Observaba a unos niños que jugaban fútbol; los más pequeños tendrían cinco o seis años, y algunos eran un poco mayores. Se tomaban el partido muy en serio. Eran dos equipos completos con entrenadores, camiseta y todo, y los padres, que eran parte del público. Como no conocía a ninguno, disfruté del partido sin la distracción de preocuparme por el resultado del encuentro. Lo único que me habría gustado era que los padres y los entrenadores hubieran hecho lo mismo que yo. Los equipos estaban bien distribuidos. Por llamarlos de alguna manera, me referiré a ellos como Equipo Uno y Equipo Dos. En el primer tiempo nadie marcó un gol. Era bastante gracioso. Los chiquillos eran torpes y serios a la vez como solo pueden serlo los niños. Tropezaban con sus propios pies, se caían encima de la pelota y la pateaban sin llegar a tocarla. Pero nada de eso les importaba; ¡se lo estaban pasando en grande! Para el segundo tiempo, el entrenador del Equipo Uno retiró a los que debían de ser sus mejores jugadores y sacó a los de reserva. Solo dejó al mejor, al que puso de portero. El partido experimentó un giro dramático. Será que ganar es importante aunque se tengan cinco años, porque el entrenador del Equipo Dos dejó a sus mejores jugadores, y los suplentes del Equipo Uno no podían competir con ellos. Los jugadores del Equipo Dos se concentraron en torno al chico de la portería contraria. Era bastante bueno para su edad, pero no podía con tres o cuatro que eran tan buenos como él. El Equipo Dos empezó a meter goles. El solitario guardameta puso todo su empeño, tirándose sin parar hacia la pelota cada vez que esta se acercaba al arco, lanzándose de modo temerario e intentando con valentía detenerla. El Equipo Dos metió dos goles consecutivos. El pequeño arquero se enfureció. Fuera de sí, gritaba, corría y se arrojaba con todas sus fuerzas. En un esfuerzo supremo, consiguió por fin marcar a uno de los chicos que se acercaba a la meta. Pero este pasó el balón a otro que estaba cerca y, cuando volvió a su posición, ya era tarde. Metieron el tercer gol. No tardé en darme cuenta de quiénes eran los padres del portero. Parecían personas agradables y decentes. Se veía que el padre venía de la oficina, pues andaba de traje y corbata. Los padres animaban a su hijo con voces. Yo estaba embebido contemplando al chico en la cancha y a sus padres a un lado del campo de juego. Después del tercer gol, el niño ya no era el mismo. Se daba cuenta de que no tenía caso; no lograría detener los goles. Siguió jugando, pero se veía que interiormente estaba desesperado. Se le notaba en el rostro que estaba convencido de que todos sus esfuerzos serían inútiles. El padre también cambió. Hasta ese momento había instado a su hijo a esforzarse más, le daba consejos a voces y lo animaba. Ahora se veía ansioso. Intentó decirle que no se preocupara ni se diera por vencido. Sufría por el dolor que sabía que experimentaba su hijo. Luego del cuarto gol, adiviné lo que pasaría a continuación. No era la primera vez que lo presenciaba. El niño necesitaba ayuda y no era posible dársela. Sacó la pelota del arco, se la entregó al árbitro y se puso a llorar. Se quedó allí de pie mientras le rodaban gruesos lagrimones por las mejillas. Luego se puso de rodillas y vi que el padre se acercaba a la cancha. La esposa lo asió de la muñeca y le suplicó: —Jim, no lo hagas. Lo vas a avergonzar. El padre se soltó y corrió hacia el campo de juego. No debía hacerlo, porque el partido no había terminado. Iba vestido de traje, corbata y zapatos finos. Se lanzó hacia la cancha y tomó en brazos al niño. En ese momento todos comprendieron que era su hijo. ¡Lo abrazó, lo besó y lloró con él! Jamás me he sentido tan orgulloso de nadie como me enorgullecí en aquel momento de ese padre. Lo sacó en brazos del terreno de juego. Cuando llegaron cerca de la línea de banda, alcancé a oír que le decía: —Estoy orgulloso de ti. Has estado fabuloso. Quiero que todos sepan que eres hijo mío. —Papá —contestó el niño entre sollozos—, no podía parar los goles. Hacía lo que podía, pero me los metían. — Scotty, da igual cuántos goles te hayan metido. Eres mi hijo y estoy orgulloso de ti. Quiero que vuelvas a la cancha y te quedes hasta el final del partido. Ya sé que quieres darte por vencido, pero no puedes. Te van a seguir metiendo goles, pero no importa. Anda, ve. Aquellas palabras fueron decisivas; no me cupo duda de ello. Cuando no tenemos a nadie que nos ayude y no podemos evitar que nos metan un gol tras otro, es muy importante saber que ello no importará a nuestros seres queridos. El chiquillo volvió corriendo al campo de juego. El Equipo Dos metió dos goles más, pero ya no era tan trágico.
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Greg Lucas
La tragedia de la discapacidad no es la discapacidad en sí, sino el aislamiento que a menudo conlleva. Es una de las mayores lecciones que tuvimos que aprender como familia. Desafortunadamente, tuvimos que aprenderla a las malas. Pero las enseñanzas más difíciles por lo general conducen a una mayor comprensión y en los últimos años tuvimos la maravillosa oportunidad de crecer en sabiduría al aprender de diversas familias de varias comunidades. Si bien aún queda mucho por descubrir al respecto, a continuación enumeramos 7 premisas útiles extraídas de la comunidad de los discapacitados, las cuales han tenido un profundo impacto en nuestra familia. 1. Dios es soberano y bueno a la vez. Cuando se nos entrega un niño con una grave discapacidad, es imprescindible que podamos ver en él la mano y obra de un Dios soberano en el seno de nuestra familia. Las Escrituras establecen que ese niño no es producto de un accidente ni es una tragedia, sino que fue maravillosamente formado a propósito y conforme a un diseño del plan de Dios desde la fundación de la tierra (Salmos 139:13–17; Efesios 1:3–12). La discapacidad no es una maldición; es la bondad y la gracia de Dios ampliadas de formas que muchas familias convencionales nunca llegan a conocer. 2. Hay una razón por la cual uno forma parte de una comunidad así. Hasta que empecé a compartir nuestras experiencias, me resultó muy difícil darme cuenta del propósito y posibilidades del sufrimiento y tribulaciones de nuestra familia. 2 Corintios 1:3–7 cobró vida para nosotros durante esa época. El sufrimiento nos conduce a la íntima presencia de Dios donde tiene lugar el más dulce de los consuelos. Pero no se nos consuela para estar cómodos; se nos consuela para que seamos consoladores. Cada episodio de nuestra experiencia como familia en torno a la discapacidad fue una muestra de la gracia de Dios para que la compartiéramos con aquellos que necesitan con urgencia Su consolación. 3. La discapacidad amplía nuestra perspectiva del gozo por las cosas insignificantes. La mayoría de las familias que conviven con la discapacidad les dirán que algunas de sus mayores victorias fueron momentos que la mayoría de las familias comunes y corrientes dan por sentado. Recuerdo la primera vez que nuestro hijo pudo utilizar el baño en un establecimiento público (tenía 17 años). Acabábamos de entrar a Walmart y Jake me tomó de la mano y me llevó a los baños para hombres. Se bajó los pantalones y trató de orinar en el inodoro. La dirección le falló por completo; se orinó sobre la tapa, el piso, la pared y el cubículo. ¡Pero no se orinó en los pantalones! Nos pusimos a reír, aplaudir, gritar y a alabar a Dios en un cubículo todo orinado de un baño de un Walmart. La mayoría de las personas no llega a entender la enormidad de aquella victoria, pero la discapacidad a menudo nos permite ver cosas que los demás no pueden ver. Es un don maravilloso. 4. La comunidad nos aporta una muy necesaria objetividad. Como mencioné anteriormente, el peligro de la discapacidad es el aislamiento. El peligro del aislamiento es la idolatría (así es, nuestros hijos discapacitados pueden convertirse en ídolos). La bendición de la comunidad es que nos aporta objetividad. Todos necesitamos ser objetivos para no caer en la autocompasión y el egocentrismo. Justo cuando uno empieza a pensar que nadie sufre mayores penurias que las de la familia de uno, se topa con una madre soltera con un par de mellizos con grave autismo. Y justo cuando la madre soltera piensa que no puede seguir adelante, se encuentra con una abuela que trata de criar a una niña de 10 años que tiene síndrome de alcohol fetal. La abuela de pronto ve una pareja joven que trata de alimentar en medio de episodios compulsivos con un tubo a un niño que no responde. Estas familias están aprendiendo de las demás algo tremendamente valioso: La objetividad redirecciona nuestro enfoque introspectivo hacia la comunidad externa. Y al interior de la comunidad, la discapacidad se convierte en un ministerio. 5. Los hombres que son abiertamente francos por lo general son minoría. Aunque no siempre es así, a menudo en lo que respecta al liderazgo de la familia, las mujeres son las defensoras más prominentes de sus hijos discapacitados. La tenacidad de una madre parece ser la reacción más natural ante dicha condición en un hijo (más les vale no meterse con «Mamá oso»), pero cuando dicha tenacidad proviene de un padre indiferente o desilusionado, puede dar lugar a una debilidad desigual dentro de la estructura familiar. Una familia que convive con la discapacidad necesita de un padre que sea confiable. Dicha confiabilidad a menudo se cultiva y fortalece a través de otros hombres masculinos dentro de la comunidad de personas discapacitadas. 6. Cuando el matrimonio le cede la prioridad a la discapacidad, termina en el último lugar. Como reza el dicho: «La mejor manera de amar a tus hijos es amando a tu mujer». Aunque muy pocas parejas admiten que niegan esta verdad en principio, muchos lo hacen en la práctica. Las buenas intenciones, a menos que exista una inquebrantable voluntad para aplicar este principio, deterioran el matrimonio. El incesante cuidado de un niño con discapacidad, sumado al cuidado de otros niños del hogar que no las tienen, además de las horas extras que hay que trabajar para atender el pago de cuentas médicas y terapéuticas, sumado al estrés, la depresión y la fatiga, no contribuyen al mantenimiento del matrimonio. Un matrimonio al que no se le hace mantenimiento es como un carro que tiene una fuga de aceite. Tarde o temprano los cilindros ceden, el motor se funde y el daño causado es irreversible. Hagan todo lo que puedan para encontrar espacios en medio de su apretada agenda para pasar ratos de calidad con el cónyuge. Esposos: no esperen a que sus esposas se lo soliciten; tomen la iniciativa. Puede ser algo tan complejo como planificar un momento de respiro mediante una cita cada dos semanas, o tan sencillo como finalizar cada jornada sentados en el sofá riéndose (o llorando) mientras pasan revista a los acontecimientos del día. Aparte de los momentos de intimidad con el Señor y Su Palabra, es lo más eficaz que pueden hacer para evitar que la familia se convierta en la lamentable estadística alternativa. 7. Los niños que tienen un hermano discapacitado de ninguna forma son comunes y corrientes. Cuanto más tiempo paso con niños que tienen hermanos discapacitados, más me doy cuenta de que no son comunes y corrientes. He podido observar con asombro a hermanos y hermanas de niños discapacitados afrontando situaciones difíciles con un heroísmo que rivaliza con el de soldados, bomberos y policías. He visto a adolescentes torpes y retrasados descubrir el don y vocación maravillosos de estos chicos como cuidadores compasivos. Y muchas veces cuando empecé a sentir lástima por uno de esos niños sin discapacidad pude sentir el suave regaño del Señor que me decía: «Presta atención. Estoy haciendo algo increíble en la vida de este chico al convertirlo en la imagen de Mi Hijo.» No hay colegio —público o privado— que pueda impartir las lecciones de vida que se aprenden en la escuela de la discapacidad. Puedo afirmar sin lugar a dudas que mis hijos llegarán a ser mejores hombres gracias a su relación con su hermano discapacitado. La convivencia con Jake no solo los ha preparado para las más duras pruebas, sino que les ha permitido adquirir una profunda sensibilidad para reconocer la mano intencional de Dios en los detalles más pequeños de la vida. ¡Qué don más extraordinario ha sido su hermano! Estas enseñanzas están lejos de ser exhaustivas. Se siguen dando y desarrollando a nuestro alrededor. La apremiante búsqueda y el lozano descubrimiento de cada perla de sabiduría fortalecen nuestra familia y nos permiten verterla sobre la vida de los demás. Si están leyendo este artículo y son nuevos en la comunidad de los discapacitados, ¡bienvenidos a la familia! Es una jornada maravillosa, gloriosa, impresionante, que les abrirá los ojos a las cosas más preciadas de la vida a medida que se acercan cada vez más a la verdad más preciada durante la eternidad. Tomado de http://sheepdogger.blogspot.com/2012/02/7-lessons-from-community-of-disability.html. Misty Kay
Daniel y yo vivimos con nuestros cuatro hijos en el décimo tercer piso de un edificio en la ciudad de Taichung, en Taiwán. Huelga decir que el ascensor forma parte de nuestra vida cotidiana. Había sido un típico día ajetreado. Había dedicado la mayor parte de mi tiempo y energías a entretener a los niños, darles de comer y evitar riñas entre ellos. Habíamos salido todos juntos —ni siquiera recuerdo para qué— y ya regresábamos a casa. Entramos al ascensor vacío, y uno de los niños apretó el botón. Se encendió el número 13 en el panel, y las puertas se cerraron. —Niños, mamá y yo tenemos un importante anuncio — declaró mi marido en un tono que captó enseguida la atención de todos. Yo no tenía ni idea de lo que iba a decir. Daniel es una persona espontánea. Siempre saca sorpresas de la manga, y nunca se sabe qué esperar de él. Por impulso, decidí enseguida acoplarme a su iniciativa y puse mi brazo en el suyo para agregar autoridad a lo que fuera a decir. —Mamá y yo queremos que sepan que al cabo de catorce años de matrimonio todavía estamos total y absolutamente enamorados. Entonces se volvió hacia mí y me besó como novio en ceremonia nupcial. Aquel gesto me tomó completamente desprevenida. Los niños se rieron un poco y luego preguntaron: —Y ¿por qué ese anuncio es tan importante? Daniel respondió que con tantos conflictos matrimoniales y tantos divorcios como hay hoy en día en el mundo, los niños necesitan saber que sus padres se aman. En ese momento miró a nuestro hijo a los ojos y le dijo: —El día de mañana, cuando te cases, debes tratar bien a tu mujer. El timbre anunció el arribo al piso trece, y se abrieron las puertas del ascensor. Cuando entramos al departamento, los niños seguían chachareando y riéndose. Daniel y yo nos retiramos a nuestra habitación para disfrutar de unos momentos íntimos. En los 36 segundos transcurridos entre la planta baja y el piso 13, Daniel nos unió como familia, nos hizo sonreír, le pasó a nuestro hijo una enseñanza para toda la vida e hizo que yo me sintiera de maravilla de pies a cabeza. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Lo que hay que hacer:
Lo que no hay que hacer:
Chalsey Dooley
Aquella sonrisa de mi bebito era una nimiedad. Sin embargo, modificó mi perspectiva de la vida. Al despertarse y mirarme, vio lo que más importancia tiene para él en todo el mundo: ¡yo! No le importó que hubiera que cambiarle el pañal, ni que mi pantalón de pijama no combinara con la blusa, ni que estuviera toda despeinada. Simplemente me quiere y desea estar conmigo. No necesita perfección; el amor lo pone todo en su debida perspectiva. En ese momento en que lo tomé en brazos y me impregné del amor que irradiaba se me esclareció algo que me había preguntado un rato antes. La falta de perfección en la vida es algo que siempre me ha molestado. Cuando alguien dice o hace algo que me contraría, suelo argumentar: «¿Por qué tiene que haber choques de personalidad, descuidos, altas de consideración, injusticias, desaires, pesimismo? ¡Son cosas que suceden todos los días y están mal! ¡Ojalá no existieran! Si todo el mundo —incluida yo misma— se condujera como es debido, mi vida sería toda dicha y perfección». Consideraba que la perfección era lo único que alguna vez aliviaría mis irritaciones. Pero a la vez sabía que eso nunca se daría. La vida es así. Necesitaba otra solución. Cuanto más cavilaba, más me daba cuenta de que lo que en realidad quería era que el mundo girara en torno a mí, mis deseos, sentimientos, preferencias y prioridades. Algo tenía que cambiar, y en este caso, cualesquiera que fueran las faltas de los demás, la que tenía que cambiar era yo. Pero, ¿cómo? Ya lo había intentado antes. Aquella mañana, mientras tenía en brazos a mi bebé, una voz me susurró: «¿Te habría gustado que tu bebé fuera perfecto de nacimiento?» Al sopesar esa idea, comprendí que nada me habría desagradado más. De haber podido él caminar y correr desde el día en que nació, nunca habría podido yo disfrutar de la expresión de emoción que se dibujó en su carita el día que logró dar sus primeros pasos. Además me habría perdido ese singular sentimiento de tenerlo en brazos sabiendo que dependía enteramente de mí. De haber podido hablar perfectamente bien desde el día en que nació, jamás habría podido yo experimentar la alegría de oírlo decir su primera palabra. Si supiera todo lo que sabe una persona mayor, nunca habría podido verlo pasmado ante algún descubrimiento, y nunca habría tenido la dicha de enseñarle algo nuevo. Me habría perdido muchísimas cosas. En realidad sus imperfecciones lo hacen perfecto. ¡No querría que fuera distinto! Entonces me pregunté: «¿Qué hace que su imperfección sea diferente de todas las otras imperfecciones que me rodean?» La respuesta no podía ser más clara: «El amor». ¡Eso es! Eso es lo que me falta. Eso es lo que más preciso para enfrentar con valor y alegría los problemas que quisiera que no existieran. Me dije: «Imagínate todo lo que te perderías si tú y los que te rodean fueran perfectos desde el comienzo. Te perderías ese aspecto imprevisible y sorpresivo de la vida; la dicha de perdonar y ser perdonada; los estrechos vínculos de amistad que se forman en medio de la adversidad, y las cualidades que se cultivan también en esas situaciones». Me di cuenta de que añadir pensamientos negativos a una situación ya de por sí negativa nunca da resultados positivos. En ese momento me propuse buscar y descubrir las oportunidades y experiencias positivas que se ocultan detrás de la máscara de la imperfección. Más tarde aquel mismo día mi bebito no podía dormir. Decidí entonces sacarle provecho a una situación difícil poniendo en práctica lo que acababa de aprender. Hice a un lado lo que a mi juicio era lo mejor para él y para mí en ese momento, y mi marido y yo nos tomamos un rato para cantar y reír con él. Fue un momento perfectamente feliz que todos nos habríamos perdido si aquel día todo hubiera salido perfecto. Gentileza de la revista Conectate. Usado con permiso. Unos sociólogos formularon la siguiente pregunta a un grupo de niños de cuatro a ocho años: «¿Qué es el amor?» Sus respuestas fueron más amplias y profundas de lo que habría cabido imaginar. Que cada cual saque sus conclusiones. «El amor es lo que sientes antes que se te metan todos los pensamientos malos.» «Amor es lo que sentimos en Navidad en el cuarto cuando dejamos de abrir regalos y escuchamos.» «Cuando alguien te quiere, dice tu nombre de otra manera. Y sabes que va a hablar bien de ti.» «Amor es salir a comer con alguien y darle la mayor parte de tus papas fritas sin obligarle a que te dé una parte de las suyas.» «Si alguien te trata mal y te enojas, pero no le gritas para que no se moleste, eso es amor.» «El amor es lo que nos hace sonreír cuando estamos cansados.» «Amor es que mi mamá vea a mi papá sudoroso y maloliente, y aun así le diga que es atractivo.» «El amor es cuando dos personas están siempre besándose. Y cuando se cansan de besarse, igual quieren estar juntas y hablar más. Mis papás son así.» «Cuando a mi abuela le dio artritis, ya no podía agacharse para pintarse las uñas de los pies. Ahora se las pinta mi abuelo, aunque también tiene artritis en las manos. Eso es amor.» «Si uno quiere aprender a amar más, tiene que empezar por un amigo al que no aguanta.» «A veces le cuentas a alguien algo malo de ti y tienes miedo de que ya no te quiera. Pero luego te sorprende que esa persona no sólo te siga amando, sino que te quiera aún más.» «Hay dos clases de amor, el nuestro y el de Dios. Pero Dios es el que hace las dos clases de amor.» «Amor es, por ejemplo, que una viejita y un viejito sigan siendo amigos aunque se conozcan muy bien.» «Mi mamá me quiere más que nadie. Es la única que por la noche me da un beso cuando me acuesto.» «Amor es que mi mamá le dé a mi papá la mejor presa del pollo.» «Amor es que tu cachorrito se ponga muy contento al verte, aunque lo hayas dejado solo todo el día.» «Las tarjetas que venden en las tiendas dicen lo que nos gustaría decir, pero que ni muertos diríamos.» «No debemos decir:”Te quiero”si no lo sentimos. Pero si lo sentimos debemos decirlo mucho, porque a la gente se le olvida.» Presentacion de PowerPoint gentileza de Tommy's Window. Este relato no verídico se publicó originalmente en un seminario de enseñanza. Explora la influencia positiva de los educadores en el futuro de sus alumnos. También puede aplicarse a padres y tutores. Había sido un día largo y agotador. No tenía nada de raro para mí, que era el principal profesor de matemáticas en un colegio moderno de secundaria del East End londinense. Por lo general, los alumnos de esos colegios cursaban asignaturas de formación profesional en vez de estudios académicos. Pues bien, aquel día un grupo de estudiantes había sido castigado después de clase. A varios de ellos se les había exigido quedarse cada jueves una hora y media después de que acabaran las clases por la tarde. Aquella semana me tocó estar a cargo de los alumnos castigados. Estaba tan fastidiado como ellos mismos por no poder irme a casa temprano. El profesor tenía que facilitar o proponer actividades para los alumnos castigados, pero como se les exigía estar sentados ante el pupitre, les dejábamos hacer lo que quisieran dentro de lo razonable. En general no teníamos ninguna gana de trabajar más de lo que se exigía. Los profesores más preocupados por aprovechar el tiempo se ocupaban de su correspondencia o hacían otras cosas, pero la mayoría nos poníamos a leer el periódico. A esas alturas del día ya tenía los nervios de punta, así que me contentaba con rellenar un crucigrama o mirar por la ventana. Aquel día en particular contemplaba tranquilamente el atardecer. No obstante, cada quince minutos más o menos me paseaba entre los pupitres para vigilar a los alumnos y asegurarme de que no hicieran travesuras. Entonces me fijé en Pamela Lumley, joven de quince años que tenía el rostro entre las manos y los codos apoyados en un cuaderno abierto. Era de una familia obrera de los callejones de Bermondsey, y yo le enseñaba matemáticas de cuarto. Estaba castigada porque la habían sorprendido fumando en el baño. —¿Ocurre algo, señorita Lumley? —le pregunté sin esperar una respuesta, y deseando no tener que molestarme respondiendo. Me miró con los ojos rojos de haber llorado y la nariz goteando. —Es que no lo entiendo —dijo gimoteando. —¿No entiende qué? —Esto… Señaló con un dedo mugriento su cuaderno sucio y con las esquinas de las hojas dobladas. En las manchadas páginas se distinguían varios números garabateados y en los bordes de las hojas había flores mal dibujadas. Llegué a la conclusión de que entre tanto garabateo imaginativo la joven trataba de resolver un problema de matemáticas. —Son tareas —me dijo mientras se arreglaba sus negros cabellos. Hacía mucho tiempo había dado por imposible a Pamela Lumley. Ya casi ni me fijaba en su trabajo diario, no digamos en sus tareas. Le faltaban pocos meses para terminar los estudios y —supuse con aires de superioridad moral— pasar a vivir de la asistencia social. Las matemáticas —y de hecho ninguna otra asignatura— no eran lo suyo. —Pues siga intentándolo —respondí mirando el reloj. Aún quedaba una hora y diez minutos. De pronto, para sorpresa de los dos, tomé el cuaderno impulsivamente y me dirigí a mi escritorio. Allí eché un vistazo al ilegible revoltijo del atormentado universo matemático de Pamela Lumley. Me detuve en la página cuyos problemas había intentado resolver hacía unos momentos. Las partes donde habían caído sus lágrimas aún estaban húmedas y manchaban las pautas verdes. El lector podría suponer que por mi facilidad de palabra me resultaría fácil explicar lo que sentí en aquellos momentos; pero no puedo expresarlo con palabras. Fue como si la vida misma de Pamela Lumley se hubiera descubierto ante mis ojos. Cada doloroso trazo de su desgastado y mugriento lápiz formaba parte del jeroglífico tapiz de su vida en un tugurio de Bermondsey junto a una infeliz y divorciada madre en tratamiento médico. En aquel entonces me hubiera negado a describir el sentimiento que me embargó como algo sobrenatural, pero ahora estoy convencido de que lo fue. No entendía por qué, pero tenía tantas ganas de llorar que me dolía el corazón. Pamela me miraba con expectación desde su pupitre. —Tengo que retirarme un momento —dije, procurando tragar el nudo que se me había formado en la garganta. Luego, para mi asombro y el de todos los que estaban en el aula, dije: —Señorita Lumley, ¿podría hacerse cargo de la clase? Vuelvo enseguida. Se le iluminó el rostro. —Claro. Me encerré en el baño y lloré como un niño. Escapaba a mi razonamiento, pero en esos instantes me sentí como un tonto y sin embargo feliz. Debieron de pasar unos diez minutos, mientras meditaba tranquilamente tratando de analizar aquella intensa emoción. Mi análisis resultó inútil, hasta que de pronto me vi a mí mismo poco antes de aquella revelación: un hombre altanero, escéptico y sarcástico con el monopolio del conocimiento. Fue desconcertante. Podía fácilmente despreciarme a mí mismo. Llegué a la conclusión de que los demás me detestarían con igual intensidad. Sin embargo, salí del baño resuelto a no olvidar el dolor que sentí aquel momento en el corazón. Sin mirarme al espejo, me lavé la cara y volví al aula. —¿Cómo se comportaron? —pregunté con una leve sonrisa a Lumley. —¡Fueron unos angelitos! —respondió riendo. —Me alegro. A ver, acércate y entremos en materia. Pamela puso cara de preocupación. Parecía que se iba a echar a llorar otra vez. Pero se acercó con paso decidido y le indiqué que se sentara a mi lado. —Disculpe —dijo—, no le servirá de nada volver a explicarlo. No me entra de ninguna manera. —Lo más probable es que la solución sea de lo más simple —dije—. ¿Ves esta flor que has dibujado? ¿Cómo se llama? A Pamela se le iluminó otra vez la cara. —Una campánula. Pero eso no tiene nada que ver con el problema de matemáticas. —Ya lo sé —dije—. Y esta otra es claramente un azafrán. —Sí. —¿Y ésta? —Una dicentra, la favorita de mi madre. Pero… —Me he dado cuenta de que esta otra la has dibujado varias veces; pero luego has escrito encima. —Ah, sí. Esa se llama gisófila o velo de novia; es mi favorita. Pero no me sale bien. Los pétalos tienen una forma muy rara, ¿ve? Asentí con la cabeza. —En realidad me cuesta hacer los pétalos de casi todas. La dicentra es la más fácil, claro. —Yo no sé dibujar —dije mientras abría el cajón de mi escritorio. Hurgué hasta encontrar una plantilla de figuras geométricas—. Pero yo diría que el diseño de esta flor se basa en un trapecio, ¿no? —Ah, es verdad. —Y esta otra es más bien hexagonal, ya que como ve, tiene seis lados. Y yo diría que esta otra es un rombo. —Tiene razón. Es más fácil si se explica así. —Se ve que le gustan las flores. —Sí, pero no tengo ninguna. Mi casa no tiene jardín y es muy oscura. Retrocedí unas cuantas páginas de su cuaderno. —Aquí se ve como si quisieras hacer un dibujo con estas dos flores. —Sí. Mi madre me iba a comprar telas para bordar en mi cumpleaños, pero al final le faltó dinero. No importa. Pero me hubiera gustado bordar un mantel con la gisófila cruzándose con la dicentra para regalárselo en Navidad. —Ya veo. —Igual cuando encuentre trabajo tal vez pueda ahorrar algo. —Muy bien, Srta. Lumley, puede volver a su pupitre —le dije, percatándome de algunas risitas y susurros entre los alumnos castigados. Le di la plantilla. —Quédesela. Espero que le sea útil en sus futuros dibujos. —¡Muchas gracias! —respondió mientras se le iluminaba el rostro. * * * Llegó el final del año escolar para la mayoría. Se palpaba la emoción de las vacaciones. Pero para algunos alumnos aquella emoción se mezclaba con inquietud ante la perspectiva de encontrar un empleo a jornada completa; Pamela se contaba entre ellos. Mientras cerraba mi escritorio el último día de clase, Pamela tocó a la ventana de la puerta del aula vacía. Le indiqué que pasara. —S-solo quería despedirme. Y darle las gracias por todo —dijo mientras le rodaban lágrimas por las mejillas. ¿Por todo? Desde aquel día en que estuvo castigada yo sólo había manifestado un discreto interés en su evidente progreso en dibujos florales, asintiendo meramente con la cabeza al pasar por su pupitre. Con la plantilla a plena vista, ella dejaba el cuaderno abierto para que lo observara detenidamente. Pero aparte de un ocasional saludo con la cabeza o una leve sonrisa, no decíamos nada. —Adiós, Srta. Lumley. Le deseo lo mejor y… suerte con la profesión que elija. —Gracias. Al parecer me han aceptado de cajera. Al menos por ahora. Eso me obligará a ponerme las pilas con las matemáticas. A esas palabras siguieron un incómodo silencio. Miré mi bolso medio abierto y no pude refrenar la decisión que había tomado aquella mañana. Lo abrí, saqué un paquete envuelto con un lazo y se lo di. —Puede abrirlo ahora si quiere —dije entre dientes—. O en casa. La curiosidad de Pamela pudo más que su vacilación, y rasgó la envoltura. Al ver su contenido se quedó de una pieza. —No sé por qué —dije, mientras ella meneaba la cabeza con asombro—. Pero me costó mucho entrar a la mercería y explicar que necesitaba cosas para bordado para una amiga. —Pero no tenía que haberse molestado. —Supongo que no, Srta. Lumley. A decir verdad, lo compré el fin de semana después de aquel día en que la castigaron, pero me faltó el valor para dárselo. Ha estado hasta ahora en ese cajón. Es más, decidí entregárselo hoy si venía por iniciativa propia a despedirse. Si no, lo más probable es que se lo hubiera enviado por correo. A Pamela se le comprimió el rostro y se puso a llorar. Tardó un buen rato en poder decir palabra. —Muchas gracias. Lo guardaré como un tesoro toda la vida. * * * Al año siguiente, a raíz de una afección derivada de la acumulación de líquido alrededor del corazón, el médico me recomendó irme de Londres. Acepté el puesto de subdirector en un colegio de las afueras de Aberdeen (Escocia). Allí continué enseñando hasta retirarme con sesenta y dos años. No está nada mal, pensé, teniendo en cuenta los funestos pronósticos médicos. Sea como sea, ocurrió una extraña coincidencia el mismo día en que culminé mi trayectoria en la administración educativa. Asistí a una pequeña reunión en mi honor, donde brindaron a mi despedida en un bar cercano. Me embarga una inmensa alegría al afirmar que en aquel encuentro percibí el cálido aprecio de mis colegas y de varios alumnos que ya habían terminado sus estudios y a los que había enseñado en la última década. Me conmovieron tanto sus muestras de aprecio que el corazón empezó a dolerme de forma parecida a como me dolió aquel día en la Escuela Secundaria Moderna de Londres. Tuve que retirarme temprano. Una joven colega llamada Edith Standwell se ofreció amablemente a llevarme a mi pequeño apartamento. Al llegar me preguntó si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Dudé en aceptarla por un momento, siendo un soltero empedernido toda la vida. Pero no sé por qué cambié de parecer y acepté su ayuda. Para mi sorpresa, en el buzón encontré un paquete, y esperé hasta entrar a mi apartamento para abrirlo. En su interior había un librito de tapa dura y una carta. Un poco preocupada por mi estado de salud, Edith Standwell me instaló cómodamente en el sillón y se ofreció a prepararme un chocolate caliente. Tras aceptar su oferta e indicarle dónde guardaba los ingredientes, abrí la carta. Decía: Estimado profesor: Esta carta tal vez lo sorprenda. Han pasado más de veinte años desde que se fue de Londres y pensé que estaría a punto de jubilarse. A decir verdad, empecé a preguntarme si aún viviría. Disculpe mi franqueza. Así que pasé por el colegio y le pedí su dirección al Sr. Wills, el anciano profesor de geografía, que ahora es el director. En todo caso, quería enviarle un libro recién publicado sobre diseños y bordados florales escrito por esta amiga suya (con la ayuda de mi editor, claro. En cuanto a gramática y ortografía todavía me queda mucho que aprender). ¡Menuda sorpresa para el mundo literario! Pamela Lumley se ha convertido en la autora de un superventas para la editorial W. H. Smiths. Pues así es. Hasta me han pedido una segunda parte, pero creo que ya he dicho bastante. Sea como sea, he añadido una pequeña dedicatoria después del título, porque a fin de cuentas, de no ser por usted este libro no habría visto la luz. Lleno de curiosidad, observé por primera vez el título del libro: El floreado mundo de Pamela Lumley. Pasé las páginas hasta llegar a la dedicatoria. Al leerla, me embargó nuevamente aquella maravillosa sensación, y en el rostro se me esbozó una sonrisa. Dedicado al profesor de matemáticas que vio un mundo florido que se extendía más allá de mis torpes garabatos. Sin sus palabras de aliento, jamás habría sido hecho realidad. Le debo eterna gratitud. Pamela Lumley Story by Jeremy Spencer. © The Family International.
o ¡Nunca debemos perder la fe en nuestros niños! Si no podemos saber la verdad acerca de algún asunto, cuando el niño dice ser inocente y no hay manera de probar lo contrario, la mayoría de las veces es mejor dejarlo pasar y no correr el riesgo de castigarlo o juzgarlo injustamente. ¡Debemos tratar de confiar en que nos dicen la verdad! Esa manifestación de amor les demostrará que tenemos fe en ellos, y les inspirará a no defraudar la confianza que hemos depositado en ellos. Mostrarle a un niño que confiamos y tenemos fe en él, es mostrarle que le amamos. o Es conveniente tratar de ponerse en lugar del niño siempre que sea posible. Esto nos ayudará a comprenderle mejor. Cultivar el hábito de ver las cosas desde su punto de vista y forma de razonar suele dar muy buen resultado. Conviene preguntarse: "¿Qué pasaría si se tratara de mí? ¿Cómo me gustaría que me trataran si yo estuviera en esta situación? Si yo tuviera 5 años, ¿cómo me sentiría si los adultos se rieran de mí?" Algo que a nosotros tal vez nos parezca muy bonito o gracioso puede resultar muy humillante y vergonzoso para un niño. La mayoría de nosotros sabemos lo que es sentirse humillado, ofendido o desairado. Si tomamos conciencia de que esas experiencias pueden ser mucho más traumáticas y dolorosas para un niño pequeño que no las ha experimentado antes, haremos todo lo posible por tratar de evitar tales incidentes. Si imaginamos una situación lo más parecida posible a la del niño, y nos ponemos en su lugar, tratando de suponer cómo nos sentiríamos nosotros, podremos comprender más profundamente al niño y sus sentimientos. o El elogio y el ánimo son algunas de las cosas más importantes en la formación de un niño. Es importante elogiar al niño y demostrarle que apreciamos sus buenas intenciones y su buen comportamiento. Por ejemplo, si ha sido recibido una mala calificación en la escuela, aún podemos hallar algo por lo cual podamos elogiarle, como su buena caligrafía, tal vez. Siempre habrá algo digno de elogio y aprecio. Los elogios hacen que los niños den lo mejor de sí. Es más importante elogiar al niño por sus actos de bondad y su buen comportamiento que regañarle por su mal comportamiento. ¡Es mejor tratar siempre de acentuar lo positivo! Por supuesto, cuando elogiamos al niño o le mostramos aprecio, tenemos que ser sinceros, y el elogio debe ser justificado. Por ejemplo, si un padre cree sinceramente que su hija adolescente es hermosa, y en realidad no lo es tanto al compararla con otras chicas de su edad, ella podría llegar a pensar que su padre la engaña con adulaciones si éste no cesa de repetirle lo bella que es, por más sincero que sea. Mejor sería elogiarla por alguna otra cosa en la que se destaque más: su elocuencia, o sus buenas calificaciones, o su carácter afable y amoroso. No nos ahorremos las palabras de elogio y de aliento a nuestros niños. Casi todo el mundo quiere a los niños, pero es muy importante que ellos lo sepan, de manera que es conveniente decírselo y demostrárselo. Todas estas sugerencias y consejos son maneras de poner nuestro amor en acción. El amor no es "real", ni tiene aplicación práctica a menos que nosotros, los padres que hoy estamos moldeando el futuro, demos un ejemplo viviente de él. El mundo de mañana lo estamos forjando los padres y madres de hoy: ¡según cómo educamos a nuestros hijos! Escrito por D.B. Berg. © La Familia Internacional. Usado con permiso.
Los hijos casi nunca terminan como nos imaginábamos. Pero en fin, lo mismo sucedió con nosotros. *** Los niños difíciles, al igual que la ropa sucia, pueden llegar a quedar bastante bien si se les presta atención antes de que se fijen las manchas. *** Si compartes tus fuerzas con tus hijos mientras son pequeños, cuando éstas mermen ellos compartirán su juventud contigo. *** De todos los regalos que hagamos a un niño, nuestros comentarios deben ser los mejor envueltos. *** Los niños son como el agua: si los confinas, se estancan; si les das rienda suelta, arrasan con todo; si los encauzas, llevan vida a todo lo que tocan. *** El amor es para los niños lo que el sol para las flores. *** Si los padres hacen tan sólo estas dos cosas -amar a sus hijos y orar por ellos-, Dios se encarga de suplir ampliamente cualquier deficiencia. *** Si buscamos que nuestros hijos no sufran ninguna desilusión o dificultad de pequeños, los privamos de la oportunidad de ir aprendiendo, madurando y fortaleciéndose para afrontar y superar las decepciones y problemas que se les presentarán de mayores. *** Trata a tus hijos con amor, ternura, paciencia y respeto, y tratarán a los demás del mismo modo. *** Cría a tu hijo como si estuvieras preparando a un príncipe para su futuro reinado. Cuando crezca, él contribuirá a forjar el futuro de la humanidad. *** Busca hoy cinco virtudes por las cuales elogiar a tus hijos. *** No des por sentado que tus niños saben que los quieres, aprecias y estimas. ¡Díselo! *** Es fácil hacerle pensar inadvertidamente a un niño que no se lo quiere o no se lo aprecia. En cambio, un poco de sensibilidad y cortesía pueden tener el efecto opuesto. *** El amor posee poder creativo. En el hogar obra su magia motivando actitudes desinteresadas y ayudando a cada miembro de la familia a ver a los demás con una mirada positiva. *** Nunca te pesará haber dedicado tiempo a tus hijos. Lo que sí te pesará es no haberlo hecho. *** Unos pocos minutos bien provechosos con tus hijos al comienzo y al final del día -un abrazo, un cuento, una oración- valen oro. Contribuyen a que se sientan amados y seguros. *** Aunque criar hijos nunca ha sido fácil, todos los padres cariñosos tienen desde el primer día una importante baza a su favor: sus hijos los quieren y los admiran más que a nadie en el mundo. *** Aunque tus hijos son un regalo del Cielo, evidentemente son una obra en curso. Es tu deber formarlos para que de mayores sean amorosos y responsables. Gentileza “Perlas de Sabiduría”, © Aurora Producciones
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