunta. Y añadió: «Yo creo que cuando Dios trae al mundo a un niño así, la perfección que Él busca se manifiesta en la manera en que los demás reaccionan ante ese niño». Seguidamente relató la siguiente anécdota sobre su hijo: Una tarde Shaya caminaba con su padre por un parque donde unos niños que Shaya conocía jugaban béisbol. Este preguntó: «¿Crees que me dejarán jugar?» El padre sabía que su hijo no tenía dotes algunas de deportista y que la mayoría de los niños no querrían que jugara en su equipo. Pero comprendió que quería jugar, y que al hacerlo se sentiría aceptado. Se acercó a uno de los chiquillos que jugaban, y le preguntó si Shaya podía jugar. El niño miró a su alrededor, buscando orientación de sus compañeros de equipo. Como ninguno respondió, tomó la decisión y contestó: «Estamos perdiendo por seis carreras y la partida está en la octava entrada. Creo que puede estar en nuestro equipo; y trataremos de ponerlo a batear en la novena entrada.» El padre quedó encantado, y Shaya sonrió de oreja a oreja. Pidieron a Shaya que se pusiera un guante y se colocara en la segunda base. En la segunda de la octava entrada, el equipo de Shaya anotó unas cuantas carreras, pero todavía le faltaban tres. En la segunda de la novena entrada, el equipo de Shaya anotó de nuevo, y ahora con dos fueras y con la oportunidad de ganar por bases, le tocaba el turno a Shaya. En esta coyuntura, ¿dejaría el equipo que Shaya bateara y renunciaría a su oportunidad de ganar el partido? Sorpresivamente, le dieron el bate. Todos sabían que era una situación del todo imposible, porque Shaya ni sabía empuñar el bate, no digamos dar un buen golpe con él. Sin embargo, se colocó en la base. El lanzador se acercó un poco más a la base y le lanzó la pelota con suavidad de modo que Shaya pudiese por lo menos llegar a tocarla. Llegó el primer lanzamiento, y Shaya se movió torpemente y no acertó. Uno de sus compañeros de equipo se le acercó y sostuvieron juntos el bate y miraron al lanzador, esperando el siguiente lanzamiento. El lanzador dio unos pasos para acercarse más y lanzó la pelota suavemente a Shaya. Cuando llegó el lanzamiento, este y su compañero dieron el batazo juntos lanzaron un roletazo lento al lanzador. Este lo recogió, y fácilmente podría haber lanzado la pelota al jugador de primera base. Shaya habría quedado eliminado y el partido habría terminado. En cambio, el lanzador tomó la pelota y la arrojó trazando un arco alto en el campo derecho, muy lejos del alcance del jugador de primera base. Todos gritaron: «Shaya, corre a la primera base! ¡Corre a la primera!» En su vida había corrido Shaya a la primera base. Se fue correteando a la línea de base boquiabierto y asustado. Cuando llegó, el exterior derecho había arrojado la pelota al jugador de la segunda base, que habría tocado a Shaya eliminándolo. Pero había comprendido las intenciones del lanzador, y arrojó la pelota muy alto y lejos de la cabeza del jugador de la tercera base. Todos gritaron: «¡Corre a la segunda, corre a la segunda!» Shaya corrió a la segunda base mientras los corredores que iban delante de él rodearon como locos las bases hacia la meta. Cuando Shaya llegó a segunda base, el parador en corto corrió hacia él, lo encaminó hacia la tercera base y gritó: «¡Corre a la tercera!» Mientras Shaya llegaba a la tercera, los niños de los dos equipos corrieron detrás de él, gritando: «¡Shaya, corre a la base!» Shaya corrió, puso el pie en la base del bateador y los dieciocho niños lo levantaron en hombros. Shaya era el héroe. Había hecho el jonrón y ganado el partido para su equipo. El padre añadió en voz baja y con el rostro bañado en lágrimas: «Aquel día, los dieciocho niños alcanzaron el nivel de la perfección de Dios».
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Abbie Blair era asistente social en la década de los sesenta. En una ocasión hizo las diligencias para una adopción que no olvidará jamás. Dejemos que ella misma la cuente.
Recuerdo la primera vez que vi a Freddie. Su madre sustituta lo había llevado a la oficina del organismo de adopción donde trabajo, a fin de que lo conociera y ayudara a encontrarle padres adoptivos. Estaba de pie en el corralito, y me sonrió mostrando los dientes. «¡Qué nene tan lindo!», pensé. Su madre sustituta lo tomó en brazos, y preguntó: -¿Podrá encontrarle una familia a Freddie? Entonces reparé en que Freddie había nacido sin brazos. Le dio un beso, y agregó: -Es muy inteligente, solo tiene diez meses y ya camina y habla. Dile algo a la señora Blair. Freddie me sonrió y escondió la cabeza en los hombros de la señora. -Freddie, no te portes así -le dijo y luego añadió-: En realidad es muy amistoso y muy bueno. Freddie me recordaba a mi propio hijo cuando tenía su edad. Tenía los mismos rizos gruesos y oscuros y los mismos ojos marrones. -No lo olvidará, ¿verdad, señora Blair? ¿Lo intentará? -No lo olvidaré. Subí y saqué mi última lista de niños a los que resultaría difícil encontrar padres adoptivos. Freddie tiene diez meses y es de origen anglofrancés. Tiene ojos pardos, cabello castaño oscuro y piel blanca. Nació sin brazos, pero aparte de eso goza de buena salud. A su madre sustituta le parece que da señales de gran inteligencia. Ya camina y sabe decir algunas palabras. Es cariñoso. Su madre biológica lo entregó, y está listo para que lo adopten. Pensé: «Él está listo. Pero, ¿quién está listo para él?» Eran las diez de la mañana de un radiante día de fin de verano. Mi oficina estaba llena de matrimonios: unos habían ido para someterse a una entrevista, otros para conocer a bebés, y se iban formando familias. Esas parejas casi siempre tenían el mismo sueño: querían un niño que se les pareciera lo más posible, lo más pequeño posible y, sobre todo, saludable. -Si se enferma después de que lo llevemos a casa -decían- es un riesgo que corremos, como todos los padres. Pero acoger a un niño que ya padece algo sería demasiado. Es muy comprensible. Yo no era la única que le buscaba padres a Freddie. Cada vez que una de las asistentas sociales conocía a otro matrimonio empezaba con una esperanza: tal vez esos serían los papás de Freddie. Pero pasó el verano y llegó el otoño. Freddie seguía con nosotros cuando cumplió un año. -¡Freddie es grande! -decía Freddie riéndose- ¡Grande! Entonces los encontré. Empezó como siempre, con una ficha impersonal en mi cajón, otro caso, un nuevo estudio de hogar, dos personas que querían un hijo. Se llamaban Frances y Edwin Pearson. Ella tenía 41 años. Él, 45. Ella era ama de casa. Él conducía un camión. Fui a verlos. Vivían en una casita blanca de madera con un amplio y soleado jardín lleno de árboles añosos. Me recibieron juntos en la puerta, ansiosos y muertos de miedo. La señora Pearson sirvió un café humeante y galletas recién salidas del horno. Se sentaron conmigo en el sofá, tomados de la mano. Al cabo de unos instantes, la señora Pearson dijo: -Hoy cumplimos dieciocho años de casados. -Han sido buenos años -añadió el señor Pearson- Excepto que… Sí. Siempre está esa excepción -agregó ella. Luego, mirando la impecable sala, comentó: -Está demasiado ordenada, ¿no le parece? Pensé en la sala de mi casa y en mis tres hijos, ya adolescentes. -Sí -asentí-. Comprendo. -¿Será que somos demasiado mayores? Sonreí antes de responder: -No creo. -Nosotros tampoco lo creemos. -Uno siempre piensa que será este mes, y luego el siguiente -explicó el señor Pearson-. Análisis, exámenes. De todo. Una y otra vez. Y nunca pasa nada. Espera que te espera, y el tiempo sigue pasando. Ya habíamos tratado de adoptar. En una agencia nos dijeron que nuestro apartamento era muy pequeño, y nos conseguimos esta casa. En otra decían que no gano lo suficiente. Habíamos resuelto no seguir intentando, pero un amigo nos habló de ustedes, y decidimos probar por última vez. -Me alegro -contesté. La señora Pearson miró a su marido con orgullo, y preguntó: -¿Tenemos posibilidad de elegir? ¿Un varón para mi marido? -Veremos si encontramos un varón. ¿Cómo lo quiere? La señora Pearson se rió, y dijo: -¿De cuántas clases hay? Simplemente un chico. Mi marido es muy aficionado al deporte. En secundaria jugó baloncesto y practicó atletismo. Sería buen padre de un varón. El señor Pearson me miró y dijo: -Comprendo que no podrá decirlo con exactitud pero, ¿puede darnos una idea de qué tan pronto sería? Llevamos mucho tiempo esperando. Vacilé. Siempre preguntan eso. -Tal vez para el verano -añadió la señora Pearson-. Podríamos llevarlo a la playa. -¿Tanto tiempo? ¿No tiene a nadie? Habrá algún chico -dijo el señor Pearson, y tras una pausa, añadió-: Claro que no podemos darle tanto como otros. No hemos ahorrado mucho. -Tenemos mucho amor -agregó su esposa-. De eso sí hemos ahorrado bastante. -Bueno -dije con cautela-, hay un niño de13 meses. -Es una edad encantadora -comentó la señora Pearson. -Tengo una foto de él -comenté mientras alargaba la mano hasta mi bolso, y les pasaba la fotografía; añadí-: Es un muchachito estupendo, pero nació sin brazos. Estudiaron la foto en silencio. El señor Pearson miró a su esposa. -¿Qué te parece, Fran? -Fútbol -dijo la señora Pearson-; podrías enseñarle a jugar fútbol. -El deporte no es tan importante -dijo el señor Pearson-. Puede aprender a utilizar la cabeza. Sin brazos puede vivir. Sin cabeza, no. Puede ir a la universidad. Ahorraremos. -Es un chico -insistió la señora Pearson-. Necesita jugar. Le puedes enseñar. -Le enseñaré. Los brazos no lo son todo. Quizá alguna vez podamos conseguirle unos. Se habían olvidado de mí. Pero pensé que quizá el señor Pearson tenía razón. Tal vez le podrían poner brazos artificiales a Freddie. Tenía unos pequeños muñones en el lugar de las extremidades superiores. -¿Les gustaría conocerlo? Levantaron la vista. -¿Cuándo nos lo podrían dar? -¿Creen que lo querrían? La señora Pearson me miró y preguntó: -¿Que si lo querríamos? -Lo queremos -anunció el señor Pearson. La señora Pearson miró de nuevo la foto y dijo: -Nos estabas esperando, ¿verdad? -Se llama Freddie -les informé- pero pueden cambiarle el nombre. -No -dijo el señor Pearson-. Frederick Pearson; suena bien. Eso fue todo. Lógicamente, hubo que hacer trámites, y para cuando fijamos la fecha, ya se estaban engalanando las calles con luces navideñas y había adornos por todas partes. Encontré a los Pearson en la sala de espera. Los dos tenían un poco de nieve encima. -Ya está aquí su hijo -anuncié-. Subamos y se lo presentaré. -Estoy nerviosa -dijo la señora Pearson-. ¿Y si no le gustamos? Poniéndole una mano en un brazo, le dije: -Ya se lo traigo. La madre sustituta de Freddie le había puesto un flamante traje blanco, con un ramito de acebo verde y bayas rojas bordado en el cuello. El pelo le brillaba como una masa de rizos oscuros. -A casa -me dijo Freddie, sonriendo, mientras su madre sustituta lo ponía en mis brazos. -Le dije eso -explicó ella-, que iba a ir a su nueva casa. Se despidió de él dándole un beso, con lágrimas en los ojos. -Adiós, mi amor. Pórtate bien. -Bien -repitió Freddie alegremente-. Voy a casa. Lo llevé a la sala donde esperaban los Pearson. Cuando llegué, lo puse en el suelo para que caminara y abrí la puerta. -Feliz Navidad -les dije. Freddie se quedó vacilante, agitando un poco la cabeza mientras miraba fijamente a las dos personas que tenía ante sí y lo contemplaban absortas. El señor Pearson se agachó poniendo una rodilla en el suelo, y le dijo: -Freddie, ven. Ven con papá. Freddie me miró por un momento. Luego, se dio vuelta, y caminó con lentitud hacia ellos, que lo recibieron con los brazos abiertos. * * * Todos queremos que nos quieran, ocupar un lugar, que se nos reciba con los brazos abiertos. Una de las mayores dificultades es que depende mucho del atractivo. Si tenemos buena presencia, hacemos nuestra parte, nos ajustamos a las expectativas de los demás y cumplimos muchas otras condiciones, a lo mejor nos querrán. Pero hay una clase extraordinaria de amor. Un amor que acepta incondicionalmente y no pide belleza. No tenemos que decir nada. No tenemos que estar en un determinado lugar. No tenemos que tener cierta cantidad de dinero ni ocupar un cargo. O sea, que se nos puede amar tal como somos. El artículo de Abbie Blair es gentileza del Reader’s Digest. Image courtesy of David Castillo Dominici at FreeDigitalPhotos.net Angela Koltes
En un día de invierno deprimente y gris, nos fuimos con unos amigos a pasar la tarde en una escuela para ciegos que había cerca. Era uno de esos típicos domingos en que estaba exhausta del apretado horario de la semana y anhelaba la comodidad de mi cama calentita y la agradable idea de quedarme en la casa. No tenía el menor deseo de salir ya que casi todos se iban a tomar el día libre para hacer sus cosas. Pero nos vimos obligados a ir pues habíamos prometido ir a la escuela a pasar unos momentos animados y divertidos con los niños en aquel solitario domingo por la tarde. Los fines de semana, la mayoría de los familiares de los estudiantes los van a recoger, ya que los niños están internados durante el resto de la semana. Así que el domingo había pocos niños, no obstante, todos se mostraron felices de vernos, dándonos la bienvenida con alegres expresiones. No teníamos nada muy bien planeado, pero llevamos una guitarra, unas maracas y unos bongos, con la esperanza de llevarles algo de felicidad a su mundo aparentemente sin color. Los niños se juntaron a nuestro alrededor, escuchando la música y tratando de entender de dónde habíamos salido y cómo éramos. Algunos tenían sus propios instrumentos, pues la mayoría de ellos tiene talento musical y tocaron con nosotros, mostrándonos con entusiasmo lo que sabían. En medio de toda la actividad y el bullicio, noté a una niñita de cabello corto que estaba sentada tímidamente alejada de los otros niños. Me pregunté quiénes serían sus padres y por qué no habían venido a visitar a una niñita tan preciosa. Sentí enojo, preguntándome por qué esta pequeña merecería estar privada de la vista y tener que vivir como una discapacitada. Al observarla, lo primero que me llamó la atención fue su radiante sonrisa. ¿Cómo puede esta niñita ciega estar feliz en su triste condición?, me pregunté. La profesora, que me había seguido la mirada, me empezó a contar su historia. Seda tenía siete años y hacía dos le habían practicado una operación al cerebro. —Yo podía ver árboles, pájaros, la cara del doctor, todo —añadió, al escuchar a su profesora—. Pero cuando desperté, ya no volví a ver. ¡Fue como si una roca me hubiera caído en el corazón desde lo alto de una cornisa! Solo pude continuar observando en silencio a la pequeña. —¡Pero estoy muy feliz! —exclamó, sonriendo y jugando con las manos. —Seda, ¿por qué estás feliz? —le preguntó por nosotros la profesora. —Bueno —empezó diciendo suavemente—, aunque ahora en la tierra ya no puedo ver, en el cielo podré volver a ver y espero con ilusión que llegue ese día. Los ojos se me llenaron de lágrimas y supe de solo mirarlos, que mis compañeros sentían igual. Seda permaneció a mi lado por el resto de la tarde. Me tomó de la mano y me llevó por la escuela. Se sentó en mi regazo y me habló de todas las comidas que le gustaban, de cada verdura y fruta que le gustaban y por qué. Hallaba tal deleite en los sabores y sonidos que había a su alrededor, que era como si hubiera olvidado que no podía emplear su sentido de la vista. Aquella noche, mientras conducía de regreso a casa, tenía fijo en mi mente el rostro de Seda. ¿Qué era lo que esa niña veía en su mundo oscuro que la hacía tan feliz? Posteriormente, cuando sentía la carga de un día de trabajo complicado, sea lo que sea que estuviera pasando en el momento, cuando pensaba en Seda, sabía que no podía quejarme. En ocasiones los días sombríos que nos vemos forzados a pasar parecen insoportables y no vemos los rayos brillantes del amanecer. Bregamos cada día al tiempo que menospreciamos lo que vemos a nuestro alrededor. Pero yo sé que si me esfuerzo por pensar como ese angelito a quien se le había privado de la vista y pienso en el cielo como lo hacía ella, puedo dar gracias por cada día que me ha sido dado en esta tierra. Cada vez que me siento tentada a maldecir la oscuridad y a criticar lo que veo a mi alrededor, me viene a la mente la sonrisa de aquella pequeñita. Pienso en su fe y pienso en los ojos que ha recibido para que pueda ver la luz del día de mañana, y sé que si ella puede, yo también puedo sin duda. Greg Lucas
La tragedia de la discapacidad no es la discapacidad en sí, sino el aislamiento que a menudo conlleva. Es una de las mayores lecciones que tuvimos que aprender como familia. Desafortunadamente, tuvimos que aprenderla a las malas. Pero las enseñanzas más difíciles por lo general conducen a una mayor comprensión y en los últimos años tuvimos la maravillosa oportunidad de crecer en sabiduría al aprender de diversas familias de varias comunidades. Si bien aún queda mucho por descubrir al respecto, a continuación enumeramos 7 premisas útiles extraídas de la comunidad de los discapacitados, las cuales han tenido un profundo impacto en nuestra familia. 1. Dios es soberano y bueno a la vez. Cuando se nos entrega un niño con una grave discapacidad, es imprescindible que podamos ver en él la mano y obra de un Dios soberano en el seno de nuestra familia. Las Escrituras establecen que ese niño no es producto de un accidente ni es una tragedia, sino que fue maravillosamente formado a propósito y conforme a un diseño del plan de Dios desde la fundación de la tierra (Salmos 139:13–17; Efesios 1:3–12). La discapacidad no es una maldición; es la bondad y la gracia de Dios ampliadas de formas que muchas familias convencionales nunca llegan a conocer. 2. Hay una razón por la cual uno forma parte de una comunidad así. Hasta que empecé a compartir nuestras experiencias, me resultó muy difícil darme cuenta del propósito y posibilidades del sufrimiento y tribulaciones de nuestra familia. 2 Corintios 1:3–7 cobró vida para nosotros durante esa época. El sufrimiento nos conduce a la íntima presencia de Dios donde tiene lugar el más dulce de los consuelos. Pero no se nos consuela para estar cómodos; se nos consuela para que seamos consoladores. Cada episodio de nuestra experiencia como familia en torno a la discapacidad fue una muestra de la gracia de Dios para que la compartiéramos con aquellos que necesitan con urgencia Su consolación. 3. La discapacidad amplía nuestra perspectiva del gozo por las cosas insignificantes. La mayoría de las familias que conviven con la discapacidad les dirán que algunas de sus mayores victorias fueron momentos que la mayoría de las familias comunes y corrientes dan por sentado. Recuerdo la primera vez que nuestro hijo pudo utilizar el baño en un establecimiento público (tenía 17 años). Acabábamos de entrar a Walmart y Jake me tomó de la mano y me llevó a los baños para hombres. Se bajó los pantalones y trató de orinar en el inodoro. La dirección le falló por completo; se orinó sobre la tapa, el piso, la pared y el cubículo. ¡Pero no se orinó en los pantalones! Nos pusimos a reír, aplaudir, gritar y a alabar a Dios en un cubículo todo orinado de un baño de un Walmart. La mayoría de las personas no llega a entender la enormidad de aquella victoria, pero la discapacidad a menudo nos permite ver cosas que los demás no pueden ver. Es un don maravilloso. 4. La comunidad nos aporta una muy necesaria objetividad. Como mencioné anteriormente, el peligro de la discapacidad es el aislamiento. El peligro del aislamiento es la idolatría (así es, nuestros hijos discapacitados pueden convertirse en ídolos). La bendición de la comunidad es que nos aporta objetividad. Todos necesitamos ser objetivos para no caer en la autocompasión y el egocentrismo. Justo cuando uno empieza a pensar que nadie sufre mayores penurias que las de la familia de uno, se topa con una madre soltera con un par de mellizos con grave autismo. Y justo cuando la madre soltera piensa que no puede seguir adelante, se encuentra con una abuela que trata de criar a una niña de 10 años que tiene síndrome de alcohol fetal. La abuela de pronto ve una pareja joven que trata de alimentar en medio de episodios compulsivos con un tubo a un niño que no responde. Estas familias están aprendiendo de las demás algo tremendamente valioso: La objetividad redirecciona nuestro enfoque introspectivo hacia la comunidad externa. Y al interior de la comunidad, la discapacidad se convierte en un ministerio. 5. Los hombres que son abiertamente francos por lo general son minoría. Aunque no siempre es así, a menudo en lo que respecta al liderazgo de la familia, las mujeres son las defensoras más prominentes de sus hijos discapacitados. La tenacidad de una madre parece ser la reacción más natural ante dicha condición en un hijo (más les vale no meterse con «Mamá oso»), pero cuando dicha tenacidad proviene de un padre indiferente o desilusionado, puede dar lugar a una debilidad desigual dentro de la estructura familiar. Una familia que convive con la discapacidad necesita de un padre que sea confiable. Dicha confiabilidad a menudo se cultiva y fortalece a través de otros hombres masculinos dentro de la comunidad de personas discapacitadas. 6. Cuando el matrimonio le cede la prioridad a la discapacidad, termina en el último lugar. Como reza el dicho: «La mejor manera de amar a tus hijos es amando a tu mujer». Aunque muy pocas parejas admiten que niegan esta verdad en principio, muchos lo hacen en la práctica. Las buenas intenciones, a menos que exista una inquebrantable voluntad para aplicar este principio, deterioran el matrimonio. El incesante cuidado de un niño con discapacidad, sumado al cuidado de otros niños del hogar que no las tienen, además de las horas extras que hay que trabajar para atender el pago de cuentas médicas y terapéuticas, sumado al estrés, la depresión y la fatiga, no contribuyen al mantenimiento del matrimonio. Un matrimonio al que no se le hace mantenimiento es como un carro que tiene una fuga de aceite. Tarde o temprano los cilindros ceden, el motor se funde y el daño causado es irreversible. Hagan todo lo que puedan para encontrar espacios en medio de su apretada agenda para pasar ratos de calidad con el cónyuge. Esposos: no esperen a que sus esposas se lo soliciten; tomen la iniciativa. Puede ser algo tan complejo como planificar un momento de respiro mediante una cita cada dos semanas, o tan sencillo como finalizar cada jornada sentados en el sofá riéndose (o llorando) mientras pasan revista a los acontecimientos del día. Aparte de los momentos de intimidad con el Señor y Su Palabra, es lo más eficaz que pueden hacer para evitar que la familia se convierta en la lamentable estadística alternativa. 7. Los niños que tienen un hermano discapacitado de ninguna forma son comunes y corrientes. Cuanto más tiempo paso con niños que tienen hermanos discapacitados, más me doy cuenta de que no son comunes y corrientes. He podido observar con asombro a hermanos y hermanas de niños discapacitados afrontando situaciones difíciles con un heroísmo que rivaliza con el de soldados, bomberos y policías. He visto a adolescentes torpes y retrasados descubrir el don y vocación maravillosos de estos chicos como cuidadores compasivos. Y muchas veces cuando empecé a sentir lástima por uno de esos niños sin discapacidad pude sentir el suave regaño del Señor que me decía: «Presta atención. Estoy haciendo algo increíble en la vida de este chico al convertirlo en la imagen de Mi Hijo.» No hay colegio —público o privado— que pueda impartir las lecciones de vida que se aprenden en la escuela de la discapacidad. Puedo afirmar sin lugar a dudas que mis hijos llegarán a ser mejores hombres gracias a su relación con su hermano discapacitado. La convivencia con Jake no solo los ha preparado para las más duras pruebas, sino que les ha permitido adquirir una profunda sensibilidad para reconocer la mano intencional de Dios en los detalles más pequeños de la vida. ¡Qué don más extraordinario ha sido su hermano! Estas enseñanzas están lejos de ser exhaustivas. Se siguen dando y desarrollando a nuestro alrededor. La apremiante búsqueda y el lozano descubrimiento de cada perla de sabiduría fortalecen nuestra familia y nos permiten verterla sobre la vida de los demás. Si están leyendo este artículo y son nuevos en la comunidad de los discapacitados, ¡bienvenidos a la familia! Es una jornada maravillosa, gloriosa, impresionante, que les abrirá los ojos a las cosas más preciadas de la vida a medida que se acercan cada vez más a la verdad más preciada durante la eternidad. Tomado de http://sheepdogger.blogspot.com/2012/02/7-lessons-from-community-of-disability.html. |
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