El amor tiene poder creativo. En una familia, el amor obra su magia propiciando actos de generosidad y ayudando a cada miembro a ver a los demás con buenos ojos. Todas las personas anhelan sentirse comprendidas, aceptadas y queridas por lo que son. El hogar es un ámbito que Dios ha creado donde se puede vivir así. Naturalmente, hay cosas que en un hogar obran en contra del amor. Son los enemigos del amor, si se quiere. Por ejemplo, los desacuerdos entre padres e hijos y entre hermanos. Sin embargo, hay lacras más sutiles y, por ende, más peligrosas: el egoísmo, la pereza, la indiferencia, las críticas, los regaños, el desprecio, los pensamientos y comentarios negativos sobre los demás… Y hay otras. Los conflictos suelen iniciarse con incidentes pequeños y aparentemente inocuos: una excusa para no prestar ayuda, una discusión por una tontería, unas palabritas irónicas y denigrantes. Pero si no reconoces que el amor y la unidad de la familia están en juego, esas faltas se van arraigando hasta convertirse en malos hábitos que a la larga perjudican gravemente a todos. No basta con salir del paso enviando a las partes en conflicto cada una a su rincón, o silenciando al irónico, o presionando al haragán para que dé una mano. Eso es atacar los síntomas, no la raíz del problema, que es la falta de amor. Lo único que cura la falta de amor es el amor mismo. Por eso, pide a Dios que lleve más amor a tu hogar. Entonces cultivar ese afecto por medio de pensamientos, palabras y acciones que lo manifiesten. *** Los niños recuerdan con mucha claridad, y los afectan de forma muy directa las actitudes de los padres, la manera en que estos los perciben y lo que piensan de ellos. Por eso, si constantemente se expresa fe con las palabras y se dicen cosas positivas del hijo, tanto ante él como ante los demás, y si se piensan cosas positivas de él, el efecto será bueno y positivo porque le infundirá fe y se ajustará más al concepto que se tiene de él y lo que se espera de él. En cambio, si se piensa o habla mal de él, ya sea de forma directa o indirecta, terminará teniendo un concepto negativo de sí mismo, no podrá ser feliz, se socavará su autoestima, se dificultará su desempeño y afectará la forma en que se vea a sí mismo. La fe engendra fe; las actitudes positivas fomentan más actitudes positivas tanto en uno mismo como en quienes lo rodean. Para que se manifiesten las mejores cualidades de una persona hay que tener fe en ella. © Aurora/La Familia Internacional. Usado con permiso.
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¿Qué es el costo de la crianza de un niño? Lee esta presentación para enterarte cuánto cuesta para criar un niño y que obtienes por tu dinero. Gentileza de Tommy's Window.
El amor y los desvelos que prodigaste a tus hijos y las plegarias que rezaste por ellos no quedarán sin gratificación. Cada pañal que cambiaste, cada vez que los aseaste, cada enseñanza que les impartiste, cada error que les perdonaste, cada lágrima que derramaste, cada palabra de ánimo que les dijiste, cada beso, cada abrazo, cada sacrificio, cada oración, todo eso contribuye a hacer de ellos unas criaturas de las que te enorgulleces.
Aunque puede que no siempre lo expresen ni lo den a entender por medio de sus actos, están orgullosos de tener una madre como tú. No logran entender cómo puedes seguir amándolos cuando les parece que menos lo merecen. Así y todo, lo desean, lo aprecian y saben que lo necesitan. ***** Formar a un niño es como realizar una obra maestra. Al igual que el pintor aplica una capa tras otra de pintura en la tela, día a día tú vas pincelando la vida de tu pequeño. El pintor no comienza por los detalles más nimios; se vale de trazos gruesos para delinear las formas generales de su pintura. Luego, con paciencia y gran cuidado, añade nuevas tonalidades y un poco más de detalle cada día, hasta que finalmente está en condiciones de apartarse un poco y admirar su obra, un producto terminado del que puede enorgullecerse. Lo mismo hace una madre: Con desvelo, paciencia y ternura contribuye a transformar a sus pequeños en hombres y mujeres maduros. Un día de estos te apartarás un poco y te quedarás admirando tu obra maestra. Los demás nunca llegarán a entender ni a apreciar cabalmente los años de ardua labor que te llevó producirla. Pero tú sí. Y sabrás que ni una gota de tu esfuerzo fue en vano. ***** La maternidad tradicional nunca pasará de moda, porque su esencia misma es el amor. Una madre es la encarnación de la ternura, el desvelo y el amor, al cual se muestra sensible hasta el más pequeño bebito. Si eres, pues, de las que piensan que se están perdiendo algo o que viven en el pasado por estar en casa sin hacer otra cosa que cuidar del nene o criando a varios niños en vez de seguir una carrera, reflexiona. ¡El amor es lo mejor que nos brinda la vida! Es lo más importante que alguien puede aprender y, a la vez, el obsequio más valioso que se puede recibir. Y una madre lo encarna y lo entrega como nadie. Podríamos seguir viviendo perfectamente bien sin muchas cosas; pero no sin madres. La maternidad a la antigua nunca pasará de moda. Un joven y prestigioso fiscal conto: “El mejor regalo que me han hecho en la vida lo recibí una Navidad de manos de mi padre, cuando me entregó una pequeña cajita. Contenía una nota que decía: Hijo, este año te regalaré 365 horas, uno cada día después de la cena. Será toda para ti. Hablaremos de lo que quieras, iremos adonde quieras, jugaremos a lo que quieras. Será tu hora. “Mi padre cumplió su promesa, y además la renovó de año en año. Fue el mejor regalo de mi vida. Yo soy el fruto de su tiempo.” *** Hace algún tiempo, un amigo mío regañó a su hija de tres años por malgastar un rollo de papel de envolver de color dorado. Resulta que la niña había intentado decorar una caja que quería poner debajo del árbol. La situación económica no daba para derroches, y aquel papel era costoso. Pese a ello, la mañana de Navidad la niñita le llevó el regalo a su padre y le dijo: —— Esto es para ti, papi. Primero se sintió incómodo por su exagerada reacción anterior. Sin embargo, volvió a perder la paciencia al comprobar que la caja estaba vacía. ——¿No sabes que cuando haces un regalo debes poner algo dentro de la caja?— —la sermoneó. La niñita lo miró con los ojitos llenos de lágrimas y le dijo: ——Papi, no está vacía. Soplé besitos dentro. Son todos para ti, papi. Esas palabras fueron demoledoras para él. Abrazó a la nena y le rogó que lo perdonara. Me contó que durante años guardó aquella caja junto a su cama. Cuando estaba descorazonado, sacaba de ella un beso imaginario y recordaba el amor de la niña que lo había puesto allí. *** Recibí el regalo perfecto la Navidad pasada: el cariño de una niña. La noche del 25 de diciembre, cuando la celebración y el intercambio de regalos ya habían terminado, llevé a la cama a Jade, mi nena de cuatro años. Mientras la arropaba, soltó estas palabras de la nada: —¡Papi, te quiero más que a todos mis juguetes y cosas! El corazón me dio un vuelco. Varias noches después estábamos de visita en casa de unos familiares y me vi precisado a revisar mi correo electrónico. Encontré donde conectarme a la red de la casa, pero no había ninguna silla a la vista. «No importa —me dije—. En un minuto termino esto». Me senté en el suelo y encendí mi computadora portátil. En ese instante Jade entró corriendo al cuarto, tropezó y cayó de bruces sobre el aparato. La pantalla centelleó con líneas de mil colores. El avalúo que cada cual hizo de los daños no fue nada halagüeño: —El arreglo va a salir carísimo. —¡Qué pena que ya no lo cubra la garantía! Al percatarse de lo que había hecho, Jade se echó a llorar. La tomé en brazos. —No te preocupes, mi cielo —le susurré al oído—. Te quiero más a ti que a todas mis cosas. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Cari Harrop El día del cumpleaños de mi madre me puse a pensar en ella y me di cuenta de que mi infancia estuvo marcada por algo muy particular: los momentos que pasábamos todos juntos. Más concretamente evoqué las Navidades de mi niñez. Lo principal de cada recuerdo no era la cantidad o el valor de los regalos que recibimos en aquella ocasión, ni las celebraciones mismas, sino más bien las cosas sencillas. Hubo una Navidad en que pusimos empeño por hacer cosas juntos en familia. Preparamos un nacimiento con una vieja tabla que cubrimos de pinos en miniatura y figuritas hechas y vestidas por nosotros mismos. Otro año, la fría casita en que vivíamos se llenó de calor gracias a un cassette de villancicos —el primero que tuvimos los niños— y la alegría de encontrarnos naranjas en las botas que habíamos dejado en la sala, además de nueces y pasas envueltas en papel de aluminio. Otra Navidad, cuando yo era aún más pequeña, ensartamos palomitas de maíz en un hilo que colgamos del árbol. Para fines de diciembre ya casi no quedaban palomitas, pues un ratoncito, ingeniosamente disfrazado de niñita de tres años con coletas, se dedicaba a comérselas cuando nadie miraba. También hubo una Navidad, cuando tenía 9 años, en que, al levantarnos por la mañana, mis cinco hermanas y yo nos encontramos con una sorpresa: una fila de cajas blancas de zapatos, cada una con el nombre de una de nosotras y con algunos artículos que necesitábamos o con los que podíamos jugar. Había cuerdas para saltar, chirimbolos de todo tipo, un cepillo para el pelo, horquillas, pequeñas prendas de vestir… de todo un poco. El recuerdo de tantas bellas ocasiones me motivó a esforzarme para que mis dos hijos también conozcan ese mismo cariño y emoción esta Navidad. Quiero que tengan recuerdos entrañables de estas fechas. Y entonces caí en la cuenta de que lo que confirió a aquellos momentos un valor particular fue el amor de mis padres y el tiempo que nos dedicaban. Es cierto que no poseíamos mucho, pero teníamos al Señor y nos apoyábamos unos a otros. Ese era el secreto de que nuestras Navidades fueran las más felices que yo pudiera imaginar. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso.
Ralph Waldo Emerson dijo: «El único regalo que se puede dar es una porción de uno mismo». Eso precisamente son estos siete regalos: pedazos de nosotros mismos que obsequiamos a los demás. No cuestan nada y, sin embargo, constituyen los presentes más valiosos que podemos dar a nuestros niños. Sus efectos pueden durar toda una vida. Tiempo En nuestro mundo ajetreado, la frase no tengo tiempo ha asumido la característica de un pretexto universal. Como una planta o vegetal que se halla en proceso de crecimiento, toda relación entre dos seres humanos debe cultivarse para que progrese. La mayoría de las relaciones humanas se nutren de un sencillo tónico llamado tintura de tiempo. Buen ejemplo Los niños cultivan sus principales actitudes y comportamiento observando a sus padres. Da buen ejemplo abordando situaciones difíciles con madurez. Ver las cualidades de los niños Cuando esperamos que alguien reaccione de forma positiva, generalmente lo hace. Enseñanza Ayudar a tu niño a aprender algo nuevo es una inversión importante en su felicidad futura. Transmitir nuestros dones y aptitudes a los niños es una bonita forma de manifestarles el amor que les profesamos. Escuchar a tus niños Muy poca gente es diestra en el arte de escuchar. Con mucha frecuencia interrumpimos o mostramos poco interés cuando alguien nos habla. Diversión Hay personas que se especializan en echar a perder la alegría de quienes las rodean; otras, en cambio, llevan a sus niños a encontrar la nota divertida en la monotonía cotidiana. Amor propio Es a menudo difícil abstenerse de ofrecer consejos o asistencia innecesaria. Puede que, sin quererlo, esos consejos menoscaben el amor propio de un niño. Reza un proverbio chino: «No hay nada en la tierra más bendito que una madre, pero no hay nada en el Cielo más bendito que una madre que sabe cuándo soltar la mano.» La Navidad se disfruta más cuando no se centra en los adornos, los regalos y las fiestas, sino en el amor. Su esencia es el amor. Es para pasar buenos momentos con tu familia, para apreciar y celebrar el amor que todos se tienen. Aquella calurosa mañana de julio perdí la noción del tiempo. Me apoyé en el mango del azadón y dejé que la imaginación me llevara a actividades más emocionantes que arrancar malas hierbas. Entonces, de pronto vi al abuelo -hasta ese momento mi modelo de bondad y compasión- que se acercaba rápidamente entre las plantas de maíz zarandeando una fina y larga vara. Pensé: «¡En menudo lío me he metido!», dándome cuenta de que había colmado su paciencia. Me puse a darle a la azada tan rápido como me lo permitían los brazos. No me atrevía a levantar la vista al oír sus pasos por los surcos y los tallos de maíz que le rozaban las piernas. Atónito ante la inminencia de lo que iba a ocurrir, recordé la vez en que me dijo: «A veces Jesús lloró, pero sabía ser duro cuando hacía falta». Por primera vez el abuelo iba a tratarme con dureza. Aquel verano yo tenía once años. Todavía se dejaban sentir en Tennessee las consecuencias de la Gran Depresión. La mayoría de los montañeses dependían principalmente de lo que cultivaban y criaban en sus pequeñas parcelas. Aquella mañana estaba roturando la tierra con la azada para que el abuelo pudiera terminar de arar. Papá le había dicho: «No dejes que pierda el tiempo. Si hace falta, dale unas nalgadas; no dejes que se ponga a jugar o pierda el tiempo apoyado en el mango del azadón. Últimamente está muy perezoso.» Mi padre temía que el abuelo fuera demasiado blando conmigo, porque oí que le decía a la abuela: «A veces, papá es más bueno de lo que le conviene». Uno de los mejores momentos de mi niñez fue un día del verano anterior en que había oído a mi abuelo decirle a un predicador que estaba de visita que tal vez yo llegaría a ser su mejor nieto «porque tenía actitud para las cosas de la mente». Pero aquella mañana «las cosas de la mente» se habían apoderado de mí. Apoyado en el mango de la azada, espantando de vez en cuando las abejas y los escarabajos del maíz, mis pensamientos volaban al arroyo donde planeaba construir un dique con barro, hojas y piedras. Luego, construiría barcos con tapas de baldes y cajas usadas de puros, y tendría una flota en alta mar. Absorto en mis proyectos de ingeniería, ni noté que el abuelo había dejado de arrear a la mula en el campo colindante. De pronto lo vi acercarse caminando rápidamente entre dos filas de plantas de maíz con una vara en una mano, y empecé a azadonar. —Espera un momento —dijo con prisa—. Necesito encargarme de algo. ¿Cómo anda el azadón esta mañana? —Está bien, abuelo. —A mí me parece que no. A ver. Le pasé el azadón de mango corto que él había arreglado especialmente para mí, y se puso a hablarle con el brazo extendido: —Azadón, esta mañana te mandé con mi nieto a roturar este campo. Sabes que necesitaremos mazorcas este otoño. Él tendrá que llevarlas al colegio con su almuerzo. Pero como no quieres trabajar, voy a tener que ajustarte un poco para que lo ayudes. Seguidamente, azotó el mango del azadón hasta que la vara se rompió y quedó lacia. Tiró lo que quedaba de la vara, y me devolvió la azada. -Creo que ahora trabajará mejor. —Yo creo que sí, abuelo —le aseguré mientras arrancaba las malas hierbas con una energía hasta entonces desconocida para mí—. Creo que sí. El abuelo se dio la vuelta y se alejó. Tras avanzar unos metros se detuvo y se volvió, con sus grandes ojos verdeazulados llenos de lágrimas, y me dijo: «Le dije a tu madre que hoy comerías con nosotros, así que no te tardes. Tu abuela nos prepara pastel de duraznos y se va a enojar si no estamos a la hora a la mesa.» - Ernest Shubird, gentileza de Guideposts ******
El mejor método es el amor Eso es lo que Dios trata de enseñarnos desde siempre con mucha paciencia y amor: a portarnos bien con la debida motivación, por amor. Y poniendo a Dios como ejemplo, también debemos persuadir a los demás a obrar bien por amor. Él desde luego nos trata con mucha paciencia y amor, así que nosotros también debemos tratar con amor y paciencia a los demás. Nos encontramos en la atestada sala del tribunal de una ciudad del nordeste de los EE.UU. Un muchacho de unos dieciséis años acusado de robar un automóvil está de pie ante el juez, esperando que este dicte sentencia. En una silla cercana, una madre solloza histérica. Un rato antes, el fiscal declaró que el joven delincuente ha sido una molestia constante para la gente de la localidad. Antes que él, el jefe de policía había dicho que lo habían detenido en numerosas ocasiones por hurtar fruta, romper ventanas y cometer actos de vandalismo.
El juez de mirada severa lo observa fijamente por encima del borde de sus anteojos, y lanza una diatriba contra el joven, recordándole el riguroso castigo a su desordenada conducta. Las palabras salen como trallazos de la boca del magistrado mientras reprocha implacable al acusado su irresponsable comportamiento. Diríase que busca en su vocabulario las palabras más inclementes con que pueda humillar al chico que tiene ante sí. Pero el joven no se acobarda ante tan áspero regaño. Su actitud es de desfachatada provocación. Ni una sola vez baja la vista. Con los labios apretados y echando fuego por los ojos, mira fijamente a su interlocutor. El togado hace una pausa de un momento para dejar que sus palabras surtan efecto. El chico lo mira directamente a los ojos y de entre sus apretados dientes brotan estas palabras: «Usted no me da miedo». El juez se pone rojo de ira, mientras se apoya sobre la mesa y dice con brusquedad: «Por lo visto, el único lenguaje que entiendes es una condena de seis meses en un reformatorio». El chico contesta con un gruñido: -Mándeme al reformatorio. Ya verá lo que me importa. El ambiente se pone tenso en la sala. Los asistentes se miran unos a otros y menean la cabeza. Un ujier exclama: -¡Este chico no tiene remedio! Los improperios lanzados al muchacho no consiguen otra cosa que suscitar en él más resentimiento y odio. La escena recordaba a la del domador que se acerca con un palo puntiagudo a un león enjaulado y cada vez que lanza un golpe para aguijonear a su víctima, esta responde con renovada furia. En ese momento el juez advierte que entre los presentes se encuentra un caballero de un pueblo cercano. Es el director de una granja educativa para jóvenes delincuentes. Le pregunta con tono de resignación y cansancio: -¿Qué opina de este muchacho?, Sr. Weston El aludido caballero se acerca. Tiene un aire de seguridad que al momento impone respeto. Su mirada amable hace pensar que de verdad comprende a los muchachos. -Señor juez -responde tranquilamente-, en el fondo este joven no es tan insensible. Tras esa fachada de fanfarronería se oculta un hondo temor y profundas heridas. Yo diría que lo que pasa es que nunca se le ha dado una oportunidad. La vida lo ha defraudado. No ha conocido el amor de un padre. No ha contado con la mano de un amigo que lo guíe. Me gustaría que se le diera una oportunidad de demostrar lo que vale en realidad. Por un momento se hace el silencio en la sala, para romperse repentinamente al oírse un sollozo. No es la madre la que llora, ¡sino el muchacho! Las palabras amables y comprensivas del Sr. Weston le han llegado al corazón. Se queda de pie, con los hombros caídos y la cabeza gacha, mientras le ruedan lentas unas lágrimas por las mejillas. Unas palabras de comprensión le han llegado al alma, mientras que media hora de acusaciones no lograron otra cosa que aumentar su resentimiento. El juez tose para disimular su vergüenza, y se ajusta nervioso los anteojos. El jefe de policía, que ha testificado contra el muchacho, sale rápidamente de la sala, seguido del fiscal. Tras deliberar por un momento, el magistrado se dirige al Sr. Weston: -Si le parece que puede hacer algo por el chico, suspenderé la sentencia y lo pondré en sus manos. El muchacho queda a cargo del Sr. Weston, y desde ese momento no causó más problemas. El gesto amable de aquel hombre que había salido en su defensa lo motivó a emprender un nuevo rumbo y puso de relieve sus mejores cualidades, cualidades que hasta entonces ni había pensado que tenía. - Clarence Westphall (adaptado) Manifiéstales cariño Lo más valioso que puedes dar a tus hijos es amor. Sé cariñosa con ellos, para que no les quepa duda de tu amor. Tus hijos deben tener la certeza de que los amas. Es necesario que sientan y vean tus expresiones de cariño. Ven tu amor manifestado en el hecho de que les proporcionas vivienda y comida; pero están tan acostumbrados a ello que muchas veces no lo aprecian. No son conscientes de los sacrificios que haces para ello, ni comprenden que has organizado tu vida para poder atender a sus necesidades físicas. Por consiguiente, lo que les hace falta es ver y sentir la faceta espiritual de ese amor, el afecto y cariño que sientes por ellos. Así se establecerá un vínculo de amor y confianza. Crea oportunidades de estar juntos Amor anhela expresarse, busca oportunidades de evidenciarse. Si sientes un profundo amor por tus hijos, ellos lo notarán, y las ocasiones de conversar y hacer cosas juntos surgirán espontáneamente. Ellos dirán: «Papá, ¿quieres que te enseñe este juego?», «Mamá, te voy a mostrar lo que hicimos hoy en el colegio», «Mamá, ¿qué crees que debo ponerme para la fiesta?», «Papá, ¿me ayudas a arreglar esto?» Busca oportunidades. Puede que no sean tal como te las imaginabas. Tal vez tengas que reajustar tu horario. Cuando tus hijos vean que quieres participar más en su vida, se alegrarán de poder contar contigo. Te verán como una amiga que desea ayudarlos. Todo puede empezar con algo tan simple como mirar juntos la televisión; pero no dejes que la cosa termine ahí. Procura que haya oportunidades de conversar. Por ejemplo, acompáñalos a sitios a los que quieran ir y luego comenta con ellos la experiencia. Averigua qué les gustó y qué impresión se llevaron. Si su punto de vista difiere del tuyo, no insistas para que vean las cosas como tú. Que puedan contar contigo cuando te necesiten Ponte a pensar en cómo son ahora las cosas: ¿A qué te dedicas por las noches? ¿Qué hacen ellos en esas horas? ¿Y los fines de semana? ¿Es posible hacer que tu vida se entrecruce más con la de ellos? ¿Puedes cambiar algo para que así sea? Busca puntos en común, actividades que puedas realizar con ellos. Hazte presente con amor. No les hagas pensar que buscas oportunidades de fisgar en su vida, de sermonearlos o reprobar lo que hacen, de imponerles más reglas o darles más instrucción. Se trata de que estés a su lado como una amiga, de que te puedan expresar libremente sus ideas, de que te vean como alguien a quien recurrir, alguien que los apoya. ¿Hay algún deporte en el que se interese tu hijo? ¿Alguna manualidad que le guste a tu hija? ¿Puedes participar de alguna forma en esas actividades? Observa qué les atrae. Averigua qué aficiones y experiencias puedes compartir con ellos. Descubre el arte de escuchar Una de las principales formas de ayudar a tus hijos es escucharlos. Aprende a escuchar de verdad. Cuando les preguntes cómo les fue en el colegio, deja lo que estés haciendo y presta atención a lo que te cuenten. Cuando te presenten problemas, no siempre tienes que dar tu opinión en el momento. En vez de emitir un juicio, tómate tiempo para meditar en el asunto, o reza para encontrar una solución. Lo principal es escuchar, prestar atención, aparte de brindar amor, ánimo y apoyo. La mejor red de seguridad Muchos chicos no necesitan sino que sus padres les proporcionen una base firme de amor y aceptación. Esa base de amor puede guardarlos de peligros y malas influencias e incluso del sufrimiento que pudiera causarles el rechazo de sus amigos. En tales ocasiones, el amor y la aceptación son como la red de seguridad de los trapecistas. Si tus hijos saben que no los rechazarás aunque metan la pata o hagan alguna estupidez, acudirán a ti, y así se formará ese vínculo que deseas. Deben saber que, hagan lo que hagan, siempre los amarás, y nada podrá alterar ese amor. Tienen que saber que siempre pueden conversar contigo; que aunque no estés de acuerdo con ellos, aunque no coincidas con su punto de vista, aunque pienses incluso que han hecho algo muy malo o dañino, nunca dejarás de considerarlos tus hijos. Tienen que saber que siempre los amarás, que siempre podrán recurrir a ti, que aunque ocurra la peor calamidad, siempre podrán contar con tu amor. Extraído del libro "Urgente Tengo un Adolescente" por Derek y Michelle Brookes. © Aurora Producciones. Utilizada con permiso. Con lo ocupados que están en su vida diaria, a veces es fácil ver a los niños como una más de tantas tareas, y si se tiene un día particularmente ajetreado, la solución más sencilla tiende a ser dejar que se entretengan solos con juguetes, videos o juegos mientras ustedes se ocupan de otras cosas. Deben tener presente que lo que viertan en sus hijos cada día contribuye a prepararlos para el futuro. El amor, interés, disciplina y atención que les dedican los ayuda a madurar y convertirse en las personas que serán el día de mañana. Si están demasiado ocupados para dar a sus hijos el tiempo y el amor que necesitan, se perderán la ocasión de hacer una de las inversiones más importantes de la vida; aunque hagan lo que tenían previsto para el día, no será algo que perdure. Lo que trasciende al día de hoy es lo que invierten en la vida de sus hijos. Siempre tendrán tareas pendientes -la limpieza de la casa, ropa que lavar, cuentas que pagar- pero no siempre tendrán a sus hijos con ustedes, y no podrán recobrar los momentos que perdieron «porque estaban demasiado ocupados». Cada día, cada momento, cuentan para forjar el futuro de sus hijos y convertirlos en las personas que deben ser. Cuanto más vierten en sus hijos, más aprenden. Aprovechen todas las oportunidades que se les presenten para enseñarles algo; pueden colmar su vida de felicidad por medio del celo y la inspiración con que viven ustedes la suya. Además, pueden aprender mucho criándolos; de hecho, más de un sabio ha aprendido algo de la sinceridad, el amor y la sencillez de un niño. Recuerden siempre que los años de la infancia son muy valiosos; con lo que les dan forjan el futuro de sus hijos, así que aprovéchenlo, sáquenle el jugo. Nunca lo lamentarán. © TFI. Usado con permiso
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