Koos Stenger Cuando nuestro hijo Peter tenía tres años, le diagnosticaron leucemia. De un momento a otro nuestra vida cambió radicalmente. No hay manual de instrucciones que te pueda preparar para lidiar con una enfermedad que pone en riesgo la vida de tu hijo. Si bien hallamos refugio en los brazos de Jesús —nuestro tierno Pastor—, igual tuvimos que hacer frente al miedo durante semanas que se convirtieron en meses. Finalmente vimos luz al final del túnel: los médicos dictaminaron que Peter se había sanado. Así y todo, la batalla no había terminado: años más tarde aquel monstruo volvió a asomar la cabeza, no una vez, sino dos. Cuando el cáncer reapareció estábamos en Sudáfrica, un país que no conocíamos, con un idioma, una cultura y un sistema de salud al que no estábamos habituados. En todo caso, los temores y el dolor eran los mismos, junto con la interminable espera a que hubiera la menor señal de mejoría. La mejoría se produjo, y una vez más pareció que se había curado… hasta tres años más tarde, cuando perplejos descubrimos que el cáncer había vuelto a atacar a nuestro hijo. Con apenas diez años, Peter se enfrentaba a su segunda recaída. Lloramos y sufrimos lo indecible. No lográbamos entender los motivos de Dios, pero percibíamos Su presencia siempre a nuestro lado. Me sentía muy identificado con el apóstol Pablo cuando escribió: «Por todos lados nos presionan las dificultades, pero no nos aplastan. Estamos perplejos pero no caemos en la desesperación. […] Nunca [somos] abandonados por Dios. Somos derribados, pero no destruidos». Una vez más nos aferramos a Dios con todas nuestras fuerzas. En el hospital el médico nos explicó que la mejor solución para lograr una curación permanente era un trasplante de médula ósea; pero ya nos habían hecho exámenes a todos los miembros de la familia y ninguno era compatible. —Examinémoslos de nuevo —propuso. A la semana siguiente el médico nos recibió con una sonrisa. —Su hijo menor es suficientemente compatible —señaló. No fue una victoria instantánea. Una vez más pasaron días, semanas y meses hasta que Peter estuvo fuera de peligro. Pero salió adelante y lleva diez años sin sufrir una recaída. ¿Cómo se sobrevive a una crisis? Aferrándose a la mano del Pastor, momento a momento, hora tras hora, día a día. Koos Stenger es escritor independiente. Vive en los Países Bajos. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
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P.: Creo que algo anda mal, pero mi hijo no me quiere decir lo que es. Me gustaría creer que no me oculta nada. ¿Qué puedo hacer para que se anime a sincerarse conmigo y me cuente lo que le ocurre? ¿Cómo lo convenzo de que, pase lo que pase, siempre lo querré, y de que puede hablarme con franqueza? Ir aprendiendo y madurando juntos en vez de distanciarse Es muy penoso sentirse cada vez más rechazado y terminar totalmente excluido de la vida interior de un hijo o de un amigo con el cual se ha disfrutado de una estrecha relación y buena comunicación. Muchos padres pasan por esa experiencia cuando sus hijos se hacen mayores y se van transformando. Se produce un distanciamiento gradual y una separación. Pero esa separación no tiene por qué ser dolorosa. Padres e hijos pueden ir aprendiendo y madurando juntos en vez de distanciarse. Para eso hace falta mucha comunicación y comprensión, y que unos y otros estén dispuestos a hacer concesiones. Los padres deben actualizar continuamente su manera de pensar, evaluar cada cierto tiempo su función y reconocer en sus hijos las personas en que se están convirtiendo. Los chicos están cambiando, desarrollándose y creciendo ante sus propios ojos. No es fácil seguir su ritmo de crecimiento y cambio. No se trata únicamente de cambios físicos y hormonales, sino también de muchas grandes transformaciones que tienen lugar en el plano emocional, mental, social y espiritual. Para mantenerse al tanto de la evolución de un joven, los padres deben reevaluar constantemente su papel, hacer un esfuerzo por comprenderlo, buscar nuevas formas de relacionarse con él e ir modificando sus expectativas. Si no quieren quedarse atrás, tienen que adaptarse y cambiar junto con él. Modifica tu rol a medida que se hacen mayores Tu relación con tus hijos adolescentes no puede seguir siendo la misma que tenías con ellos cuando eran niños; tiene que pasar a ser una relación de padre a amigo, o de amigo a amigo. Si deseas que tus hijos te escuchen y quieres poder comunicarte con ellos, debes abandonar un poco tu papel de padre. Ellos tienen que percibir que los entiendes como personas. Les parece que su individualidad e independencia sólo pueden florecer dejando atrás la relación padre-hijo que tenían contigo. Creen que deben salirse de ese molde para poder desarrollarse y tener un pensamiento autónomo. Los padres que desean mantener invariable su relación con sus hijos y quieren que estos sigan sujetos a ellos y a su forma de hacer las cosas encuentran cada vez más dificultades para comunicarse con sus niños. No tienen en cuenta que éstos están cambiando y haciéndose mayores. Actualiza tus tácticas y programas La clave para salvaguardar la comunicación es estar al tanto de lo que sucede en su vida. Mantente al corriente de lo que hacen. Asómate a su mundo para ver cómo les va y en qué andan. Realiza con ellos actividades que les gusten. Sé considerado. Evalúa tu relación con ellos regularmente, y procura estrecharla. Fíjate bien en lo que haces con ellos y en cuánto tiempo les dedicas. ¿Cómo los tratas? ¿Cómo les hablas? La relación de los padres con sus hijos es comparable a un programa computacional que hay que actualizar con frecuencia para satisfacer necesidades cambiantes y ajustarse a la demanda. Los jóvenes crean situaciones límite que ponen a prueba nuestra última versión del programa. Por eso, si deseas tener una excelente comunicación con tus hijos debes dedicar tiempo a enterarte de sus necesidades. No puedes seguir tal como estás, sin avanzar. Tienes que actualizarte. Eso da bastante trabajo y representa una inversión de tu parte. Sintoniza con ellos, ponte al corriente de cómo están y de lo que ocurre en su vida. Si no tienes ni idea, tómate tiempo para averiguarlo. Fomenta el entendimiento A veces la falta de comunicación de los jóvenes se debe a que algo anda mal o a que te quieren ocultar algún hecho. Es frecuente que los adolescentes no se comuniquen con sus padres porque ya no tienen mucho en común con ellos. Si les parece que no hay muchos puntos de coincidencia, se imaginan que no los vas a comprender. Hay muchas maneras de fomentar el entendimiento. Interésate, por ejemplo, en el grupo etario de tus hijos. Pidiéndoles que te ayuden a comprender a los chicos de su edad sentarás las bases para una comunicación más profunda y personal. Hazles preguntas sinceras y deja que te expliquen, por ejemplo, por qué las cosas son como son, o por qué la gente de su edad piensa, actúa o se viste de cierta forma. Si tus hijos ven que tus preguntas están motivadas por un auténtico deseo de entenderlos, se sentirán honrados de que los respetes como individuos y consideres que te pueden ayudar a comprender ciertas cosas. Muchas veces, al explicarte algo, ellos mismos llegarán a entenderlo mejor. En los momentos en que trates de entablar comunicación con ellos, evita hacer declaraciones tajantes. Si te parece que debes dar una opinión, hazlo sin apasionamiento, indicando claramente que el debate sigue abierto. En tales situaciones, evita emitir juicios e imponer reglas. Concéntrate en comprender a tus hijos y establecer comunicación. Valóralos como personas Cuando tus hijos ven que tratas de acercarte a ellos, que te esfuerzas por entenderlos y que hasta les pides ayuda, se sienten maduros y se dan cuenta de que son importantes para ti. Se sienten a gusto al ver que los valoras como personas, que respetas su visión de las cosas y sus opiniones y que consideras que se les puede pedir ayuda y consejo. Entienden, entonces, que no solo los ves como tus hijos, sino más que eso: como amigos. Es de suma importancia manifestar respeto a los jóvenes para sentar las bases de una buena comunicación. Si tus hijos ven que los respetas, se animarán a confiarte sus asuntos personales y las situaciones más peliagudas que se les presenten. Gánate su confianza respetando sus confidencias Para saber cómo reaccionarás con ellos, los jóvenes se guían por tus reacciones ante otras personas en situaciones parecidas o con un problema semejante. Así es como deducen si es seguro plantearte determinada cuestión. Así saben ellos lo que pueden hacer, o en todo caso lo que no te pueden decir que hacen. Cuando un joven se siente a gusto consigo mismo es menos probable que se sienta atraído por corrientes negativas. A los jóvenes les gusta tener la seguridad de que mantendrás en la mayor reserva lo que te cuentan, que no lo comentarás por ahí, y menos a personas que ellos no quieren que lo sepan o en quienes no confían tanto. Si te confiesan algo íntimo, esperan que guardes el secreto. Es muy importante respetar la confianza que depositan en ti y no cometer el desliz de revelar lo que te cuenten en secreto a personas que no necesitan saberlo ni tienen nada que ver con ello. Aunque a ti no te parezca muy grave, para ellos sí lo es. En qué casos no se debe intervenir A veces, cuando un joven habla con sus padres de una dificultad que tiene, éstos se apresuran a tomar las riendas de la situación y resolverla por él. Pero por lo general no es eso lo que el chico quiere. Si vas a resolver asuntos suyos, consúltales primero. Diles tu parecer y, antes de actuar, pregúntales cuál es el suyo y pide su consentimiento. Con frecuencia, los jóvenes tienen una opinión muy formada sobre cómo quieren que participes y los ayudes, y desean que tu intervención no pase de ciertos límites. En la mayoría de los casos sólo necesitan a alguien que los escuche, que les dé una recomendación sin meterlos en líos. Tu función consiste en apoyarlos, prestarles oído y ayudarlos a decidir lo que deben hacer. No necesariamente quieren que intervengas tanto como cuando eran niños. Es posible que tus hijos vacilen en confiarte cuestiones serias porque temen que te lanzarás a la carga con la caballería y será difícil detenerte; o que una vez que te enteres de la situación escapará de su control. No quieren que te metas de golpe y les hagas pasar vergüenza, ni que los excluyas de lo que consideran que es su vida y sus asuntos privados. Sé una influencia positiva, pero no intimidante No es que no puedas hablar con ellos libremente de las cosas que te preocupan, pero es importante que busques el momento oportuno y que las presentes como es debido. A veces tendrás que preguntarles directamente algo que te inquieta; pero no des la impresión de que sospechas de ellos ni hagas que se sientan acusados. Puedes preguntarles a quemarropa si se drogan, pero también puedes ser menos directo y decir: «Algún día te ofrecerán drogas. Las drogas destrozan a muchos jóvenes casi sin que se den cuenta. Espero que las rechaces; pero en todo caso, dímelo, que quiero ayudarte.» A nadie le gusta encontrarse solo cuando se mete en un lío, y menos a los adolescentes. No quieren perder todo lo que han ganado en cuanto a madurez recibiendo un montón de ayuda de sus padres. Debes intentar ayudarlos con delicadeza. Si los tratas con respeto, ellos a la vez confiarán en ti y te respetarán. Te verán como una influencia positiva, pero no intimidante; como un amigo estable, de confianza, dispuesto a dar una mano. Extraído de "Urgente, Tengo Un Adolescente" por Derek y Michelle Brookes. © Aurora Productions. Foto de photostock / freedigitalphotos.net
Dina Ellens Cuando era joven no le daba tanta importancia; pero ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de la influencia que tuvo en mí la fe de mi padre. Todavía recuerdo con ternura estar de pie en la iglesia junto a él y la impresión que me causaba cuando, con su metro ochenta de estatura, se ponía a cantar himnos de todo corazón. Soy de familia holandesa, y las canciones favoritas de mi padre eran en su holandés natal. Cuando me independicé y me fui a probar suerte por mi cuenta, siempre me venía a la memoria una canción en particular, sobre todo cuando estaba afligida o preocupada por algo. Una traducción aproximada de la letra sería: Avanza un pequeño barco resguardado por Jesús. Lleva la insignia flameante de la cruz y va rescatando náufragos. Aunque el mar esté bravo y confuso y nos asuste la tormenta, el Hijo de Dios está en cubierta. Con Él navegamos seguros. Al oír esta canción evoco una aventura de mi infancia: Corría el año 1953, y mis padres habían decidido emigrar de Holanda a los Estados Unidos. Atravesamos el Atlántico en un viejo carguero convertido en barco de pasajeros. A mis dos hermanos y a mí nos fascinaba estar a bordo de un buque, y nos pasábamos los días explorándolo. Enseguida nos hicimos amigos de toda la tripulación. Yo apenas tenía cuatro años, pero recuerdo el olorcillo característico del barco, mezcla de aceite y alquitrán con brisa marina, y revivo la emoción y la sensación de aventura que me embargaron el día en que abordamos el carguero en Rotterdam. No teníamos ni idea de la verdadera aventura que nos esperaba. Al cabo de varios días la nave se vio envuelta en una tempestad en el Mar de los Sargazos, en medio del funesto Triángulo de las Bermudas. Las turbulentas aguas revolvieron la abundante capa de algas que da nombre a la zona, haciendo que se enredaran en las hélices del buque. De pronto, la nave se ladeó, arrojando al suelo a los pasajeros, y los muebles se volcaron. A Dios gracias, nadie de mi familia resultó lesionado; pero las hélices quedaron inservibles, y el buque a la deriva en medio de una tormenta oceánica. Mi padre nos llevó a mis hermanos y a mí al camarote y nos arropó en las literas. Ahora comprendo mejor los pensamientos que debieron de pasar por su cabeza al ver a su incipiente familia atrapada en aquellas aguas traicioneras que a tantos barcos y a tantos marineros se han tragado. En lugar de sucumbir al temor, mi padre rezó con nosotros y entonó aquel himno. Pese a que el mar embravecido zarandeaba el barco, que era de noche y que estábamos a merced de los vientos, nunca tuve miedo. A la mañana siguiente las aguas se calmaron, y la tripulación logró establecer contacto por radio con el puerto más cercano. Poco después divisamos con júbilo un remolcador negro, macizo, que venía en dirección a nosotros. Arrastró nuestro malogrado carguero hasta el puerto de Newport News (Virginia), donde permaneció dos semanas en un dique seco mientras le practicaban reparaciones. En mi mente de niña de cuatro años quedaron grabados algunos instantes de aquella peripecia, como por ejemplo la sacudida repentina del buque que me hizo perder el equilibrio, caer rodando y quedar bajo unos muebles, y muy particularmente la sensación de seguridad que me transmitió mi padre cuando rezó y cantó en un tono tranquilizador. Mi papá nos inculcó fe con su ejemplo de confianza en Dios por muy negras que fueran las circunstancias. Siempre que me he sentido abrumada y acorralada por las dificultades, como si fueran las olas de un tempestuoso mar, he entonado esa cancioncilla. Me anima y me recuerda la fe de mi padre en lo más azaroso de la tormenta. Gentileza de la revista Conéctate. Usado con permiso.
De Jesús, con cariño - Palabras de ánimo para los padres de un niño enfermo Observar que un hijo sufre una enfermedad, por lo general es mucho más difícil que soportar una enfermedad en nuestro propio cuerpo. Cuando enfrentes una situación así, recuerda que puedo sacar belleza y propósito hasta de las circunstancias más tristes o difíciles. Ya sea que un hijo tuyo tenga un fuerte resfriado o gripe, o que soporte una larga enfermedad, o que haya estado hospitalizado, velo por tu hijo. Amo a tu hijo, y todo lo hago bien. Si enfrentas un sufrimiento así, recuerda que Yo conozco a tu hijo mejor que nadie y que lo amo incluso con mayor profundidad e intensidad que tú. Estoy muy orgulloso de ti, porque esta gran dificultad en la vida de tu hijo la enfrentas con fe y confianza en Mí. Sé que no es fácil pasar por esta experiencia. Es desgarradora. Estoy muy orgulloso de que confíes en que te sacaré adelante, a pesar de lo difícil que es para ti y tu hijo en estos momentos. Te prometo que te sacaré adelante. Mis ángeles y Yo estamos a tu lado para dar paz, consuelo y gracia sobrenatural para mantenerte a flote. Envío olas de alivio y vislumbres de gracia y curación para tu hijo. En estas circunstancias y dificultades te bendigo con curación, alivio, esperanza, valor, fe y la senda a la victoria. Jamás permitiré que pases por algo que no puedas soportar. Jamás permitiré que tu hijo o hija pase por algo que no pueda aguantar. No dejaré de cumplir esa promesa en la vida de tu hijo o hija. Daré una salida. Todo pasa, hasta lo que parece que durará para siempre. Es fácil sentir que estoy distante de ti y de tu hijo cuando tu hijo está enfermo o sufre. Pero nada podría estar más lejos de la verdad. En esos momentos estoy más cerca de ti y de tu ser querido. Una de las cosas más difíciles en la vida es ver sufrir a un niño. Sin embargo, recuerda que Mis pequeñitos contemplan Mi rostro, y que al contemplarlo reciben fuerzas para aguantar. Sus espíritus son fuertes y con capacidad de recuperación, porque están cerca de Mí. Doy la gracia necesaria según el padecimiento, incluso a la corta edad de tu hijo. Doy Mi gracia a tu hijo cuando más la necesita. No dejo huérfanos a Mis hijos. Artículo gentileza de "La Familia Internacional". Lloyd Glenn El verano pasado mi familia tuvo una experiencia espiritual cuyo efecto sobre nosotros ha sido profundo y duradero y la cual consideramos que debemos transmitir a otros. Es un mensaje de amor. Es un mensaje de recobrar la perspectiva debida, volver a tener un equilibrio y renovar el orden de prioridades. Con toda humildad, ruego que al relatarles esta historia pueda darles el obsequio que mi pequeño Brian le dio a nuestra familia cierto día de verano del año pasado. Era el 22 de julio y yo iba camino a Washington D.C. en un viaje de negocios. No había sucedido nada fuera de lo común hasta que aterrizamos en Denver para cambiar de avión. Mientras sacaba mis cosas del compartimiento de arriba oí un anuncio por los altavoces que le pedía al Sr. Lloyd Gleen que se acercara de inmediato a un representante de United. No pensé que era nada grave hasta que llegué a la puerta para bajar del avión y oí a alguien que le preguntaba a todos los hombres del avión si eran el Sr. Glenn. En ese momento supe que algo había pasado y se me fue el alma a los pies. Cuando me bajé del avión un joven de rostro solemne se me acercó y me dijo: —Sr. Glenn, se ha presentado una emergencia en su hogar. No sé de qué se trata ni con quién tiene que ver, pero lo llevaré a un teléfono público para que pueda llamar al hospital. El corazón me latía con violencia, pero logré mantener la calma. Seguí al extraño hasta un teléfono distante, donde marqué el número que me dio el joven del hospital Mission. Mi llamada fue transferida al centro de traumatología donde me informaron que Brian, mi hijo de tres años, había quedado atrapado durante varios minutos bajo el portón automático de nuestro garaje, y que cuando mi esposa lo encontró estaba muerto. Un vecino nuestro, que es médico, le practicó la resucitación cardiopulmonar, y los paramédicos habían continuado con el tratamiento mientras lo llevaban al hospital. Para cuando llamé, Brian había sido reanimado y los médicos creían que sobreviviría, pero no sabían cuánto daño había sufrido su cerebro o su corazón. Me explicaron que el portón se había cerrado por completo empujando su pequeño esternón contra su corazón. Había sido severamente aplastado. Luego de conversar con el personal médico, hablé con mi esposa, quien parecía preocupada, pero no estaba histérica, por lo que saqué fuerzas de su tranquilidad. El vuelo de regreso pareció tomar una eternidad, pero finalmente llegué al hospital. Cuando entré a la unidad de cuidados intensivos habían pasado seis horas desde el accidente. Nada podía haberme preparado para ver a mi hijito acostado inmóvil sobre una cama enorme y rodeado de tubos y monitores. Estaba conectado a un respirador. Miré a mi esposa, quien estaba de pie y trató de esbozar una sonrisa reconfortante. Todo me parecía una pesadilla. Me pusieron al tanto de los detalles y me dieron un pronóstico cauteloso. Brian viviría y los exámenes preliminares indicaban que su corazón estaba bien. Esas dos cosas eran milagros por sí solas. No obstante, habría que esperar para saber si su cerebro había sufrido algún daño. Durante esas horas interminables, mi esposa no perdió la calma. Ella tenía la impresión de que con el tiempo Brian estaría bien. Yo me aferré a sus palabras y a su fe como a un salvavidas. Brian estuvo inconsciente toda la noche y todo el día siguiente. Parecía que había transcurrido una eternidad desde mi partida el día anterior. Finalmente, a las dos de la tarde, nuestro hijo recobró la consciencia y se sentó. En ese momento pronunció las palabras más hermosas que he oído jamás. —Papi, abrázame —dijo extendiendo los brazos hacia mí. Al día siguiente los médicos dictaminaron que no había sufrido daños físicos ni neurológicos y el relato del milagro de su supervivencia se difundió por el hospital. No pueden imaginarse la gratitud y gozo que sentimos. Mientras llevábamos a Brian a casa sentimos una reverencia singular por la vida y el amor de nuestro Padre celestial, quien acude al auxilio de los que tienen un encuentro tan cercano con la muerte. En los días siguientes reinó un espíritu especial en nuestro hogar. Nuestros dos hijos mayores se sentían mucho más unidos a su hermanito. Mi esposa y yo estábamos mucho más unidos y toda la familia estaba muy unida. Adoptamos un ritmo de vida mucho menos estresante. Parecíamos tener una mejor perspectiva de las cosas y nos resultaba mucho más fácil hallar el equilibrio en todo y mantenerlo. Nos sentíamos sumamente bendecidos. Nuestra gratitud era muy profunda. ¡Pero la historia no acaba ahí! Casi un mes después del accidente, Brian se despertó de su siesta y dijo: —Siéntate, mamá. Tengo algo que decirte. En ese tiempo, Brian solía hablar en frases cortas, por lo que a mi esposa le sorprendió oírlo decir una frase tan larga. Se sentó junto a él en la cama, y él comenzó a relatarle su extraordinaria y sagrada historia. —¿Recuerdas cuando me quedé debajo del portón? Bueno, era muy pesado y me dolía mucho. Te llamé, pero no podías oírme. Comencé a llorar, pero después me dolía demasiado. Luego vinieron los pajaritos. —¿Los pajaritos? —preguntó extrañada mi esposa. —Sí —respondió él—. Los pajaritos hicieron «zuum» y entraron volando al garaje. Ellos me cuidaron. —¿De veras? —Sí —dijo él—. Uno de los pajaritos fue a buscarte. Fue a decirte que me había quedado atrapado debajo del portón. Un dulce sentimiento de reverencia se adueñó de la habitación. El espíritu se sentía vivamente y a la vez era más liviano que el aire. Mi esposa se dio cuenta de que nuestro pequeño de tres años no conocía el concepto de la muerte y de los espíritus, y que por eso llamaba pajaritos a los seres espirituales que se le acercaron, pues flotaban en el aire como pájaros. —¿Qué aspecto tenían los pajaritos? —le preguntó. —Eran muy lindos —respondió Brian—. Estaban vestidos de blanco, todo de blanco. Algunos tenían verde y blanco, pero otros tenían solo blanco. —¿Te dijeron algo? —Sí. Me dijeron que el bebé iba a estar bien. —¿El bebé? —mi esposa estaba confundida. Brian respondió: —El bebé que estaba en el piso del garaje. Tú saliste y abriste el portón y corriste hacia el bebé. Le dijiste que se quedara y que no se fuera. Mi esposa casi se cae de espaldas al oír eso, pues en efecto había salido y se había arrodillado junto al cuerpo de Brian, y al ver su pecho aplastado supo que estaba muerto, por lo que mirando hacia arriba susurró: «No nos dejes, Brian. Por favor, quédate si puedes.» Mientras escuchaba a Brian decirle las palabras que había pronunciado, se dio cuenta de que su espíritu había salido y había estado observando desde arriba el cuerpecito sin vida. —¿Qué sucedió después? —preguntó. —Nos fuimos de viaje —dijo—, muy, muy lejos. Se puso nervioso mientras trataba de decir cosas para las que no tenía palabras. Mi esposa trató de calmarlo y reconfortarlo, haciéndole saber que todo estaría bien. Se estaba esforzando por decir algo que evidentemente era muy importante para él, pero le costaba encontrar las palabras. —Subimos volando muy rápido por el aire. Son tan lindos, mamá —añadió—. Hay muchos, muchos pajaritos. A continuación Brian le contó que los pajaritos le habían dicho que tenía que regresar y hablarle a todo el mundo de ellos. Dijo que lo llevaron de vuelta a la casa y que junto a la misma había un enorme camión de bomberos y una ambulancia. Un hombre se estaba llevando al bebé en una cama blanca y Brian trató de decirle al hombre que el bebé estaría bien, pero el hombre no lo oía. Explicó que los pajaritos le dijeron que tenía que irse con la ambulancia, pero que ellos estarían cerca de él. Dijo que eran muy bonitos y tranquilos y que él no quería regresar. Luego vino una luz muy brillante. Dijo que la luz era muy potente y cálida y que le gustó mucho. Había alguien dentro de la luz que lo rodeó con los brazos y le dijo: «Te amo, pero tienes que regresar. Tienes que jugar al béisbol y hablarle a todos de los pajaritos.» Luego la persona de la luz le dio un beso y se despidió con la mano, tras lo cual se oyó un gran sonido y se fueron hacia las nubes. El relato duró una hora. Brian nos enseñó que los pajaritos siempre están con nosotros, pero que no los vemos porque miramos solo con los ojos, y que no los oímos porque escuchamos solo con los oídos. —Pero siempre están ahí —dijo, tras lo cual se puso la mano en el corazón—, y solo se pueden ver acá adentro. Nos susurran cosas para ayudarnos a hacer lo correcto, pues nos aman mucho. Brian prosiguió, señalando: —Yo tengo un plan, mami. Tú tienes un plan. Papi tiene un plan. Todos tienen un plan. Todos debemos vivir nuestro plan y cumplir nuestras promesas. Los pajaritos nos ayudan a hacerlo porque nos quieren muchísimo. Durante las semanas que siguieron, Brian se nos acercaba a menudo para contarnos todo el relato o partes del mismo. La historia era siempre idéntica. Los detalles nunca cambiaban ni se alteraba su orden. Un par de veces dio algunas pizcas más de información y aclaró el mensaje que ya había transmitido. Siempre nos maravillaba el hecho de que cuando hablaba de sus pajaritos se expresaba de una manera tan detallada y elevada para su edad. Adondequiera que iba le hablaba a gente desconocida sobre los pajaritos. Sorprendentemente, nadie lo miraba raro cuando lo hacía. Por el contrario, a la gente se le enternecía la mirada y sonreía. De más está decir que desde ese día no hemos sido los mismos, y esperamos nunca volver a serlo. Image courtesy of Tina Phillips at FreeDigitalPhotos.net Beth Jordan
—¡Si logramos escalar esta montaña, entonces no habrá nada que juntos no podamos superar! Todavía puedo ver a mi padre esforzándose por sonreír y lucir esperanzador mientras señalaba una montaña rocosa a unos 30 metros de la autopista. Por entonces yo tenía trece años y mi padre, mi hermano mayor y yo íbamos por los desérticos y calurosos caminos de México de vuelta a los EE.UU. para atender unos asuntos. Mis padres realizaban una labor misionera a tiempo completo en México y me encantaba acompañarlos en su labor. La vida allí era hermosa y yo la disfrutaba muchísimo. Sin embargo, por esa época las cosas no marchaban tan bien. Mis padres estaban teniendo dificultades en su matrimonio y decidieron vivir separados por unos meses. Yo no entendía la razón ni sabía con exactitud qué significaba eso, excepto que parecía bastante serio. Mamá se había mudado unas semanas antes y yo me preocupaba y me preguntaba si iría a regresar. La mayor parte del trayecto yo podía ver que mi papá lidiaba con lo difícil de la situación. Se le veía triste, preocupado y cansado. El ambiente que se respiraba era de inseguridad y desánimo. Al mismo tiempo, los tres nos empezamos a sentir físicamente mal con dolores de cabeza, más que nada por el calor, pero también por la parte emotiva de todo el asunto. Recuerdo que tenía la sensación de que en cualquier momento los tres podíamos prorrumpir en llanto. Seguimos así casi por un día entero cuando de pronto, en medio de la nada, papá detuvo el auto. Todavía recuerdo su rostro; las lágrimas que había contenido parecían relucir en sus ojos mientras se bajaba del auto, pidiéndonos que fuéramos con él. A regañadientes, como suele suceder con los adolescentes, nos bajamos lentamente del vehículo. Allí, a unos 30 metros de distancia se elevaba el peñasco rocoso de una montaña. Medía unos 70 metros de altura y no había un sendero que llevara a la cumbre. El calor abrasador nos golpeaba en la cabeza mientras subíamos por las rocas con los ojos entrecerrados por el sol, para luego dar la vuelta rápidamente para asegurarnos de que no había alguna serpiente de cascabel o coyotes rondando por ahí. Nos quedamos parados en silencio preguntándonos qué se suponía que debíamos hacer, cuando papá dijo las siguientes palabras: —¡Si logramos escalar esta montaña, entonces no habrá nada que juntos no podamos superar! De alguna manera él sabía que aquello era la curación que cada uno de nosotros necesitaba. Aunque parezca mentira, mi hermano y yo, a pesar de lo mal que nos sentíamos, no discutimos con él. Me paré ahí, observando aquella rocosa subida, y lo que sentí fue el desafío de hacer la prueba. Obviamente estábamos cansados, enfermos y tristes, pero al mirar la cumbre yo sabía que nos iba a sentar bien pararnos allá arriba luego de sortear todas esas rocas. Dejamos el auto caravana a un lado de la carretera y, sin mirar atrás ni detenernos para llevar algo con nosotros, iniciamos la subida. Luego de escalar unos diez minutos, comenzamos una charlita mientras avanzábamos entre las rocas y grietas… con un «gracias, papá» por aquí y un «¡ey, pasaste eso rápido!» por allá, etc. Eso alivió la incomodidad que sentíamos y nos ayudó a concentrarnos en la tarea que teníamos a mano. Al acercarnos a la cima no habíamos dicho mucho, al menos nada significativo, pero el silencioso lazo que forjamos en esa subida fue el principio de nuestra curación individual. Nos tomó unas dos o tres buenas horas llegar a la cumbre bajo un sol abrazador y para entonces, el viento soplaba y el sol comenzaba a ponerse con un hermoso color naranja y destello dorado. Quedamos sin aliento, tanto por la subida como por la belleza panorámica que tuvimos el privilegio de contemplar. Reímos, hablamos y nos permitimos sentir el gran amor de nuestro Creador. Hicimos a un lado nuestros problemas y la sonrisa volvió a nuestros rostros. Pese a que estábamos exhaustos, recuerdo sentirme sumamente viva, libre, casi… investida de poder. Bajamos de aquella montaña transformados y renovados. Yo sabía que todo iba a estar bien. ¡Y así fue! Mamá volvió a casa un par de meses después y todo volvió a la normalidad. Dios nos había tocado por medio de la belleza de Su creación y la sencilla ilustración de escalar una montaña; nos mostró que no había nada que no pudiéramos superar juntos como familia. Y se aseguró de que sintiéramos Su amor y Su presencia. Tomado del sitio web http://just1thing.com/podcast/2012/9/30/a-climb-that-healed.html Foto gentileza de graur razvan ionut at FreeDigitalPhotos.net Misty Kay Aquella tarde de verano llegué a mi casa como a las ocho. En vez de que me recibiera mi esposo Daniel, una vecina me recibió cuando salí del automóvil. —¿Vio a Daniel en el hospital? —preguntó. —No. ¿Tenía que hacerlo? —¿No se enteró? Toda madre teme oír esas palabras. De inmediato pensé en mi hija Chalsey de ocho años. Ella es propensa a sufrir accidentes. —¡A Chalsey le picó una víbora cabeza de cobre! Daniel se la llevó al hospital hace como una hora. Me dio un vuelco el corazón. En nuestro terreno habíamos matado víboras de esa especie antes de que supiéramos lo peligrosas que eran. Una picadura de ese ofidio podía matar a un niño. Más tarde me enteré de que Chalsey buscaba insectos para alimentar a una iguana que tenía de mascota y levantó para ello una pasarela de madera que se encuentra a un lado de la casa. Cuando gritó de dolor, Daniel llegó rápidamente, vio lo que había pasado, mató a la serpiente y se llevó a la niña y a la serpiente al hospital, donde los médicos saben tratar una picadura. Volví al auto y me dirigí al hospital, que quedaba a unos quince minutos de casa. Yo creo que fueron los quince minutos más largos de mi vida. Por la cabeza se me cruzaron un millón de preguntas. ¿Chalsey tendría mucho dolor? ¿Estaría inconsciente? ¿Estaría siquiera con vida? ¿Cómo pudo haber pasado algo así? Imploré a Dios como solo sabe hacerlo una madre. En ese momento, la cosa se decidía entre Dios y yo. Las manos me temblaban en el volante mientras le suplicaba que tuviera misericordia y curara a mi niña. Corriendo por la autopista, el corazón se me conectó con el de Dios. Recordé el relato bíblico de la sunamita, madre de un solo hijo, y que el niño había muerto de manera repentina (2 de Reyes 4:8-37). La madre lo acostó en la cama del profeta Elías y fue a buscar a éste. Cuando lo encontró, Elías le preguntó: «¿Estás bien? ¿Está bien… tu hijo?» Y ella respondió: «Bien». ¿Por qué respondió: «Bien»? Era bastante evidente que el niño no estaba bien. Pero la madre tenía mucha fe. Dios le había dado ese niño en respuesta a las oraciones del profeta, ya que ella había sido estéril. Creyó que Dios podía devolverle la vida a su hijo, y gracias a la fe de ella, el niño resucitó, completamente sano. El mensaje me resultó claro. Dios quería que confiara en Él, que creyera que ya había escuchado mis oraciones y empezara a darle gracias. Fue un momento muy emotivo para mí. Pasé de las súplicas con lágrimas, a lágrimas de entrega a Dios, que lavan el alma, para terminar con lágrimas apasionadas de alabanza y acción de gracias a mi amoroso Dios. Él haría lo que fuera más conveniente. «La niña está bien», dije en voz alta, como profesión de fe. Al llegar al hospital, sentí un gran alivio al encontrar a Chalsey despierta y hablando. Tenía una mano hinchada —con los dedos de color morado y verde— y le dolía mucho. Pero hasta ese momento la hinchazón no le había llegado más allá de la mano. La serpiente que la había mordido era joven. El médico explicó que las serpientes jóvenes pueden ser las más peligrosas porque todavía no saben regular la emisión de veneno. Pueden inyectar una dosis más alta que una adulta, o bien aplicar una dosis pequeña. ¿Cuánto recibió Chalsey? Con el tiempo se sabría. El médico explicó que si la hinchazón pasaba de la muñeca, sería necesario tomar medidas más drásticas. Durante horas observamos cómo aumentaba de tamaño la mano y le cambiaban de color los dedos. La niña se sentía mal y lloraba de dolor. Llamamos a amigos y familiares para que oraran por ella con nosotros. Rogamos por que el veneno no se extendiera más allá de la mano. Cantamos a Chalsey y le recitamos versículos de la Biblia. Con alivio y alegría, observamos que la hinchazón se le detenía en la muñeca. ¡Dios había escuchado nuestras oraciones! A la mañana siguiente, Chalsey sonreía de nuevo; y con el paso del tiempo desaparecieron la hinchazón y las manchas. Es una niña que se adapta bien a los cambios. Se recupera de cualquier cosa. (Y además le encanta lucir sus cicatrices.) Desde aquella noche en que a mi hija le picó la serpiente y fui a verla al hospital tengo paz interior. Encaré mis temores, y mi fe salió aumentada de la prueba. Copyright © La Familia Internacional. Usado con permiso. |
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